El Desván
de Ramón H. Jurado
No puedo decirlo y me resulta imposible de precisar. Pero, si el tiempo no transcurre, si esa luz no se apaga. ¿cómo ha sido posible? Sé bien que hoy es lunes.. sí, sábado he dicho. No me siento mejor porque es lunes y mis pies pasan como trozos de lija sobre los barrotes de esta vieja cama. Me llenó de insomnio ese rugir feroz, estúpido, amenazador, de los ratones en el estante. Aquí, arriba, en este oscuro desván de trastos viejos, descubrí por primera vez la perversidad de los hombres, de los ratones. Enemigos de esta lámpara que nunca reposa, murmurando toda la noche en una tertulia hambrienta y de rato en rato, el mayor, el sabio, asomaba sus ojos enormes, sus dientes de clavo y sonreía.
De pronto los vi salir en caravana, luego de gritos y voces jubilosas en el estante vacío, trepar por los barrotes de este camastro de madera, mirare apetitosamente mis pies y seguir mientras murmuraban cosas horribles entre sí. Subían no sé cómo por la columna de concreto, corrían como locos por el cieloraso oscuro y bajaban por la trampa de polvo hasta los orígenes del cordón. Desde hace días conozco sus propósitos: destruir la única lámpara que alumbra mi vida. Yo confiaba en la prudencia, en la sabiduría técnica y me decía cantándome esperanzas, que nunca triunfarían en sus afanes. El hilo colgaba perpendicular sobre mi cama y aseguraba con palabras de fuerza a la humanidad incrédula que el único amigo de los hombres es la fuerza de gravedad. En eso sentí un griterío ensordecedor en lo más oxduro de la trampa de polvo: los señores ratones discutían. Entonces comprendí toda su audacia, todo su atrevimiento. Él, el Sabio, el perverso, el peor de todos, asomó su cabezota estúpida y me sonrió. Avanzó unos pasos. Cruzó vertiginoso por un desfiladero, se detuvo sobre una saliente, posándose junto al sitio en donde el cordón se enterraba en las sombras del techo.
--¿A dónde vas? --gritaba yo--. ¿A dónde vas?
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