Acosado por la crítica después de la mediocre novela Más allá del río y entre los árboles, pocos auguraban que Hemingway renacería de su aparente decadencia con El viejo y el mar, ejemplo de concisión literaria y obra ya clásica sobre el coraje y el valor que quizá le haya valido el Premio Nobel y la posteridad.
La historia de El viejo y el
mar (1952) parece muy sencilla: un anciano pescador, que ha
estado 84 días sin pescar, captura, luego de una titánica lucha
de dos días y medio, un gigantesco pez al que ata a su pequeño
bote, sólo para perderlo al día siguiente, en otro combate no
menos heroico, en las mandíbulas de los voraces tiburones del
mar Caribe. Esta es una situación clásica en las ficciones de
Hemingway: la aventura de un hombre que se enfrenta, en combate
sin cuartel, a un implacable adversario, liza gracias a la cual,
sea derrotado o victorioso, alcanza una más alta valencia de
orgullo y dignidad, un mayor coeficiente humano. Pero en ninguna
de sus novelas o cuentos anteriores este tema recurrente de su
obra se materializó con la perfección que alcanzó en este
relato, escrito en Cuba en 1951, en un estilo diáfano, con una
estructura impecable y tanta riqueza de alusiones y significados
como la de sus mejores novelas de aliento. Por él obtuvo el
Pulitzer Prize, en 1953, y, acaso, el Premio Nobel en 1954.
La claridad y limpieza de El viejo y el mar son
engañosas, como las de ciertas parábolas bíblicas o leyendas
artúricas, que, debajo de su sencillez, esconden complejas
alegorías religiosas y éticas, interpretaciones históricas,
sutilezas psicológicas o postulados trascendentes. Sin dejar de
ser una hermosa y conmovedora ficción, este relato es también
una representación de la condición humana, según la visión
que de ella postulaba Hemingway. Y, en algún modo, constituyó
para su autor una resurrección. Fue escrito después de uno de
los peores fracasos de su carrera literaria, Más allá del
río y entre los árboles (1950), una novela llena de
estereotipos y gesticulaciones retóricas, que parece elaborada
por un mediocre imitador del autor de The Sun Also Rises,
y que la crítica, sobre todo en Estados Unidos, reseñó con
ferocidad, viendo en ella algunos críticos tan respetables como
Edmund Wilson, los síntomas de una irremediable decadencia. Esta
premonición, aunque cruel, mordía carne, pues la verdad es que
Hemingway había entrado en un periodo de escasa creatividad y
poco rendimiento, cada vez más doblegado por el alcohol y las
enfermedades, y una merma del ímpetu vital. El viejo y el mar
fue el canto del cisne de un gran escritor que declinaba, y que,
gracias a esta soberbia historia, volvió a serlo, al escribir el
que, con el paso del tiempo, se va delineando lo anticipó
Faulkner en 1952, pese a su brevedad, como el más
imperecedero de sus libros. Muchos de los que escribió, y que en
su momento parecieron perdurables, como Por quien doblan las
campanas, e, incluso, el brillante Fiesta, han perdido
frescura y vigor, resultan hoy fechados, difíciles de adaptarse
a la sensibilidad y la mitología contemporáneas, que rechazan
la elemental filosofía machista que los impregna, y su
pintoresquismo a menudo superficial. Pero, al igual que buen
número de sus cuentos, El viejo y el mar ha franqueado
sin una arruga el escollo del tiempo y conserva intacta su
seducción artística y su poderoso simbolismo de mito moderno.
Es imposible no imaginar en la odisea del
solitario Santiago contra la gigantesca aguja y los despiadados
tiburones, a lo largo del Gulf Stream, en el litoral de Cuba, una
proyección de la lucha que había empezado a librar el propio
Hemingway en aquellos años contra enemigos ya instalados en su
ser, que, socavando primero su lucidez intelectual, y luego su
organismo, lo llevarían en 1961, ya impotente, sin memoria y sin
ánimo, a volarse la cabeza con una de esas armas que tanto amaba
y con la que había quitado la vida a tantos animales.
Pero lo que da su
extraordinario horizonte a la aventura del pescador cubano en
aquellas aguas tropicales, es que, a manera de ósmosis, el
lector per-cibe en el enfrentamiento del viejo Santiago contra
los silentes enemigos que terminarán por derrotarlo, una
descripción de algo más constante y universal, el desafío
permanente que es la vida para los seres humanos, y esta
enseñanza espartana: que, enfrentándose a estas pruebas con la
valentía y la dignidad del pescador del cuento, el hombre puede
alcanzar una grandeza moral, una justificación para su
existencia, aunque termine derrotado. Esa es la razón por la que
las penalidades de Santiago, al regresar al pueblito de
pescadores donde vive (Cojímar, aunque el nombre no figure en el
texto) con el esqueleto inservible de la aguja devorada por los
tiburones, exhausto y con sus manos ensangrentadas, no nos parece
un ser vencido, sino, por el contrario, alguien que, en la
experiencia que acaba de protagonizar, se agigantó moralmente y
se superó a sí mismo, trascendiendo las limitaciones físicas y
psíquicas del común de los mortales. Su historia es triste pero
no pesimista; por el contrario, nos muestra que siempre hay
esperanza, que, aun en las peores tribulaciones y reveses, la
conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria, y dar
sentido a su vida. Santiago, al día siguiente de su retorno, es
más respetable y digno de lo que era antes de zarpar, y eso es
lo que hace llorar al niño Manolín, la admiración por el
anciano inquebrantable, más todavía que el cariño y la piedad
que siente por el hombre que le enseñó a pescar. Este es el
sentido de la famosa frase, que Santiago se dice a sí mismo en
medio del océano, y que ha pasado a ser la divisa antropológica
de Hemingway: "Un hombre puede ser destruido, pero no
derrotado". No todos los hombres, se entiende: sólo
aquellos los héroes de sus ficciones: guerreros,
cazadores, toreros, contrabandistas, aventureros de toda suerte y
condición que, como el pescador, están dotados de la
virtud emblemática del héroe hemingwayano: el coraje.
Ahora bien, el coraje no es un
atributo siempre admirable, puede también ser resultado de la
inconsciencia o la estupidez, encarnado en pistoleros y matones,
o en energúmenos a los que ejercitar la violencia y exponerse a
ella hace sentirse hombres, es decir seres superiores a
sus víctimas, a las que pueden derribar a puñetazos o aniquilar
a tiros. Esta despreciable versión del coraje, producto de la
más rancia tradición machista, no fue ajena a Hemingway y
aparece, a veces, encarnada en sus historias y, sobre todo, en
sus crónicas de cacerías por el África y en su particular
concepción de la tauromaquia. Pero, en su otra vertiente, el
coraje no está hecho de exhibicionismo ni alarde físico, es una
discreta, estoica manera de enfrentar la adversidad, sin rendirse
ni ceder a la autocompasión, como lo hace el Jake Barnes de Fiesta,
que sobrelleva con sobria elegancia la tragedia física que lo
priva del amor y del sexo, o el Robert Jordan de Por quien
doblan las campanas ante la inminencia de la muerte. A esta
noble estirpe de valientes pertenece el Santiago de El viejo y
el mar. Es un hombre muy humilde, muy pobre vive en una
choza misérrima y se abriga en la cama con periódicos y
muy anciano, del que se burlan en la aldea. Y, además, un
solitario, pues perdió a su mujer hace muchos años, y su única
compañía, desde entonces, son sus recuerdos de aquellos leones
que vio pasearse en las noches por las playas africanas desde el
barco tortuguero en el que trabajaba, de ciertas estrellas del
béisbol norteamericano como Joe Di Maggio, y Manolín, el niño
que lo acompañaba a pescar y que, ahora, por imposición de sus
padres, ayuda a otro pescador. Pescar no es en él, como lo era
para Hemingway y muchos de sus personajes, un deporte, una
diversión, una manera de ganar premios o poner a prueba su
destreza o su fuerza enfrentándose a los habitantes del mar,
sino una necesidad vital, un oficio que a duras penas y a
costa de grandes esfuerzos lo salva de morirse de hambre.
Este contexto humaniza extraordinariamente el combate de Santiago
con el gigantesco marlin y, también, la modestia y
naturalidad con que el viejo pescador consuma su hazaña: sin la
menor jactancia, sin sentirse un héroe, como un hombre que
simplemente cumple con su deber.
Hay muchas versiones sobre las
fuentes de esta historia. Según Norberto Fuentes, que ha
documentado con prolijidad todos los años que Hemingway pasó en
Cuba, Gregorio Fuentes, que fue por muchos años el patrón del
barco de Hemingway, El Pilar, se jactaba de haberle
proporcionado el material para el relato. Ambos habrían
presenciado una lucha así, a fines de los años cuarenta, a la
altura del puerto de Cabañas, entre un gran pez y un viejo
pescador mallorquín. Sin embargo, Fuentes señala también que,
según algunos pescadores de Cojímar, aquella historia le
ocurrió a Carlos Gutiérrez, el primer patrón de lancha de
Hemingway, en tanto que otros la atribuyen a un tal Anselmo
Hernández, vecino del lugar a quien aquél conoció. Pero Carlos
Baker, en su biografía de Hemingway, precisa que la anécdota
central de la historia la lucha del viejo pescador con un
gran pez ya aparece esbozada, en abril de 1936, en una
crónica publicada por Hemingway en la revista Esquire.
Sea cual fuere el verdadero origen de la historia, lo cierto es
que, inventado de pies a cabeza o recreado a partir de algún
testimonio vivido, el tema del relato buscaba a su autor desde
que éste escribió sus primeros cuentos, pues resume, como una
esencia depurada de toda contaminación inútil, la visión del
mundo que había venido forjando a lo largo de toda su obra. Y,
sin duda por ello, pudo, al escribirlo, aprovechar al máximo, en
todo su esplendor, la sabiduría estilística y el dominio
técnico de que estaba dotado. En la ambientación de la
historia, Hemingway se sirvió de su experiencia: su pasión por
la pesca y su larga familiaridad con el pueblo y los pescadores
de Cojímar: la fábrica, la bodega de Perico, La Terraza donde
los vecinos beben y charlan. El texto transpira el cariño y la
identificación de Hemingway con el paisaje marino y las gentes
de la mar de la isla de Cuba, a los que El viejo y el mar
rinde un soberbio homenaje.
El cráter de la historia es una
muda, un verdadero salto cualitativo, que convierte la peripecia
del viejo Santiago al enfrentarse, primero al pez, y luego a los
tiburones, en un símbolo de la darwiniana lucha por la
supervivencia, de la condición humana abocada a matar para
vivir, y de las inesperadas reservas de gallardía y resistencia
que alberga el ser humano y de las que puede hacer gala cuando
empeña en ello su voluntad y está en juego su honor.
Este concepto caballeresco de la honra el respeto a sí
mismo, la ciega observancia de un código moral
autoimpuesto es el que, al final, lleva al pescador
Santiago a exigirse como lo hace en su lucha contra el pez, una
lucha que, en un imprecisable momento, deja de ser un episodio
más de su trabajo cotidiano por el sustento, y se torna un
examen, una prueba en la que se mide la dignidad y el orgullo del
anciano. Y él es muy consciente de esa dimensión ética y
metafísica del combate, pues, en su largo soliloquio, lo
proclama: "But I will show him what a man can do and what
a man endures" ("Pero le demostraré lo que puede
hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar"). A estas
alturas del relato, la historia ya no cuenta sólo la aventura
del pescador de nombre bíblico; cuenta toda la aventura humana,
sintetizada en aquella odisea sin testigos ni trofeos, en la que
asoman, confundidas, la crueldad y la valentía, la necesidad y
la injusticia, la fuerza y el ingenio, y el misterioso designio
que traza la historia de cada individuo.
Para que esta notable
transformación de la historia ocurra su mudanza de
anécdota particular en arquetipo universal ha sido preciso
una gradual acumulación de emociones y sensaciones, de alusiones
y sobrentendidos, que poco a poco van extendiendo el horizonte de
la anécdota hasta abarcar un plano de absoluta universalidad. El
relato lo consigue gracias a la maestría con que está escrito y
construido. El narrador omnisciente narra desde muy cerca del
protagonista, pero, a menudo, cediéndole la voz, desapareciendo
detrás de los pensamientos, exclamaciones o monólogos con que
Santiago se distrae de la monotonía o la angustia mientras
espera que el invisible pez que arrastra su barca se fatigue,
salga a la superficie y le permita rematarlo. El poder de
persuasión del narrador es absoluto, cuando toma distancia para
describir objetivamente lo que ocurre o cuando hace que el propio
Santiago lo releve en esta tarea, por la coherencia y la
sencillez de su lenguaje, que, en efecto, parece sólo
parece, claro está el de un hombre tan simple y limitado
intelectualmente como el viejo pescador, y por el prodigioso
conocimiento de que hace gala de todos los secretos de la
navegación y de la pesca en las aguas del Golfo, algo que encaja
como un guante en la personalidad de Santiago. Este conocimiento
explica los prodigios de destreza de que es capaz de valerse en
su lucha con el pez, quien en esta historia representa la fuerza,
derrotada por el ingenio y el arte marineros del anciano.
Las precisiones técnicas
contribuyen a reforzar el semblante realista de una historia que,
en el fondo, no lo es sino más bien simbólica o
mítica, y, también, los pocos pero eficaces motivos que
van esbozando la personalidad de Santiago y su escueta
biografía: aquellos leones en la playa africana, aquellos
partidos de béisbol que le alegran la vida, y la descollante
leyenda del bateador Di Maggio (quien, como él, fue hijo de un
pescador). Además de creíble, todo aquello muestra la estrechez
y primitivismo de la vida del pescador, lo que hace todavía más
grande y meritoria su hazaña: quien, en El viejo y el mar,
representa al hombre en su mejor papel, en una de esas
excepcionales circunstancias en que gracias a su voluntad y a su
conciencia moral consigue elevarse sobre su condición y codearse
con los héroes y los dioses mitológicos, es un viejecito
miserable y apenas alfabeto, al que, por su edad y su
insolvencia, sus vecinos del pueblo han convertido en objeto de
irrisión. En el elogioso comentario que le dedicó, al leer el
libro recién publicado, Faulkner dijo que, en este relato,
Hemingway había "descubierto a Dios". Eso es posible,
aunque indemostrable, desde luego. Pero dijo también que el tema
profundo del relato era "la piedad" y ahí, sin duda,
dio en el blanco. En esta conmovedora historia el sentimentalismo
brilla por su ausencia, todo ocurre con una espartana sobriedad
en la pequeña barca de Santiago y en las profundidades por las
que se desplaza el pez. Y, sin embargo, desde la primera hasta la
última línea del relato, una subterránea calidez y delicadeza
va impregnando todo lo que ocurre y aparece en él, hasta
alcanzar su clímax en los momentos finales, cuando, a punto de
desplomarse de fatiga y dolor, el viejo Santiago arrastra el
mástil de su barca hacia su cabaña, tropezando y cayendo, por
la aldea dormida. Lo que el lector siente en ese momento es
difícil de describir, como ocurre siempre con los misteriosos
mensajes que se desprenden de las obras maestras. Acaso
"piedad", "compasión",
"humanidad", sean las palabras que más se le acerquen.
-
París, febrero de 2000