CHILE, 25 AÑOS MAS TARDE

 

Ferran Gallego

 

Como ocurre con todo el paisaje desguazado por la perpectiva de la madurez, parece que fue ayer. A comienzos del curso 1971-1972, los estudiantes Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona, que aquel curso todavía se estudiaba en Sant Cugat, celebrábamos la concesión del Premio Nobel a Pablo Neruda. Y lo hicimos cantando poemas de España en el corazón, un libro conmovedor sobre la experiencia de la guerra civil española. Aquel acto fue una manera de conectar nuestra lucha contra el franquismo con la que habían ejercido los combatientes republicanos de 1936. Pero, además, era la manera de mostrar nuestra solidaridad con el gobierno de la Unidad Popular chilena, con la gran alianza de la izquierda que trataba de combatir la infatigable coacción de la burguesía internacional, el bloqueo de su frágil economía dependiente, las provocaciones constantes de los grupos fascistas y la inteligente erosión de la administración Nixon.

 

 Precisamente un once de septiembre, dos años más tarde, los estudiantes comunistas, que pensábamos dedicar la jornada a encabezar la lucha por las libertades nacionales de Cataluña, nos despertamos con la noticia del golpe de estado. Y a lo largo de aquellos días, sólo tuvimos ánimo para tratar de ir digeriendo los golpes consecutivos: las palabras enérgicas de Salvador Allende en su último mensaje, animando a las nuevas generaciones a continuar la lucha para abrir las alamedas de la libertad; las imágenes del Palacio de la Moneda, descuartizado por la aviación golpista con la saña que los gorilas dedicaban al símbolo de las instituciones democráticas; el pueblo inerme, de nuevo cabizbajo frente a los fusiles; la noticia de la muerte de Víctor Jara; la agonía frenética de Pablo Neruda, cuya enfermedad no quiso ahorrarle el espectáculo de la masacre.

 

 "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos", como diría el maestro. Pero, cuando sólo pensábamos conmemorar los 25 años del golpe, cuando sólo tratábamos de recordar el tamaño de aquella ilusión y la magnitud del desengaño, vino la buena noticia. Pinochet había perdido la impunidad. El longevo general, tan acostumbrado a la lisonja de los poderosos y al temor de los humildes, tan seguro de la inmundicia ideológica con que justificaba sus fechorías, se enfrentaba a la justicia internacional.

 

 Uno, a estas alturas, sólo puede lamentar que tantos antifascistas, en España y en Chile, se lo hayan perdido. Porque estas cosas sirven, sobre todo, para restaurar la dignidad de las víctimas. Primero vieron cómo se desarbolaba su proyecto, luego perdieron sus vidas y, más tarde, en aras de la conciliación nacional, los condenaron a la podredumbre del olvido. Nuestra función es formar parte de una continuidad histórica que permita restaurar la vigencia de sus actos, la corpulencia de sus ilusiones, la estremecedora experiencia de su sacrificio. Si vivimos en su nombre estos momentos, eso les devuelve la vida que les robaron.

Pero no basta con la indispensable referencia a los ausentes. Pinochet es sólo el capitán de un buque en cuya tripulación servían los escrupulosos dirigentes de la Democracia Cristiana y del Partido Nacional, los Frei, los Alwyn, los Jarpa, los que sabotearon los recursos legales para que Allende pudiera gobernar hasta que su gestión resultó ineficaz. Aquellos que descubrieron en las elecciones de marzo de 1973 que Unidad Popular ganaba votos, a pesar de todas las zancadillas parlamentarias, las manipulaciones periodísticas, la marrullería de los gremios conservadores. Y decidieron que la vía democrática al socialismo les obligaba a tomar la vía fascista al capitalismo.

 

 Y, junto a ellos, los dirigentes patronales, financiados por la CIA para mantener sus huelgas indefinidas y provocar la desesperación del pueblo. Los responsables de la administración norteamericana, de ese curioso paladín de las libertades universales que son los Estados Unidos. A fin de cuentas, el único país que ha utilizado bombas atómicas contra seres humanos, el país que, en su mismo nacimiento, mezcló la enérgica defensa de los ideales emancipatorias de su declaración de independencia con la compraventa de seres humanos en los mercados de esclavos de Virginia.

 

Junto a ellos, también, los atildados liberales de nuestro país, que hoy proclaman que se cumpla el trayecto implacable de la justicia, pero cuyos padres políticos aplaudieron el golpe. Sólo hace falta repasar lo que decía nuestra prensa liberal a mediados de aquel maldito septiembre. Sólo hace falta sacar de los escombros del pasado las firmas de los periodistas que hoy nos dan lecciones de civismo, que babean en las páginas de los sucesivos libros negros del comunismo. Eso nos advertirá dónde ha estado cada uno en los momentos cruciales. En qué lado está la fuerza de la razón y en qué lado se ejerce la razón de la fuerza.

 

 La dictadura de Pinochet ha cumplido su función. )Dónde está la Unidad Popular? )Qué hacen ahora los socialistas chilenos, danzando en la ruta del bacalao de la Concertación con los golpistas de la Democracia Cristiana? )Dónde está el que fuera el potentísimo Partido Comunista? La dictadura no acaba cuando los militares se retiran. Deja la sombra alargada del terror ejemplar que ha ejercido. Permite que confunda la resignación con el realismo. Violenta la historia de la experiencia de la U.P., convirtiéndola en un grotesco baile de disfraces ideológicos, en una macabra pesadilla que condenaba a los chilenos al hambre y al desorden permanente. Convence a los humildes de que sus esperanzas de redención ponen sus vidas en peligro. Pretenden que olvidemos el axioma de los comunistas: lo que es necesario es posible.

 

Nuestra tarea será ahora dignificar aquel proyecto truncado, darlo a conocer a los jóvenes que nunca lo vivieron como experiencia propia. Explicar su potencia y sus debilidades. Sólo de esta manera, evitaremos que el trabajo de los pinochetistas haya cubierto su objetivo de fondo, que no era sólo acabar con la vía chilena al socialismo. Era advertir, a todos los que desean cambiar el mundo, que ellos están resueltos a no permitirlo. En cualquier lugar. En cualquier momento. A cualquier precio.