Nació en Madrigal en 1451, hija de Juan II de Castilla
y de su segunda mujer, Isabel de Portugal, hermanastra del rey Enrique
IV y hermana del infante Alfonso. Isabel, que no parecía destinada
al trono, se encaminó hacia él a través de complejas
circunstancias. Enrique IV había contraído, en 1455, segundas
nupcias con Juana de Portugal; de la unión nació, siete años
más tarde, la princesa Juana, designada heredera. Sobre esta línea
sucesoria inició el problema de la guerra civil a partir de 1464,
período decisivo de la lucha entre monarquía y nobleza para
controlar los centros dc decisión política y el dominio socioeconómico
del reino. Enrique IV, ambiguo y conciliador, cedió hasta extremos
increíbles y perdió su prestigio. Fue depuesto, y, tras la
muerte de Alfonso (1468), que había sido proclamado rey, los nobles
sublevados sólo volvieron a una obediencia incompleta cuando se
reconoció heredera a Isabel (pacto de Guisando, set. 1468). Ésta,
sin embargo, no entendía degradar la autoridad monárquica,
ni someter sus derechos al trono -que le parecían innegables y suficientes-
a las apetencias nobiliarias, sino que luchaba para realizar su propia
política. Apoyada en el poderoso linaje de los Enríquez y
en el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, la princesa se casó,
en octubre de 1469, con su primo Fernando de Aragón, y ganó
para su causa el apoyo político y diplomático de la monarquía
aragonesa de Juan II, que cedió al nuevo matrimonio el titulo de
reyes de Sicilia, y sentó las bases de la futura unión peninsular,
cuyos problemas de gobierno conjunto fueron resueltos en cartas y concordias
(Cervera, marzo 1469; Segovia, enero 1475; Calatayud, abril 1481), aunque
ambos cónyuges los resolverían casi siempre más atenidos
a su común acuerdo que a lo escrito. Enrique IV desheredó
a Isabel y designó de nuevo a Juana, en octubre de 1470, con el
apoyo y la presión de la nobleza, sublevada en 1464, y de los Mendoza,
que pretendían así respetar la legitimidad. Aquella desesperada
situación se salvó entre 1471 y 1479. Isabel logró
la benevolencia de Roma a raíz de ser nombrado papa Sixto IV, en
1471: la concesión del capelo cardenalicio al obispo Pedro González
de Mendoza preparó el cambio de partido del linaje mendocino en
1474, lo que dio apoyo decisivo a la princesa, pero provocó la enemistad
de Carrillo, cuya tendencia a ejercer la privanza jamás toleró
Isabel. El fin de la guerra catalana, en 1472, vigorizó la ayuda
recibida de Juan II y coincidió con un movimiento pro isabelino
en ciudades de Castilla como Segovia, donde se entrevistaron, a lo largo
de 1474, Enrique IV e Isabel. Las fundadas esperanzas de concordia se truncaron
al morir aquél en diciembre del mismo año; pero su hermana
se proclamó reina y ganó adeptos, mientras la nobleza rebelde
(Pacheco, Zúniga, Carrillo), partidaria de Juana, concertaba su
matrimonio con Alfonso V de Portugal, quien añadiría armas
y diplomacia a la guerra civil, reanudada en Castilla (mayo 1475). Su ofensiva
sobre el valle del Duero y Galicia fue frenada en Toro (marzo 1476). En
1477 y 1478, Isabel y Fernando pacificaron a la nobleza andaluza y hostigaron
a Portugal en su explotación económica de Guinea, valiéndose
de la floreciente marina andaluza. En febrero de 1479 (batalla de la Albuera)
vencieron al último núcleo rebelde de Extremadura y negociaron
la paz con Alfonso V. Juana profesó en el convento de Santa Clara
de Coimbra; Castilla renunció a navegar más al S del cabo
Bojador en África, pero pudo emprender la definitiva conquista y
colonización de las islas Canarias; se reanudó la habitual
política de amistad, sellada por el nuevo enlace matrimonial de
los infantes Isabel de Castilla y Alfonso de Portugal. Tales fueron los
tratados de Alcácovas de 1479. La tensión originada por el
viaje descubridor de Colón seria zanjada en el tratado de partición
de Tordesillas (1494).
El triunfo coincidía
con la unión dinástica de Aragón y Castilla, pues
Juan II falleció en 1479 y permitió veinticinco años
de gobierno, en los cuales Isabel y Fernando iniciaron la versión
hispana del estado moderno con el doble criterio de sanear las instituciones
existentes y reformar o crear las que mejor podían servir a su autoridad.
No fue tarea fácil, ni siempre lograda. Reordenación legal
en las cortes de Toledo de 1480, continuada en las Ordenanzas reales de
Castilla recopiladas por Alfonso Díaz de Montalvo, y en las muchas
pragmáticas del reinado. Inserción de letrados en el gobierno
como grupo adicto al poder monárquico: ellos formaron el núcleo
del consejo real y de los nuevos consejos que se formaron ahora, fueron
alcaldes y oidores en la audiencia o corregidores en las ciudades. El orden
territorial se perfeccionó mediante el restablecimiento de la Hermandad
en Castilla (Cortes de Madrigal, 1476), que suplió, además,
la función financiera de las cortes entre 1480 y 1498. Hacienda
y ejército crecieron a la par: las rentas ordinarias pasaron de
150000000 de maravedíes en 1480 a más de 300000000 en 1504
-aunque el maravedí perdió valor en 1480 y 1497-, mientras
que se allegaban recursos extraordinarios -venta de indulgencias de cruzada,
subsidios eclesiásticos, “juros”, servicios del reino-, que aumentaron
en un 100% los ingresos de la corona, empleados en los cuantiosos gastos
de una nueva política exterior, para cuyo servicio surgieron, en
los últimos años del siglo, una diplomacia permanente y un
ejército profesional, dotado con mejores armas, tácticas
y organización que los medievales.
La nobleza acató la libertad
de acción política y la autoridad de la corona, y vio con
indiferencia el castigo de los últimos rebeldes, en especial en
Galicia; fue primera colaboradora en el nuevo régimen; consolidó
su dominio económico-social por varios siglos, al generalizarse
legalmente la institución del mayorazgo, e impuso su estilo de vida
y sus ideales a la mentalidad colectiva castellana de la edad moderna.
La corona se limitó a absorber los maestrazgos de las órdenes
militares y a vincular la presidencia de la Mesta al consejo real, para
evitar sobresaltos posteriores y disponer de nuevas tierras y rentas enajenables,
y trabajó para controlar la fuerza política que todavía
tenían los concejos. Los privilegios de la nobleza eran supuesto
obvio del sistema, aunque ordenable en función del autoritarismo
monárquico: al lado de esta consolidación del régimen
señorial palidecen hechos como la libertad de residencia con conservación
de bienes muebles, permitida a los solariegos.
La Inquisición y los problemas
de minorías constituyen un punto donde la actitud isabelina tuvo
grandes consecuencias. La nueva Inquisición, distinta de la medieval,
fue establecida en 1478 para actuar contra los conversos que judaizaban
en Andalucía, de donde fueron expulsados los judíos en 1483;
tres años antes se los había confinado en aljamas. La actuación
de los inquisidores fue dura en los primeros decenios; respondía
a una inquina anticonversa muy enraizada en la mentalidad castellana del
s. XV, contra la que poco hizo Isabel I, cuyo empeño en proteger
la unidad en la fe católica era, en su opinión, el mayor
bien que podía hacer a sus súbditos. Así, extendió
la actividad del tribunal, muy controlado por la corona; ordenó
la expulsión de los judíos que no se convirtiesen, en marzo
de 1492 (de 70000 a 100000 en Castilla y otros tantos en Aragón),
y repitió la orden en lo referente u mudéjares en 1502 (25000
en Castilla y más de 200000 en Granada). Destruía un estatuto
de minorías mantenido secularmente y aceptaba la responsabilidad
en las tragedias humanas y consecuencias históricas que aquellos
hechos iban a tener. La organización eclesiástica sufrió
cambios profundos: intervención en los recursos temporales de las
grandes sedes y conventos, influyendo en la selección de las personas
que habían de estar a su frente; reducción a sus justos limites
de las jurisdicciones eclesiásticas; formas de vida mas propias
para el clero, y lucha para que los beneficios no fueran dados a extranjeros.
El interés político y religioso de Isabel I, apoyado en sus
derechos de Patronato; la acción de clérigos enérgicos,
como fray Hernando de Talavera o fray Francisco Jiménez de Cisneros,
y las asambleas del clero jugaron gran papel en aquella tarea.
La paz interior coincidió con
un periodo de calma internacional que permitió acometer la conquista
del reino nazarí de Granada (1481 a 1492). Fue voluntad de la reina
no embarcar a Castilla en otras tareas hasta que aquella terminó.
Siguió una repoblación intensa (35000 inmigrantes) y una
presión sobre los mudéjares vencidos, que provocó
la ruptura de lo capitulado y sus rebeliones, de 1499 a 1501, seguidas
de obligadas conversión en masa al catolicismo. La Inquisición
no entro en el país hasta 1526.
Por los mismos años en que
el rey Fernando conquistaba Granada, ganaba a Castilla para su política
internacional, heredera de las grandes lineas trazadas por Juan II. Con
tropas y dinero castellanos pudo hostilizar en Bretaña (1488 a 1490),
defender los condados pirenaicos devueltos por Carlos VIII de Francia en
1492, embarcarse en las dos empresas napolitanas que prolongaban la anterior
acción mediterránea de la Corona de Aragón (1494 a
1501), mantener un intenso protectorado en Navarra y concertar alianzas
matrimoniales con la Inglaterra de Enrique VII y el imperio de Maximiliano
I, mientras la navegación y el comercio vascocántabro en
el mar del Norte llegaban a su apogeo (creación del consulado de
Burgos, 1494). La política fernandina marcaría el rumbo internacional
de los reinos hispánicos durante dos siglos; el mismo título
de Reyes Católicos, concedido por el papa en 1496, es uno de sus
frutos. Isabel I la acepto plenamente: abandonó la tradicional actitud
castellana de amistad hacia Francia (contra la que se combatió en
la guerra de 1475); descuidó la acción sobre el norte de
África, subsiguiente a la conquista de Granada (toma de Melilla
en 1497), y, desde luego, no volcó los recursos de su poder tras
las huellas de las primeras expediciones colombinas, aunque éstas
fueron pagadas con dinero castellano y ella protegiese al almirante tanto
como su marido.
Murió en Medina del Campo en
1504