PROBLEMAS DE LA RECONSTRUCCION DE LA IZQUIERDA MARXISTA EN CATALUÑA.  

Ferran Gallego

 

 

 

Nota del autor:

Estas reflexiones se redactaron en pleno debate sobre el IX Congreso del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Apareció, con algunos recortes, en la revista barcelonesa MIENTRAS TANTO. Para los lectores poco informados sobre el debate que se producía en Catalunya en aquel momento, conviene ofrecer algún dato que permita la mejor comprensión del artículo. A comienzos de 1997, tras nueve años sin haberse realizado congreso alguno, Rafael Ribó, secretario general del PSUC y presidente de "Iniciativa per Catalunya" (IC)-el movimiento que sumaba diversas expresiones de la izquierda, incluyendo a los comunistas-, tuvo que aceptar las presiones de un sector del partido exigiéndole la realización del IX Congreso. La propuesta de Rafael Ribó era convertir Iniciativa per Catalunya en un partido "postcomunista", como resultado de la crisis terminal del marxismo revolucionario. El PSUC se convertiría en una simple fundación, dedicada a salvaguardar la memoria histórica de las luchas del partido. Los firmantes del "Manifiesto por el PSUC" propusieron, por el contrario, la necesaria reactivación y renovación del partido como garantía de la preservación de la identidad de los comunistas y como base para la actualización de su ideología y de las formas de relación con la sociedad. El IX Congreso se realizó en condiciones ilegítimas. Más del 30% de los delegados fueron natos. No se permitió un adecuado control del censo de militantes. No se toleró una defensa adecuada del documento político alternativo. Se mantuvo un sistema de elección de delegados de carácter mayoritario. Y se impidió la presentación de una lista alternativa para el Comité Central, cosa que forzó el voto nulo de la minoría, que alcanzó el 37% del total. A fines de noviembre de 1997, el sector comunista del PSUC rompió con la dirección de Iniciativa per Catalunya y constituó una dirección cuya primera tarea fue la reorganización del partido y la convocatoria de un X Congreso, que se celebró en noviembre de 1998.

 

* * *

 

 

 

Las consideraciones que siguen pretenden ser una recapitulación de los problemas que implica la reconstrucción de la izquierda marxista en Cataluña. Dado que, en las condiciones presentes, dicha exposición supone necesariamente la referencia a la "cuestión" del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), creo que puede ser útil insertarla como aportación a un debate referente a temas que, yendo más allá del marco estricto del IX Congreso de los comunistas catalanes, adquieren relevancia especial en los márgenes de este acontecimiento.

Contra lo que afirman algunos, el tema de la izquierda marxista en nuestro país -es decir, si es necesaria y, en caso afirmativo, cómo diseñar su territorio- es una referencia no contingente de los problemas que implica levantar una fuerza antagonista del sistema capitalista. Contra lo que consideran otros, la izquierda marxista no puede considerarse la única ideología alternativa al sistema: se encuentra en una relación de convivencia y conflicto con otras expresiones de rechazo de las actuales relaciones sociales. Tales expresiones son de repulsa radical, que en modo alguno implican visiones más suaves, institucionalistas o como quiera llamarse cualquier propuesta de "reformismo fuerte". Pero proceden de culturas revolucionarias distintas a la tradición marxista, y su fundamentación opositora al sistema se basa en una jerarquización específica de los factores de antagonismo existentes en el capitalismo de final de siglo. En términos prácticos, estas consideraciones nos señalan la necesidad de situar la discusión sobre la izquierda marxista en relación con el debate sobre la naturaleza de Iniciativa per Catalunya.

 

La referencia a la "reconstrucción" de la izquierda marxista procede de una obviedad. A lo largo de los últimos veinte años, se ha asistido a la percepción de una carencia que, de forma más o menos larvada, ha recorrido la historia reciente de las organizaciones de la izquierda: la sistemática erosión de su capacidad de metabolizar la realidad. Tal erosión obedece a una amalgama de causas que cada cual ordenará de acuerdo con sus experiencias. Para mí, tiene que ver con el carácter secundario del trabajo ideológico en las formaciones socialistas y comunistas, en la separación artificiosa entre una presunta tarea "realista" de los dirigentes y una digestión de residuos "testimoniales" por parte de algunos cuadros que trabajaban en solitario o en pequeños círculos, pero siempre en asintonía con las necesidades políticas de las organizaciones.

 

La división entre "intelectuales" y "políticos" cedió a los primeros el honroso papel de descifrar las vísceras sacramentales en la liturgia de los laboratorios de ciencia social. A los segundos, les permitió empuñar el timón de los partidos careciendo de adecuadas cartas de navegación. El trayecto a ciegas de unos complementaba el forcejeo intelectual solitario de los otros, sin que se alzaran demasiadas voces advirtiendo de los graves tropiezos que podían derivarse de tales hábitos insensatos. En buena medida, las características de la transición política dieron funcionalidad al cortocircuito, considerando que lo que ha venido llamándose "reforma política" implicó la desarticulación ideológica de la izquierda. Y ello, no tanto porque se careciera de espacios de debate y elaboración, sino porque tales espacios no se proyectaban en una vertebración de respuestas políticas que fueran aplicadas por los partidos. A este respecto, pueden recordarse aquí unas palabras que Lukács escribía en un ensayo de juventud: "Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. (...) La separación capitalista del productor respecto del proceso total de la producción, la fragmentación del proceso del trabajo en partes que no tienen en cuenta la peculiaridad humana del trabajador, la atomización de la sociedad en individuos que producen insensatamente, sin plan ni conexión, etc., todo eso tenía que influir profundamente también en el pensamiento, la ciencia y la filosofía del capitalismo." (Rosa Luxemburg como marxista, 1921).

 

Se me permitirá la licencia de aplicar tal reflexión, que trataba de establecer la primacía del método marxista, a una interesada división del trabajo que permitió la escisión entre las experiencias concretas de la lucha social y el análisis de la globalidad del sistema. Ello generó considerables dosis de ignorancia en los partidos de la izquierda marxista. Una ignorancia que, si al principio pudo resultar rentable para quienes hacían una apuesta de desmovilización en aras de la necesidad de un gran pacto de Estado, acabó convirtiéndose en un verdadero analfabetismo estructural, que laminó las señas de identidad ideológica de lo que fue quedando del PSUC. Se ha dicho que, cuando quieren castigarnos, los dioses nos conceden nuestros deseos. El equipo dirigente del PSUC logró disponer de una militancia esterilizada intelectualmente y, por tanto, con presuntas dosis de obediencia ciega. El resultado a largo plazo, sin embargo, fue la dispersión de miles de trabajadores y trabajadoras que dejaron de identificar sus condiciones reales de vida y de explotación con un proyecto de emancipación a largo plazo. La escisión entre "ideólogos" y "pragmáticos" devino, así, la fractura entre el antagonismo individual con el sistema y la confianza en un proyecto colectivo. Se convirtió, en otras palabras, en la despolitización de la lucha social y la institucionalización -en el peor de los sentidos- del conflicto político.

 

A ello responde que la crisis del PSUC se produjera por las frustraciones derivadas de la transición y por el intento de hacer un análisis de la misma en el V Congreso, celebrado en 1980. Incluso las formas concretas de expresión de la crisis indicaban la profundidad de las heridas en el tejido ideológico de la izquierda. Por ejemplo, la oposición a los "pragmáticos" dirigentes del PSUC se expresó en la recuperación acrítica de determinados mitos de la tradición comunista. Y ello no era sólo una respuesta convulsiva y emocional a la tarea de desmantelamiento ideológico reiterada desde el tacticismo de los dirigentes con responsabilidades institucionales. Era, para decirlo en los sugerentes términos acuñados por Edward P. Thompson, una respuesta procedente de la economía moral de la base obrera del partido. Resultaba de una percepción difusa, mal articulada, pero legítima, de las condiciones de la propia explotación y del carácter poco adecuado del aggiornamento del PSUC, reprochándole, en términos tradicionales, que no fuera aquello que decía ser. Que tal respuesta se verbalizara en los términos de una cultura resistencial, sectaria con respecto a otras formaciones de izquierda y que no tardó en reproducir los vicios de funcionamiento del PSUC en el Partit dels Comunistes de Catalunya (PCC), tras la ruptura del PSUC en 1982, fue una muestra más de la rotundidad del debilitamiento ideológico de los comunistas catalanes. Y obedeció también a que la crisis estalló en el peor momento para la realización de un debate sereno: coincidiendo con el ascenso al gobierno del PSOE -lo cual implicaba, para la mayoría de la población, la izquierda- y con los atisbos de la crisis del campo del "socialismo real".

 

Dado que estas consideraciones se refieren estrictamente a Cataluña o a España, me he referido al proceso de transición como un reactivo de singular eficacia para dar visibilidad a la crisis de la izquierda. Ello no implica que a la izquierda marxista le haya ido mejor en otras partes, aquejada internacionalmente de esta falta de articulación entre los análisis globales, los proyectos a largo plazo y las luchas sociales e institucionales más inmediatas. Esta angustiosa falta de mecanismos de consumo teórico de la realidad ha llevado a desastrosas experiencias en otros puntos, como la fagocitación del comunismo francés en la etapa mitterrandista, los devaneos del compromiso histórico italiano tan tristemente injertados en el Olivo, la incapacidad de la izquierda portuguesa para aprovechar las condiciones insólitas de la revolución de abril o la perversión y derrumbamiento del "socialismo real". A lo cual se ha sumado el desprestigio del presunto "socialismo mediterráneo" como una apuesta distinta a la socialdemocracia o la propia impotencia de la socialdemocracia británica o centroeuropea para recuperar las riendas del gobierno. O, para recordarnos que la crisis no ha llevado automáticamente al reforzamiento del antirreformismo, la desaparición de las organizaciones situadas en la llamada "extrema izquierda" que se articuló en los años 60. Y todo ello, sin salirnos del continente europeo.

 

En cualquier caso, hablar de la reconstrucción de la izquierda marxista en Cataluña supone el reconocimiento de este proceso prolongado, que implica que la crisis de esta cultura no obedece simplemente a lo que ha ocurrido a partir de la congelación del PSUC. Por el contrario, tal secuestro de la organización es una de las expresiones de una crisis de largo recorrido. La liquidación legal del PSUC sería el eslabón lógico final de este proceso. Si no se ha realizado, ha sido porque, al principio, dicha cuestión implicaba el debate sobre el "problema comunista", debate que se ha intentado evitar a toda costa. Además, porque los resultados de la IV Asamblea de Iniciativa per Catalunya (IC) han permitido observar una considerable debilidad en la posición de Rafael Ribó y el núcleo más afín a sus propuestas: una debilidad a la que Ribó ha respondido con su habitual ineptitud para entender los registros de la realidad cuando éstos no se adaptan exactamente al molde que han diseñado sus atildados asesores. Y hay que recalcar tal continuidad en la crisis de la izquierda marxista, para evitar centrar todo el análisis en los escandalosos incumplimientos estatutarios por parte de la actual mayoría de la dirección del PSUC. Es cierto que es ésta una batalla política que debe realizarse, porque traslada a la ciudadanía la imagen de unos dirigentes de probada deshonestidad, que han vulnerado los más elementales derechos de la militancia comunista catalana. Pero, puesto el conflicto en estos términos exclusivamente -lo cual, insisto, no es poca cosa, considerando la necesidad de ataviar a cada cual con el prestigio democrático que se merece-, creo que su resultado no implicaría de manera automática la salida de la crisis estructural en que se mueve la izquierda marxista. Es decir, restablecer el funcionamiento regular del PSUC no es más que una condición necesaria para la resolución de la crisis, en modo alguno el objetivo final de la propuesta política que debe hacer la izquierda marxista en Cataluña. Aun cuando ello pueda resultar obvio, la impresión de orfandad partidista de los comunistas, educados precisamente en una cultura caracterizada por el peso determinante de lo organizativo, podría hacer que se confundiera la reconstrucción de la izquierda marxista con la pura y simple realización regular de las actividades del PSUC y de su adaptación a las características del proyecto de IC.

 

Considerando que la batalla por la legalidad tiene estas ventajas, pero también tales limitaciones, pienso que debe pasarse al núcleo central del debate, es decir, a la actualidad del marxismo. Lo cual supone definir de qué forma concreta se organiza la izquierda vinculada a esta cultura y cómo se relaciona con las izquierdas alternativas que no son marxistas. Porque, en definitiva, ésta va a ser la discusión ideológica y política que va a marcar las líneas maestras no sólo del IX Congreso del PSUC, sino de las tareas de la izquierda en el final del siglo. Y ello, si no es del todo indiferente al resultado organizativo del Congreso, sí va mucho más allá del mismo.

 

El punto inicial de nuestra reflexión debe hacerse midiendo el nivel de desconcierto y actitud defensiva en que nos encontramos. No sólo se trata de que el conjunto de la izquierda transformadora haya percibido el derrumbamiento del "socialismo real" en términos de una derrota política de toda la izquierda, incluyendo a quienes denunciábamos desde hace tiempo la tremenda perversión del modelo soviético. Hay que referirse, además, a la situación internacional creada por la desaparición del llamado "bloque socialista", justamente cuando se alcanzaban niveles importantes de cambios en la división internacional del trabajo que se iniciaron a fines de los sesenta. En tercer lugar, el fracaso de la burocracia post-estaliniana se contempla por el conjunto de la población como el fracaso de cualquier alternativa al capitalismo.

 

La debilidad actual de la izquierda procede de una paradoja: en los momentos de mayor endurecimiento de las relaciones de explotación, cuando el sistema se vuelve más agresivo en términos materiales, se consolida la hegemonía de los valores reaccionarios, que pasan a ser asumidos no sólo por quienes se aprovechan de las condiciones del mercado, sino también por quienes las sufren. La esclerosis del pensamiento de la izquierda, sumado a lo que los sociólogos llamarían el "efecto demostración" de la caída del "bloque socialista", ha permitido que la crisis cultural de fines de siglo se caracterice por el dominio de los valores de la derecha. Tal vez deba insistirse en que se trata de los "valores" más que de los programas de actuación concretos. Las crisis culturales se expresan -como sucedió a fines del pasado siglo, antes del gran catalizador que fue la Gran Guerra- en términos de permeabilidad a valores que rectifican los que habían predominado hasta entonces. Dichos valores nuevos se convierten, en las condiciones adecuadas, en la base fundamentadora de un programa de gestión de los cambios de rumbo necesarios para las clases dominantes. En nuestro país, tal imposición de valores se ha realizado precisa y necesariamente con el Partido Socialista en el gobierno. El felipismo ha permitido que amplios sectores populares, votantes de la izquierda, recibiera mensajes conservadores que difícilmente habrían aceptado con tanta rotundidad de haberse realizado bajo un mandato abiertamente derechista. La violencia que el PSOE ha ejercido en el terreno cultural de la izquierda, con una eficacia que hace muy difícil recuperar su fertilidad, consiste en haber convertido en sentido común lo que eran formas de idealizar las necesidades materiales de la burguesía. Una vez se asume por la mayoría de la población tal magma de comprensión de la realidad, los programas de actuación gubernamental pasan a ser aceptados, por quienes los sufren, como un trayecto doloroso, pero irremediable.

 

Tal hegemonía de los valores de la derecha se ha realizado, además, en condiciones de dominio mediático superior a cualquier otro momento en la historia de la humanidad. La invasión de la privacidad a través de la universalización de los medios audiovisuales -y la imposibilidad de la izquierda de establecer línea alguna de defensa en este campo- ha permitido ir destilando una abrumadora manipulación de las conciencias. En condiciones más favorables para la izquierda, como los esfuerzos de renovación realizados en los sesenta, ello dio lugar a la denuncia de formas específicas de alienación. En las circunstancias de derrota política y desconcierto ideológico en que se mueve la izquierda actual, tal difusión de valores conservadores ha encontrado a un público que, en sus segmentos más jóvenes, sólo ha conocido tales valores como normalidad moral de nuestra época.

 

La hegemonía de la derecha se muestra, además, en el economicismo, entendido como desprestigio de la autonomía de lo político. Ello tiene su expresión más acentuada en lo que viene llamándose pensamiento único, es decir, en la aceptación del capitalismo como única organización razonable de la existencia colectiva, lo cual lleva a hacer de los desequilibrios del sistema una especie de mal natural incurable, en lugar de una opción voluntaria y planificada por los grandes consorcios empresariales. La forma en que se afrontan los efectos de la llamada "economía abierta" son un buen ejemplo de ello. Consideremos cómo se adjudican las responsabilidades de las bolsas de desempleo estructural y los necesarios ajustes del mercado laboral, achacándolos a la irremediable competencia de países con mano de obra barata, en lugar de estudiar la sutil reorganización mundial del trabajo realizada por diversas economías desde los años sesenta, y que consistía en llevar a zonas de menor costo laboral determinadas fases del proceso de fabricación. Dicho diseño fue tan obvio a comienzos de la década siguiente, que algunos dirigentes políticos latinoamericanos consideraron razonable imitar a sus colegas asiáticos en el establecimiento de modelos de economías industriales exportadoras cuya ventaja comparativa se basaría en la reducción del capital variable -lo que el historiador de la economía Víctor Bulmer-Thomas ha llamado la opción de la export-substitution como alternativa al fracaso de la sustitución de importaciones en la década de los 50-60. Consideremos, también, las maneras de aproximarse a las nuevas tecnologías, como si implicaran una lógica destrucción de puestos de trabajo en lugar de permitir la expansión del tiempo de ocio asignado a cada individuo, criterio que exigiría una decisión política contradictoria con el sistema, pero también una denuncia sumaria de la incapacidad del capitalismo para asumir sus propias condiciones de expansión y traducirlas en términos de bienestar generalizado. O, peor aún, el establecimiento de una falsa conciencia de privilegio en los trabajadores con empleo regular, atenuando su capacidad reivindicativa. Y debería reflexionarse también sobre la manera en que el discurso conservador ha llegado a inyectarse en determinados planteamientos sindicales, que parecen reducir su antagonismo a cavar líneas de resistencia como la exaltación de políticas keynesianas, lo cual no resultaría tan perjudicial si no fuera acompañado del abandono de una denuncia sistemática de la lógica del capitalismo. La defensa del Estado del Bienestar, del Pacto de 1945 entre Democracia Cristiana y Socialdemocracia, pasa a convertirse para amplios sectores dirigentes de la clase obrera en la única política de izquierdas posible. Y ello supone la aceptación de las alternativas de ingeniería social diseñadas por sectores de la intelectualidad orgánica del capitalismo de los años 20-30 como la base para la reconstrucción de una alternativa política de la izquierda.

 

El desprestigio de lo político en favor del discurso económico tiene otras derivaciones. La más escandalosa es la caducidad del reformismo, lo cual es un curioso destino para quienes esperaban ser los máximos beneficiarios de la caída del "bloque socialista", pero que tiene antecedentes muy claros en el periodo de entreguerras. Por citar sólo un ejemplo, pensemos en la suerte de la socialdemocracia en la República de Weimar, cuando la propia crisis económica agotó los márgenes de distribución de rentas del modelo reformista impuesto en la Constitución alemana de 1919. Hoy en día, las cosas van más lejos: llevan a la percepción cada vez más amplia del escaso poder real de los gobernantes elegidos en las democracias parlamentarias. La impresión de que los problemas básicos de la población se resuelven -o se plantean- en centros de poder situados más allá de la presunta "soberanía popular" acaba por instalar un progresivo apoliticismo que, si bien empieza siendo la elección del "mal menor", puede acabar calcando el modelo americano de representación institucional. Es decir, una curiosa implantación del sufragio censitario informal, al participar en las elecciones solamente aquellos sectores que todavía no han sido expulsados del sistema, aquellos que disponen de propiedades e intereses, mientras se crea la abstención estructural de quienes quedan en la marginación social y reproducen en términos institucionales su expulsión de la ciudadanía. Dado el desprestigio de la izquierda transformadora -sea porque se considera utópica o por haber adoptado una actitud institucionalista-, sectores muy amplios de gentes duramente explotadas por el capitalismo de fin de siglo no son capaces de vincular su experiencia personal con una lógica global del sistema ni, mucho menos, de tratar de modificar radicalmente sus condiciones de vida a través de una respuesta política. Aunque, en los últimos tiempos, hemos podido asistir a explosiones sociales muy virulentas, su característica ha sido la falta de traducción política y, por tanto, su pérdida de continuidad. Y, por otro lado, la encomiable labor de las ONGs expresa, junto con la saludable solidaridad de quienes trabajan en ellas, el rechazo de lo que es visto en términos de política convencional, incluso cuando ésta puede expresarse de forma radical y alternativa al sistema.

 

Tal despolitización viene a caracterizar el fin del siglo como el paso de la democracia al liberalismo. En efecto, las conquistas políticas logradas desde la revolución rusa o desde la victoria sobre el fascismo en 1945 se hicieron a costa del viejo liberalismo decimonónico. Hoy se asienta un nuevo liberalismo, armado de su inmensa capacidad de convencimiento, sin alternativa política visible, ensalzado incluso desde las filas de la izquierda socialdemócrata. Un nuevo liberalismo que señala que las condiciones de vida de los individuos no son decididas por éstos, porque ni siquiera el ejercicio del voto lleva a la selección de quien en verdad decide sobre los aspectos sustanciales de su existencia. Las gentes son llamadas así a decidir sobre lo secundario, siempre y cuando acepten que lo principal es inmutable. La democracia radical, entendida como el control sobre la propia existencia, como la capacidad de decidir sobre las relaciones sociales, cede el paso a un liberalismo definido, y sólo de momento -a la espera de versiones menos indulgentes-, por una lectura estrecha de los grandes principios de la Ilustración.

 

Una de las muestras más aparatosas de esta transición al liberalismo desde la democracia es el rebrote del neofascismo, factor que tiene un interés nada secundario a la hora de analizar el paisaje sociopolítico contemporáneo, aun cuando suela plantearse en términos anecdóticos o con muy escasa percepción de su verdadero perfil. Creo que el método de aproximación a este fenómeno, que permite leerlo en coherencia con las necesidades del capitalismo, es reconocer las tres formas fundamentales de presentación de esta cultura de la extrema derecha. Y ello, porque tal diversidad propone una inteligente división de funciones, adecuadas a clientelas distintas y a diferentes maneras de neutralizar los anticuerpos generados por la izquierda.

 

Existe, en primer lugar, lo que se presenta como una extrema derecha institucional, que no se identifica con la tradición fascista y que llega a aceptar los márgenes constitucionales. Tal sería el caso del lepenismo, de los republikaner alemanes, del Partido Liberal austríaco, etc. Son propuestas con representación institucional notable, que crecen de forma exponencial acompañando la crisis de la izquierda en los años 80-90. Más que como una opción de gobierno real, su utilidad es apuntar en la agenda política europea determinados valores que la cultura del antifascismo de 1945 había desechado, forzando a la derecha liberal o democristiana a definirse sobre los mismos. Como lo prueban los datos recopilados en Alemania por la Oficina Federal para la Protección de la Constitución (Bundesamt für Verfassungsschutz), un número apreciable de votantes de opciones "constitucionales" son sensibles a propuestas concretas de las organizaciones de la extrema derecha, aun cuando no se decidan a darles su apoyo explícito. Sin embargo, las exigencias de dichas fuerzas van infectando el tejido cultural de la derecha no estrictamente neofascista, dando una excelente coartada para la asunción de propuestas que se refieren al endurecimiento del liberalismo más que a la reinstauración de los principios comunitarios del fascismo clásico: la identificación del paro y la delincuencia con la inmigración, el rechazo a sufragar el costo de los más débiles a través de los impuestos, la denigración del sector público, la minimización del Estado salvo en lo que afecta a su poder represivo, etc. Para quienes disponen de cierta posición en un mundo cargado de inseguridades colectivas, las opciones de quebrar el pacto de solidaridad establecido en 1945 tienen un gran atractivo. Especialmente, si los poderes mediáticos permiten que se extiendan los mensajes simplificadores, pero de gran eficacia impresionista, lanzados desde la extrema derecha institucional.

 

Dado que el sistema crea un volumen de marginación social peligrosa, aparece en forma de un neofascismo más clásico lo que no es más que la expresión de la exasperación de sectores de la juventud. Dichos núcleos, carentes de mecanismos de socialización como el trabajo o el estudio, hallan en los movimientos de las llamadas tribus urbanas formas de identificación de grupo capaces de desplazar los esquemas de conciencia de clase de la izquierda. Movimientos como las Bases Autónomas del cinturón industrial de Madrid indican la apropiación de una fuerte conciencia antisistema por una lectura parcial de la cultura fascista: el sentimiento de formar parte de un colectivo, la liturgia comunitarista, la asunción en positivo de ser alguien rechazado por el sistema son factores sustanciales de esta atracción del neofascismo en núcleos marginales. A lo que debemos sumar el culto a la violencia por la violencia, tan propio del fascismo, y que permite utilizarla para combatir a grupos marginales rivales en lugar de instrumentalizarla contra los responsables reales de la marginación. De esta forma, la violencia actúa como una simple válvula para atenuar frustraciones sociales, al tiempo que justifica el reforzamiento del aparato represivo.

 

Por último, podríamos hablar de un neofascismo "invisible", el de la Nueva Derecha representada por intelectuales como Alain de Benoist y el grupo GRECE, que preparan un gran dispositivo de rectificación de los valores de la revolución francesa y del socialismo. Tal rectificación vendría a corroborar, en el plano ideológico, las fracturas que se vienen produciendo en el terreno social. El desajuste entre los principios fundamentales del liberalismo y la realidad verificable por los ciudadanos, que permite la denuncia de la hipocresía de los gobernantes de las democracias parlamentarias por parte de estos núcleos neofascistas, se resolvería de una forma distinta a la rectificación exigida desde la izquierda: señalando que los principios del 89 violentan la naturaleza del ser humano. Es decir, que no son de difícil aplicación, sino que resultan indeseables. Y que debe redactarse una nueva Carta Fundamental de nuestro tiempo, que restablezca una armonía entre hombre y sociedad ajustada al principio de la desigualdad natural entre individuos y pueblos. Consideremos, para tener en cuenta la coherencia intelectual de este sector, que Alain de Benoist proclamó, desde un llamado gramscismo de derechas, la necesidad de derribar los valores considerados normales en la sociedad europea desde el cristianismo. Lo cual enlaza con una lectura perversa de determinadas exigencias de revisión de los valores occidentales pronunciadas en la revolución vitalista de fines del siglo pasado.

 

Las diversas formas de actuación de este neofascismo sólo son operativas al disponer de un terreno de crisis de las ideas de la izquierda que ha permitido la expansión de una gran alternativa no sólo para la organización de la vida material, sino también para la conciencia de la propia existencia de los sectores explotados. Corresponde, por tanto, a los dirigentes de la izquierda, haber cedido espacios de marginación social que han sido ocupados con respuestas ideológicas reaccionarias. Recordemos que una de las ventajas del fascismo clásico fue -como lo ha demostrado G. Eley-, no tanto entrar en las fábricas para desviar el voto del obrero industrial hacia la ambigüedad del "socialismo" fascista, como aislar la cultura marxista impidiendo que ésta fuera capaz de llegar a sectores sociales de reciente proletarización. Llevando esta función a nuestros días, a nuestra época de pérdida de confianza y de miedo al futuro, el neofascismo puede operar en la medida en que el sistema adquiere el prestigio de ser intangible, no sólo por su infinita capacidad represiva -mostrada de forma evidente en esa primera guerra del siglo XXI que ha sido el conflicto del Golfo-, sino porque tiene credibilidad para negar racionalidad a la izquierda. Es decir, cuando ésta muestra su carencia de recursos para oponer respuestas verdaderamente antisistemáticas a los mecanismos de simplificación ideológica de la extrema derecha.

 

 

En este final de siglo, la transición de la democracia al liberalismo sólo puede hacerse a través de una manipulación a fondo de la historia contemporánea, que ha contado con la complicidad de una parte muy considerable de profesionales procedentes del marxismo. Dicha manipulación consiste en hacer de la sociedad liberal el punto de llegada lógico y deseable en el devenir de la humanidad, una vez se han superado las dos agresiones fundamentales padecidas por el liberalismo en nuestro siglo: el fascismo y el radicalismo obrero, sea marxista o libertario. Esta historia de diseño, que se nos propone en los ámbitos académicos y que se divulga de forma cada vez más descarada en los medios de comunicación de masas, sólo puede hacerse a través de la ocultación de pruebas que demuestren lo contrario. Por ejemplo, que el liberalismo colaboró con el fascismo en la destrucción de las conquistas democráticas que siguieron a la Gran Guerra. Que la gestión de las potencias fascistas se contempló no sólo con indiferencia, sino con admiración y gratitud por parte de los dirigentes del liberalismo conservador europeo. Y que la lucha contra el fascismo por parte de estos sectores fue el resultado de la amenaza directa a las formas de dominación de la burguesía francesa, británica o estadounidense por los riesgos de la expansión imperial alemana o japonesa.

 

Ocurre, sin embargo, como una expresión más del deterioro de la hegemonía de la izquierda, que la satanización de los movimientos emancipatorios de nuestro siglo se ha convertido en normalidad mediática. Mientras Andrés de Blas Guerrero puede indicar que la existencia del anarcosindicalismo fue una de las taras más lacerantes en la España del primer tercio del siglo XX, Javier Pradera puede comentar la película Asaltar los cielos situando a cualquier militante comunista de nuestros días en la actitud moral de Ramón Mercader. Considerando que se trata de dos intelectuales vinculados al PSOE y que lo han escrito en las páginas de EL PAIS, puede vislumbrarse hasta qué punto resultará complicado restaurar un diálogo fraternal en el seno de la izquierda.

 

El valor añadido al problema procede, sin embargo, de la actitud de gentes que tienen responsabilidades en el ámbito de la izquierda alternativa. Lo que ocurre en determinados círculos es mucho más que la verificación de una derrota coyuntural: es la aceptación de que los otros tenían razón. Se puede observar atendiendo al embrutecimiento sistemático del lenguaje: por ejemplo, aceptando el abandono de términos como imperialismo para definir las relaciones de dependencia internacional; o extinguiendo las alusiones a la lucha de clases para sustituirlas por una precaria referencia a los "poderosos", que puede tener una cierta eficacia mediática, pero que viene a verbalizar una verdadera fractura conceptual; o saliendo en defensa de la burguesía catalana cuando Julio Anguita la denunciaba como "la peor burguesía de España": denuncia discutible en lo que afecta a su comparación con las otras burguesías patrias, pero que fue respondida con una extraña indignación solidaria y versiones edulcoradas del papel de la clase dirigente en nuestro país, más próximas a la mitología nacionalista que al rigor del análisis de la izquierda (Por otro lado, habría de considerarse si no es cierta la mayor agresividad modernizadora del proyecto de Convergencia en lo que afecta a la aplicación de los ajustes económicos de fin de siglo, examinando esa curiosa mezcla de dirigismo cultural asfixiante, que ha bloqueado el debate sobre el hecho catalán durante los últimos diecisiete años, y el agresivo liberalismo responsable de medidas como la reforma del mercado laboral o las constantes rebajas impositivas a los empresarios).

 

La reconstrucción de la izquierda marxista ha de partir de la penosa tarea de nadar contra la corriente incluso en la edificación de la historia de nuestro siglo. Y tal reconstrucción del pasado es indispensable para una fuerza que parte de una tradición determinada. Lo cual no implica sólo el respeto a la dignidad de las generaciones anteriores, sino el reconocimiento de la propia identidad. La derecha puede permitirse el lujo del presentismo posmodernista. Determinados sectores de la izquierda, por desmoralización o por otros motivos, pueden caer en la trampa de considerar no sólo rupturas conceptuales, sino incluso el rechazo de herencias organizativas y políticas. No creo que la resignación -o el entusiasmo- con que se asiste a esta auténtica expulsión del paraíso de la historia sea el terreno mejor abonado para abordar las tareas de la izquierda. Y la importancia dada por nuestros enemigos de clase a la falsificación del pasado habría de indicarnos la importancia que tiene su recuperación para edificar un espacio habitable para los movimientos emancipatorios y, en primer lugar, para el más denigrado de todos ellos: el marxismo revolucionario. Aun cuando sólo fuera por ello, la persistencia de una organización de los comunistas marxistas sería necesaria. A fin de cuentas, la existencia del PSUC es, en primer lugar, la verificación tangible y cotidiana de esta vinculación con la propia tradición. Y, en las circunstancias actuales de desconcierto y dispersión, no es poca cosa sostener algo con semejante valor de uso.

 

Esta afirmación no quiere sugerir, en modo alguno, el carácter simbólico o litúrgico de una organización comunista. La defensa del PSUC debe partir de la necesidad de una organización específica de la izquierda marxista. Tal necesidad se fundamenta en la consideración de que el antagonismo entre trabajo y capital es la que define el sistema. Y el hecho de que se extienda la diferencia entre quienes tienen un empleo y quienes no lo tienen, lejos de ser una objeción a dicha tesis, es una corroboración de la misma, al situar en el centro del análisis social la existencia del ser humano y su capacidad de trabajo como una mercancía. Solamente la caducidad de la lucha de clases o su carácter secundario con respecto a otros antagonismos podría hacer que los marxistas consideráramos innecesaria nuestra organización. Ello supone también aceptar que otros colectivos revolucionarios entienden fundamentador de la explotación humana cualquier otro aspecto de la realidad. Pero, si ello nos permite actuar con quienes hacen una lectura del sistema en función de antagonismos distintos -siempre y cuando su propuesta se plantee en términos de superación del capitalismo-, también nos exige establecer nuestra propia esfera de trabajo ideológico, político y organizativo. La verdadera creatividad de la izquierda marxista, su auténtica renovación, consiste en acercarse a tales colectivos sin perder su propia identidad. No en aceptar un simple agregado incongruente de culturas diversas en las que se apuesta por la reducción de todas las tradiciones al mínimo común denominador ideológico.

Por otro lado, la falta de una organización específica de los comunistas ha ido acompañada del reblandecimiento del discurso de la izquierda en general. La presunta izquierda alternativa, organizada en IC, ha apostado por una estrategia que deriva de la falta de confianza en su propio carácter antagónico, para buscar formas de supervivencia institucional y subalterna. De esta forma, no de otra, puede calificarse la alternativa de unidad de la izquierda o del centro-izquierda que se propone por la mayoría de la dirección de IC. No creo que sea casual una rectificación tan seria del propio horizonte y el congelamiento paralelo de la organización de la izquierda marxista. Por el contrario, pienso que la persistencia de esta cultura habría permitido señalar con mayor vigor y mejor elaboración una alternativa viable a las propuestas triunfantes en la IV Asamblea de IC: alternativa que, en todo caso, pasaría por ganar espacio institucional a expensas de una abstención que no es el resultado de la indiferencia, sino del desafecto social. Tal crecimiento hacia la izquierda permitiría la reconstrucción de los espacios de sociabilidad política que en otros momentos se cobijaron bajo las siglas del PSUC. Sólo a partir de dicha reconstrucción podría plantearse cualquier tipo de negociación con el partido socialista.

 

La práctica disolución del PSUC ha supuesto, además, la percepción de IC como algo distinto a la tradición que éste encarnaba. Sea por voluntad de sus líderes o por mecanismos más complejos de receptividad pública, IC ha adquirido un perfil básicamente nacionalista, que la ha alejado de la visibilidad que poseía el PSUC en el delicado equilibrio entre soberanía y corresponsabilidad con respecto al PCE. Ello tiene que ver con la forma concreta en que el grupo dirigente de IC ha utilizado la soberanía de la organización: para subrayar la relación conflictiva con la mayoría de Izquierda Unida y proteger el ámbito de actuación de IC contra lo que ha venido llamándose, con gran auxilio mediático, "injerencias" de Izquierda Unida -lo cual explica la sistemática, reductiva y falsaria identificación con eso que la prensa llama "anguitismo" de cualquier propuesta situada en la izquierda de Iniciativa. Es curioso que si, en algunos casos, tal defensa de la independencia plena del proyecto puede responder a una sincera centralidad del nacionalismo en la posición ideológica de determinados componentes de IC, en otros obedece sólo a una descarada fijación de territorialidad sólo en función de la no coincidencia con las propuestas políticas de Izquierda Unida. )Habremos de recordar aquí que algunos de los más rabiosos defensores de la soberanía de IC no tuvieron problema alguno en pedir el desembarco de las huestes del eurocomunismo español en Cataluña, a fin de rectificar la trayectoria de un PSUC desobediente? El costo de este perfil nacional-populista, incluso en términos electorales, ha sido durísimo. Pero lo ha sido más si consideramos que el voto se refiere a una realidad más compleja que la que se dibuja en el paisaje institucional: una realidad social en la que ha ido retrocediendo la cultura comunista, en la medida en que se desguazaban los mecanismos de organización que permitían sostenerla, sumergiéndola en un aparato altamente burocratizado caracterizado por rechazo a la identificación con la tradición del socialismo de clase.

 

La función de una organización de la izquierda marxista en Cataluña es, además de restablecer el vínculo con la propia tradición, la de una acumulación de conocimiento social. En definitiva, realizar lo mismo que en el siglo pasado y a comienzos del presente llevaron a cabo los colectivos orgánicos de la izquierda: analizar la realidad, disponer de tantos recursos de conciencia de sus mecanismos como los que tienen las clases dirigentes. Y este esfuerzo tiene que tender a restablecer la globalidad de la reflexión: la izquierda marxista puede recuperar cotas importantes de hegemonía si establece la comprensión y la comunicación de la realidad en términos planetarios. El capitalismo ha establecido una economía abierta y el fin de la política. Los marxistas hemos de acumular saber social internacional y restablecer la capacidad de las decisiones políticas para poner orden en las relaciones sociales.

 

Esta acumulación de conocimiento debe hacerse sin miedo alguno a las novedades de un sistema que, de hecho, ha modificado de forma exponencial las fuerzas productivas, pero ha sido incapaz de atenuar la explotación generada en las relaciones de producción. Ha de saber leer las nuevas circunstancias de la lucha de clases para señalar la racionalidad de la próxima barbarie: la funcionalidad de la miseria de las mayorías, la rentabilidad de la destrucción del planeta, la necesidad de acentuar la distancia entre los países imperialistas y los explotados, la plena racionalidad del desempleo estructural como garantía de incremento de la tasa de beneficio, como mecanismo que asegura la derrota sistemática de la clase obrera y la desmoralización de los sindicatos.

Tal tarea precisa de un organismo de elaboración colectiva, de un Partido que agrupe a la izquierda marxista. Pero no puede ser una especie de fundación para la investigación social, un simple laboratorio de cultivo ideológico. Tiene que acumular saber por la recepción de la experiencia de lucha de su propia militancia. Y debe ser capaz de convertirse en referente para quienes se enfrentan en solitario con las condiciones de explotación del sistema. Para ello, está obligado a algo cada vez más difícil en la actual etapa de desarrollo de los mass media: tiene que vincular la experiencia concreta de cada sujeto social con una lectura de la realidad en términos totalizadores. Hacer que cada individuo entienda su propia vida en relación con una lógica social que no puede comprender a través de la simple experiencia personal. En definitiva, se trata de acumular saber, pero también de hallar aquellos códigos de transmisión de conocimiento social que permitan combatir la hegemonía de la derecha. Y ello solamente puede hacerse desarmándola mediante una adecuada inserción de lo individual en una realidad colectiva, de clase. Oponiendo a los valores de la burguesía la identificación de los sectores explotados con sus propios valores, vinculando vidas forzadas a una privacidad alienante con una propuesta que reconozca en la emancipación colectiva la propia liberación. Todo lo cual es, a fin de cuentas, el ejercicio razonable de la lucha de clases y ponerse en las mejores condiciones -de hecho en las únicas posibles- para vencer al adversario social.

 

La izquierda marxista tiene muchas dificultades para desarrollar su trabajo en los tramos finales del milenio: la primera de ellas es convencer a muchas buenas gentes, incluso a votantes y militantes de organizaciones de izquierda, que la alternativa al capitalismo posee actualidad. Que lo anacrónico es continuar creyendo en las posibilidades de regeneración de un sistema que se ha mostrado no sólo incapaz de emancipar al ser humano, sino que avanza de forma inexorable hacia niveles intolerables de marginación y explotación. Pero, a estas dificultades, se contrapone una ventaja. A estas alturas de la historia, la urgencia para rectificar el rumbo de la humanidad puede ir haciendo cada vez más visible la imposibilidad de continuar con las cosas como están. Dependerá de nosotros evitar que las fracturas sociales se multipliquen teniendo como único efecto secundario diversas y aisladas formas de desesperación individual. Dependerá de una organización de izquierda, de la regeneración del PSUC y de su capacidad para trabajar de forma adecuada en IC, ofrecer un vehículo que devuelva la explotación en forma de energía emancipatoria.

 

Por ello, la apuesta en favor de la existencia activa de una organización de la izquierda marxista no puede hacerse en términos de simple nostalgia o de obcecada negativa a modificar los instrumentos de lucha cuando éstos dejan de ser operativos. Mantener el PSUC debe ser el resultado de entender a qué realidad política ha conducido su congelación. La reconstrucción de un ámbito específico para la izquierda marxista ha de basarse en la seguridad de que la preservación de la propia identidad puede reforzar la apuesta unitaria de IC, mientras que el desguazamiento de su cultura sólo ha llevado a la debilidad del proyecto de Iniciativa, a estar en las peores condiciones posibles para establecer un diálogo fructífero entre los diversos componentes de la izquierda alternativa. El funcionamiento regular del PSUC no es una propuesta contra IC, sino la condición que los comunistas han de poner para mantenerse en un movimiento de mayor amplitud. No es un escrúpulo de conciencia, sino la simple y saludable necesidad de reunir a quien comparte una tradición y una concepción del mundo similar. Para hacer de IC una plataforma respetuosa con cualquiera que quiera adherirse a ella. Para que la eficacia de la izquierda derive de su misma pluralidad y de la tensión creativa entre el trabajo programático común y las culturas diversas que la integran.

 

Barcelona, 25-26 diciembre 1996