(Publicado
en 2002 en el periódico Diálogo bajo el
título “La
comercialización del genoma humano”)
En 1976 un
equipo de médicos de la Universidad de California extrajo células del bazo de John Moore, un paciente de
leucemia. Estas células fueron patentadas por la universidad, sin el
conocimiento o consentimiento del paciente, cuando se descubrió que tenían
proteínas muy poco usuales. La patente, cuyo valor comercial a largo plazo
podría exceder los tres mil millones de dólares, pasó a manos de la corporación
Sandoz, que ahora forma parte del gigante Novartis. Moore se enteró de la
patente y acudió a los tribunales para afirmar su soberanía sobre su propio cuerpo.
En 1990 el Tribunal Supremo de California determinó que Moore
no tenía ningún derecho sobre las células de su bazo, ya que estaban patentadas
y la patente era perfectamente legal y había que respetarla. Según la
organización Acción Internacional por los Recursos Genéticos (GRAIN), el caso
de John Moore “tiene la
singularidad de ser la primera patente sobre genes humanos en la que el
desprevenido ‘donante’ del ‘invento’ no solamente estaba vivo, sino que además
estaba en plenas condiciones para discutir cómo se siente estar patentado.”
En vista de
este precedente, los pueblos indígenas y grupos activistas comenzaron a mirar
con desconfianza al Proyecto de la Diversidad Genética Humana (PDGH), un
consorcio de universidades y científicos dedicado a procurar muestras de
material genético humano de todas partes del mundo, especialmente de pueblos
indígenas en peligro de extinción.
A Beth Burrows, presidenta del
Instituto Edmonds, le
tocó la
desagradable faena de informarle a un grupo de indígenas norteamericanos acerca
de la existencia del PDGH en una reunión en 1993. Tras su presentación, Burrows recibió un largo silencio de la audiencia. La primera
persona en hablar fue Jeanette Armstrong,
del centro indigenista canadiense En’owkin Center:
“¡Qué gente son
ustedes! Nosotros pensamos que ustedes nos habían quitado todo lo que podían
quitarnos. Ustedes tomaron nuestras
tierras, tomaron nuestros hogares. Ustedes robaron nuestros productos de alfarería,
y nuestras canciones, y nuestras sábanas y nuestros diseños. Ustedes tomaron
nuestro idioma y en algunos lugares hasta se llevaron nuestros niños. Ustedes robaron nuestra religión y nuestras
mujeres. Ustedes destruyeron nuestra
historia y ahora, ahora parece que vienen a chupar la médula de nuestros huesos.”
El Concilio
Mundial de Pueblos Indígenas (CMPI) denunció al PDGH como “un grupo de
científicos que planean sacarle dinero a la más nueva materia prima para el
desarrollo de la biotecnología: seres humanos.” Sus principales objeciones
fueron que 1) la investigación, la cual supuestamente preservará genes indígenas
para la posteridad, en realidad es una movida comercial para satisfacer la
avaricia de empresas farmacéuticas; 2) la idea de que la extinción de los
pueblos indígenas es inevitable es un insulto al cual se debe añadir la
degradación de ser usados como conejillos de indias; 3) las sumas de dinero a ser
gastadas en el proyecto se podrían usar mejor para ayudarlos a sobrevivir; 4)
el proyecto los deshumaniza al categorizarlos como “aislados
de interés histórico”.
Confirmando las
peores sospechas, la Fundación Internacional para el Progreso Rural averiguó en
el verano de 1993 que el secretario de comercio de Estados Unidos, Ron Brown, había solicitado patentes para las células de una
mujer indígena de la tribu Guaymi de Panamá. Sus
células contenían un virus extraordinario, al igual que sus anticuerpos, con utilidad
potencial para investigaciones médicas. Al enterarse de esto, Isidro Acosta,
presidente del Consejo Mayor Guaymi, declaró
indignado que “Nunca imaginé que la gente llegaría a patentar plantas y animales.
Eso es básicamente inmoral y contrario a la visión Guaymi
de la naturaleza y nuestro lugar en ella. Patentar material humano… tomar ADN
humano y patentar sus productos… constituye una violación de la integridad de
la vida misma, y de nuestras convicciones morales más profundas.” El escándalo
y repudio internacional fueron tales que el señor Brown
se vio obligado a retirar la solicitud de patente. Pero comenzando en 1994 salieron a luz más
solicitudes de patentes de genes humanos, de lugares tan recónditos como Papua
Nueva Guinea y las Islas Salomón.
Ante este
cuadro no es de sorprender que los pueblos indígenas repudien el PDGH por
considerarlo un frente de la industria farmacéutica para facilitar el acceso a
material genético humano potencialmente patentable. La Fundación John
D. & Catherine T. McArthur organizó un encuentro
entre líderes indígenas y científicos del Proyecto con miras a contribuir a
limar asperezas entre ambas partes. Según relata Jeanette
Armstrong, los científicos “estaban sorprendidos de
que los indígenas estuviéramos tan bien informados… Podíamos ver que (ellos)
estaban tratando de evadir los puntos de conflicto”. Acerca de su actitud ante
las preocupaciones de los indígenas, ella percibió que la mayoría de ellos “sólo
veían premios Nobel en el horizonte; no estuvieron
conmovidos”. Henry Greely, profesor de derecho de la
Universidad de Stanford y director del subcomité de
ética del PDGH, trató de persuadir al CMPI de las virtudes del Proyecto en la asamblea
anual del Concilio en diciembre de 1993 en Guatemala. Pero no logró su
propósito. Muy al contrario, tras un debate enérgico, el CMPI unánimemente
adoptó una resolución para “categóricamente rechazar y condenar el PDGH”, y seguirlo
muy de cerca para exponer sus acciones.
En 1996 Moore testificó ante un comité de la Academia Nacional de
las Ciencias de Estados Unidos para hablar en contra del PDGH, y comenzó su
ponencia con las siguientes palabras: “Yo soy conocido como patente #4,438,032. Algunos de ustedes quizás estén familiarizados con
pedazos de mí en sus laboratorios.” Un elemento surrealista tragicómico surgió
cuando la persona que testificó a favor del PDGH era un antropólogo llamado
también John Moore, y que
para colmo tenía una apariencia física similar a la del John
Moore patentado.
Ruiz Marrero es catedrático del Instituto de Ecología Social y
becado de la Society of Environmental Journalists y el Environmental Leadership Program
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