Algunas reflexiones en voz alta...
Debate político es mucho decir, y no sólo en lo que se refiere
a la cuestión de la forma de Estado. En España hoy, entre
la partitocracia y el oligopolio de los medios de comunicación,
no puede hablarse seriamente de debate, es decir, de encuentro de opiniones
con libertad de criterio y profundidad de análisis. Hay, desde luego,
una sobredosis de opiniones, pero todas dicen más o menos lo mismo.
Innumerables tertulias mediáticas nos aburren continuamente con
su cri-cri de jaula de grillos que nunca cambian de partitura. Declaraciones
de políticos suceden a declaraciones de políticos, opiniones
sin cuento que nada tienen que contar, como puede apreciarse en el grado
de degeneración al que llevan el lenguaje, exprimido y torturado
hasta el absurdo por el prurito de hablar lo más diciendo lo menos.
Este oligo-debate, amplificado ruidosamente, sólo llega a animarse
de vez en cuando con bonitas peleas de corral: los gallos mediáticos
cada cuanto se disputan el gallinero (como en la reciente guerra entre
el Gobierno y Prisa), pero no hay pollo que ose hollar fuera del angosto
y excrementicio espacio.
Así el panorama, resulta fácil comprender que cualquier alusión
a la forma de Estado (y no digamos si la alusión es crítica)
sea sepultada de inmediato en el densísimo follaje de la intrincada
selva mediática, donde desaparece sin ser vista; o, si el enunciante
goza de alguna atalaya que le permita evitar ser ignorado, cae instantánea
sobre él la terrible acusación de irresponsabilidad y de
marginalidad que distingue a quienes se atreven, aunque sea sólo
por un ratito, darse una vuelta fuera del gallinero democrático.
Así pues, ha caído el silencio o el anatema desde el principio
de la sacrosanta transición sobre la mera posibilidad de construir
un Estado republicano en España. La cuestión simplemente
no existe, o es cosa de locos, ya que la monarquía es incuestionable.
Quien se atreva a ponerla en cuestión, sea recordando su oscuro
y poco legítimo origen, sea trayendo a colación su indiscutible
incompatibilidad con los principios democráticos (la máxima
magistratura del Estado se rige por el feudal derecho de sangre, en vez
de por la voluntad popular), se convierte ipso facto en un forajido (fora
exitus: salido fuera, marginado) para el sistema político.
Tampoco es extraño, por otra parte, el nerviosismo y la incomodidad
del stablishment cuando se agita el fantasma republicano si tenemos en
cuenta el origen de esta monarquía. Muerto el Caudillo, el aparato
franquista debía decidir, en un plazo no muy dilatado, si inmolarse
a mayor gloria de los Principios Fundamentales del Movimiento o bien seguir
manteniendo la mayoría de sus puestos y sinecuras a cambio de renunciar
a tales principios. Naturalmente, y salvo los exaltados de turno, una gran
parte del aparato franquista sufrió una súbita conversión
a la democracia, una transmutación tan milagrosa, potente y generalizada
que acabó arrastrando, además, a casi todos de los que, recién
huérfanos, gruñían y echaban espuma por debajo del
bigotillo fascista. Menuda pérdida: renunciaban a unos principios
que fueron derrotados en 1945, pero manteniendo casi intacta la estructura
del Estado formado a su sombra, que seguiría manteniéndolos
en su seno.
Ya sólo quedaba que la "oposición democrática", cada
vez más nutrida con quienes, de pronto, caían en la cuenta
de que ellos no habían sido otra cosa toda la vida que demócratas
(o, cuando menos, "aperturistas"), empezara a pelechar el pelo de la dehesa
revolucionaria por donde los más ardorosos hozaban ensoñándose
ingenuamente. Los aires sesentayochistas, exhibidos más indecentemente
que nadie por los hijos de la burguesía que curaban así su
mala conciencia en la Universidad, fueron perdiéndose a un ritmo
tanto más acelerado cuanto mayores pareciesen a cada cual las expectativas
de acceder a puestos de responsabilidad. Los más espavilados perdían
el culo por adquirir ese aire amable y tranquilizador de respetabilidad
democrática que resultaría imprescindible para tener alguna
opción en un sistema político cuyos mecanismos iban a ser,
sin remedio alguno, los de un mercado mediático, mercado en el que
los productos Juan Carlos, Suárez, Felipe, demócratas, modernos,
progresistas, centristas, europeos, moderados, pragmáticos, responsables,
monárquicos, bonitos y guapos iban a tener bastante mayor cuota
de ventas que Carrillo, Pasionaria, comunistas, anarquistas, radicales,
izquierdistas, revolucionarios, rojos, republicanos, feos, poco fotogénicos.
Especialmente patética fue la postura del PCE, el más obsesionado
de todos por ganar cualidades mercantiles con las que enjugar sus gastos
bajo la represión franquista: fue el primero en aceptar la monarquía
inclusa en la constitución, y quiso demostrar su buen talante democrático
y su carencia de rasgos luciferinos albergando en sus edificios y mostranto
ostensiblemente en todos sus actos la bandera bicolor que tanta repugnancia,
en realidad, producía a sus militantes. Pero ni por esas, a pesar
de tantos sacrificios y de tanta protestación de fe, a pesar de
aclarar el encarnado de los carteles hasta casi tornarlo naranja, había
que seguir siendo muy rojo para votar comunista, y se hacía evidente
que el gran trabajo que el franquismo se había tomado en aniquilar
el rojerío y en difamar su nombre había obtenido un notable
éxito. Carrillo no alcanzaría un status de neta respetabilidad
y de venerable anciano demócrata hasta pasarse al PSOE, cuando se
empezaron a airear por todos lados unos servicios prestados a la democracia
que anteriormente sólo se le reconocían con la boquita pequeña.
Neutralizado –por propia voluntad de sus dirigentes– el PCE, ya no quedaba
en la izquierda ninguna voz disonante lo bastante potente como para
poder escapar al silenciamiento (porque no hará falta recordar el
fervor monárquico de los alegres muchachos socialistas). Los medios
hacían su trabajo, mostrando el lado amable, moderno, democrático
y deportista de la familia real, y del "¡Juan Carlos, Sofía,
la olla está vacía!" de las primeras manifestaciones obreras
se iría llegando a esos verdaderos actos del Antiguo Régimen
que constituyeron las bodas reales de Barcelona y, sobre todo, de Sevilla,
en que miles de supuestos ciudadanos se rebajaron a la condición
de siervos al llenar las calles, desafiando esperas e incomodidades, para
aclamar la apoteósica y televisiva celebración de realeza,
aristocracia y poderío que se servía ante sus villanos y
estólidos hocicos. Semejante parafernalia y beatitud monárquicas
quizás no hubieran llegado a extremos tales de pánfilo asentimiento
de no mediar la oscura noche del golpe de Estado. Lo que fue, como mucho,
un sospechosamente tardío cumplimiento del deber por parte de un
monarca constitucional, se convirtió en un heroico y trascendental
acto de defensa de la democracia, motivo de eterna gratitud y patente de
corso para que el tal monarca desbarre también de vez en cuando,
como ha ocurrido en alguna que otra Pascua militar. Pasar de jefe de Estado
designado por la voluntad de un dictador fascista, saltándose no
sólo la legitimidad del régimen derrocado por las armas,
sino incluso la propia línea dinástica de descendencia, a
héroe de la democracia, no está nada mal, para tratarse de
un dicharachero y campechano Borbón. Sin embargo, quizá no
se insistiría tanto en el rito de paso del 23-F si no fuera para
oscurecer con el brillo de la supuesta gesta el origen de un Estado que
el monarca encabezaba, y que se mantuvo incólume (usurpadores, inútiles,
estraperlistas, torturadores y asesinos incluidos) como condición
sine qua non impuesta a los tímidos miembros de la "oposición
democrática".
Y, en fin, así estamos a las puertas de eso que los periodistas
y todo cristo en general, con estúpido y grandilocuente fetichismo,
llaman el tercer milenio: con una democracia consolidadísima, por
desgracia, en turbios cimientos. De aquellos polvos van saliendo los lodos
de la policía, de la justicia, y los que queden. Poca cosa ha sido,
en realidad, teniendo en cuenta lo repletas que se heredaron las famosas
cloacas del Estado. Entretanto, sólo quedan dos republicanos públicos,
y el primero, Haro Tecglen, prefiere al Borbón antes que al otro,
García Trevijano.
¡Salud, despreocupado lector, y viva la III República!
(Nuestros agradecimientos a Felipe Rodríguez)
...y lo que, en voz baja, opinan
los partidos políticos
Aquí se irán incluyendo las opiniones de
los partidos a medida que estos se "dignen" contestar a la encuesta:
-
Convergència Democràtica
de Catalunya:
"Convergència Democràtica
de Catalunya, cuando se elaboró la Constitución y al igual
que en toda la transición política, contribuyó decisivamente
en el consenso parlamentario necesario para definir de forma estable la
monarquía parlamentaria, asegurando plenamente los principios de
un
estado de derecho democrático".
-
Falange Española - JONS:
"...según afirma y defiende
la Constitución, 'Todos los españoles somos iguales, con
los mismos derechos y deberes', así que nosotros consideramos que
cualquier español tiene el derecho de poder alcanzar la máxima
representación política de la nación, si así
lo quieren sus conciudadanos. Creemos que es claramente discriminatorio
que sólo puedan ascender a la Jefatura del Gobierno de España,
las personas con ADN borbónico. Por lo tanto, nuestro tipo de gobierno
sería claramente republicano".