EL HAMBRE Y LA PALABRA

Lo que nos ayuda a soportar la dureza de los desastres históricos es el anonimato de quienes los sufren. Las cifras, que deberían servir para dar consistencia a los dramas multitudinarios, nos balancean en una especie de somnolencia moral, como si su objetividad rigurosa tuviera la eficacia de un anestésico. Nuestra conciencia ya ha codificado las imágenes de los campos de exterminio nazis, con los cadáveres innumerables convirtiendo en muñecos filamentosos lo que fueron cuerpos habitados por personas, experiencias de vidas irrepetibles y canceladas, nombres y apellidos a los que se llamaba, a los que se deseaba, con quienes se compartía, a los que se echaba de menos. Desde los nuevos campos de la muerte de esta época indiferente, los reportajes nos acechan con rostros aturdidos, incapaces de continuar asimilando el volumen de padecimiento que se agrupa sobre ellos. Rostros que, sobre la corpulencia de los paisajes balcánicos o la infinitud tranquila de la tierra africana, sólo consiguen dar forma a una expresión exhausta, a la rendición sin condiciones de las miradas, al silencio de los labios entornados, como si se detuvieran en mitad de una palabra.

El espectador siente una punzada de incomodidad, una desazón tenue, al advertir que el mal inevitable ha irrumpido en su mundo perfecto con la ordinariez de una visita inoportuna. La información constante sobre el planeta indeseable de los otros tiene virtudes homeopáticas. Esos portadores de la desdicha que acuden al periódico empiezan y concluyen en una fotografía de domingo. Causan el breve malestar de una presencia tan poco definible como la del olvido.

Roser Vilallonga presentó una exposición fotográfica dedicada a una experiencia íntima y colectiva. Llevaba por título: Chiapas, el hambre y la palabra. Frente a la captación oportunista de un instante, que convierte la magnitud de una tragedia en los senderos de gloria del fotógrafo de agencia, las imágenes en blanco y negro de Roser Vilallonga tienen la ternura exigente de una vivencia personal que ha querido retenerse y comunicarse. Nos muestra de qué forma un niño puede aún sonreir a la cámara, sonreirle a ella, mientras desde la niebla del fondo avanzan, como espectros cabizbajos, los jóvenes cargando la madera. Nos deja refugiarnos de la lluvia en la tienda donde Ofelia explica un cuento, con su figura interceptada por el humo del guisado de atale. Nos aproxima el cabello denso y blanco del anciano tejedor, en cuya mirada se sepulta la desesperación. Nos obliga a soportar la gravedad de la adolescente con su hermana en brazos, la niña que ha madurado bajo la violencia impune de los paramilitares mexicanos, y en cuyo rostro concreto, con nombre, con edad y con historia, se ha instalado la austera solemnidad de los supervivientes.

Roser Vilallonga ha añadido los versos de Benedetti, de Otero, de Celaya, de Goytisolo, de Silvio Rodríguez. Esta vez, las palabras y la imagen no compiten. Se reúnen en un conmovedor encuentro, al servicio de lo que nos pueda quedar aún de dignidad, a estas alturas de nuestro impresentable siglo XX.

 

Ferran Gallego

(Publicado en El Mundo)