LA NACIÓN (Argentina), 1997
Los truenos verbales

Rosa Montero

El autor peruano que llegará a la Feria del Libro para presentar Los cuadernos de don Rigoberto analiza en este diálogo las razones que lo convirtieron en un escritor y los motivos por los que desafía desde su niñez cualquier forma de autoritarismo y prepotencia.
Se sienta en el sofá del hotel: no sé si se lo podrán creer, pero este hombre es un tímido. Es un señor amabilísimo e incluso afectuoso, pero todo eso, la cortesía, la atención, el afecto, queda siempre en suspensión a cierta distancia, como si entre Mario Vargas Llosa (61 años) y su entorno se emboscara un pequeño e invisible precipicio que él se esfuerza en saltar una y otra vez, alcanzando por los pelos el otro lado. De modo que se sienta en el sofá y me responde que él nunca ha sufrido ningún bloqueo en su escritura. Dicho lo cual, suelta una de sus pequeñas y agudas carcajadas (como una tos, como un ladridito de perro amigable) y se gira para tocar la madera de una mesa que está cerca.

-Tocaré madera, pero la verdad es que no me ha ocurrido nunca. Lo que sí me cuesta es tomar el ritmo, al principio trabajo con una gran inseguridad y además con mucho pesimismo, con la sensación de que la novela nunca va a despegar. Pero como me ocurre siempre, ya sé que es una etapa que hay que vencer a través de disciplina, de rutina...

-Sí, precisamente le preguntaba lo del bloqueo porque como usted siempre dice que le cuesta tanto escribir... Pero ha tocado madera, así es que le da miedo...

- Miedo he tenido siempre. Al escribir siempre tengo miedo e inseguridad, y angustia terrible, igual o quizá más que cuando escribí mis primeros cuentos.

-Todos los escritores escriben en última instancia de sus mundos personales, pero a usted, es curioso, eso se le nota especialmente. Quiero decir que todas sus novelas, salvo alguna excepción como La guerra del fin del mundo, mantienen una clara relación con su vida real. Es decir que su biografia se le mete en su obra.

-Pues sí. Bueno, yo creo que les pasa a todos los escritores, quizá de una manera más encubierta y más inconsistente, pero tu material de trabajo es tu memoria, tus recuerdos...Sí. Es muy curioso, pero sucede así. No es deliberado por mi parte, pero... Son ciertas cosas que me han pasado las que el final me resultan más estimulantes y me dan un punto de partida para escribir.

-Nabokov decía en su libro autobiográfico, Habla, memoria, que cuando incluía un fragmento, un detalle de su pasado en una novela, lo mataba. Dejaba de ser suyo, se vaciaba de contenido.

-A mí me ha pasado con el colegio militar, en donde yo lo pasé muy mal, fue una experiencia realmente traumática, y desde que escribí La ciudad y los perros ese recuerdo prácticamente desapareció, ahora vuelvo a ello con una naturalidad y una distancia total. Y creo que eso me ha pasado con todas las experiencias personales que he utilizado como materia novelesca.

-De modo que se puede decir que las utiliza desde el dolor...

- Ocurre así, ocurre así, no lo hago con una función terapéutica ni mucho menos, no es ése mi objetivo, pero sí es el resultado. Y en mi caso no cabe duda de que son las peores cosas que me han pasado las que han sido más fertiles para la imaginación. Las mejores no; las mejores permanecen en la memoria, pero no son tan fecundas literariamente. Es la tesis de Bataille, que la literatura es el mal, es decir, que expresas lo negativo, lo traumático, lo frustrado.

***

Ahora estamos aquí los dos muy modositos hablando de literatura, pero desde hace años a Llosa se le conoce no ya por lo que habla, sino por lo que truena, esto es, por las polémicas que sus palabras encienden en el aire. Nunca he acabado de entender por qué produce esa irritación desaforada, esas antipatías viscerales en tanta gente. Que Vargas considere a la Thatcher maravillosa, por ejemplo, te puede parecer discutible, e incluso puedes discutírselo (por cierto que, como es un estupendo polemista, hay que prepararse bien los argumentos), pero no encuentro que sea base suficiente para el odio profundo que se diría que despierta en algunos. Tal vez sea por la vehemencia con que Llosa expone sus ideas, que a veces resulta fastidiosa y áspera; o quizá sea por su empeño en arremeter contra todos los tópicos y por su extremada, retadora, independencia. Es como el orgulloso buque insignia de una armada compuesta por un solo barco.

La larga navegación de Vargas Llosa por la vida ha estado llena de pasajes difíciles, empezando por el principio, esto es, por la infancia, que debió de ser muy dura. Llosa creció creyendo que su padre había muerto al poco de nacer él, y a los diez años descubrió que ese padre existía, que regresaba para vivir con ellos y que además era un hombre brutal y autoritario. Así perdió Llosa el paraíso.

***

-Por cierto que usted todavía no ha hecho la catarsis literaria de algo tremendamente traumático y doloroso para usted: su relación con su padre.

-Es verdad, novelescamente no lo he hecho. He escrito sobre ello en El pez en el agua [libro de memorias], ahí he contado nuestra relación dificilísima... Pero quizá es un material todavía tan lacerante que me he sentido como inhibido para transformarlo en una novela. No lo había pensado, pero sí, es muy posible. Es seguramente la relación más importante de mi vida, la que me ha marcado más fuerte.

-En El pez en el agua hay un párrafo tremendo. Usted cuenta cómo su padre la emprendía a patadas con usted sin ninguna razón. Y dice: "Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero ni eso lo calmaba. Y seguía golpeando (... ). Cuando terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes, sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberle tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía despierto llorando en silencio.

-Sí, pues. Es que yo creo que no había sentido nunca miedo hasta que entré en relación con mi padre, es la primera persona a la que yo tuve terror, y un terror que, creo, no desapareció nunca, incluso cuando yo era un hombre y él era un viejo, y teníamos una relación muy distante, pero a mí me intimidaba tremendamente, sobre todo la mirada, yo recuerdo siempre la mirada un poco fija, un poco amarilla, a mí me paralizaba y creo que me ha marcado tremendamente. En otro sentido es una relación a la que seguramente yo debo mi vocación, creo que yo no hubiera tenido esa perseverancia para seguir si...

- ... y no hubiera escrito usted contra su padre.

-Eso es, si yo no hubiera sentido que era una manera de resistir a mi padre, de frustrar a mi padre, de hacerle daño. Como él detestaba la escritura, escribir era una manera de enfrentarme a él, una manera cobarde, pero manera al fin... Me pasó una cosa curiosa; había un actor que yo aborrecía, no podía ver una película suya. Y un día alguien me dijo: pero mira, si es igualito a tu padre. Era Curd Jürgens, ¿tú te acuerdas de Curd Jürgens?

- Su padre murió hace diez años. Tengo entendido que usted no se reconcilió con él. ¿Lo lamenta?

- Pues mira... En cierta medida sí, porque en los últimos años de su vida él hizo gestos, algo que iba totalmente en contra de su carácter, era una persona muy soberbia, orgullosa, pero él hizo vanos gestos de acercamiento y yo no respondí a esos gestos, fue algo más fuerte que yo, no pude, había demasiado rencor y... Sí, lo lamento, la verdad, creo que fue poco generoso por mi parte.

- Pero puede usted responder todavía en una novela. Algún día puede reescribir aquella historia como quiera.

-Quién sabe, quién sabe.

-Lo digo porque en realidad la escritura es una forma de restitución. Tengo la teoría de que todos los novelistas han pasado por una percepción muy temprana y dramática de la pérdida. Que siendo niños, antes de llegar a la pubertad, tuvieron la vivencia traumática de una perdida monumental. Y que por eso escriben, para restituir, para rehacer. En su caso, esta experiencia es evidente. En sus primeros diez años de vida era el rey de la casa, y de repente lo perdió todo.

-Sí, claro, la felicidad, la inocencia, era un niño mimado, dueño de todo, y tenías esa relación con tu madre, que era una relación, claro, conyugal, y de pronto eso se pierde, se quiebra, con la llegada de mi padre.

- Llega el horror, el malvado, que grita, que pega, que expulsa.

- Sí, es como convencional, pero al mismo tiempo era la realidad. Es como un estereotipo, pero era así. En mi caso es clarísimo, a los diez años hay una frontera traumática que me marca por completo. Y creo que mi literatura no se puede explicar sin eso, desde luego.

- Yo creo que es algo general, sólo que no necesariamente tan evidente como en su caso, por supuesto. Y en esa percepción temprana de la pérdida se abre un abismo que te acompaña para toda la vida. y que te protege. Escribir es tratar de llenar eso, ¿no?, esos huecos.

- Sí, pues.

-Pero siempre te queda el riesgo de caer ahí dentro. La novela te defiende de eso. "La novela te defiende de la disolución que está ahí", me dijo usted en una entrevista hace cuatro años.

- Sí, sí, uno siente que se desintegra, que se pierde, y la literatura es un orden. Un orden que tú impones a la vida y que te protege. Escribir es buscar una seguridad desde la inseguridad . Una especie de llave mágica capaz de dar una secuencia lógica y racional a lo que si no sería una especie de caos absoluto.

- Que sería invivible, insufrible...

- Yo creo que sería insufrible. Bueno, para los escritores sin ninguna duda, y para los lectores también; evidentemente son lectores entre otras cosas por eso, ¿no?

- Todo esto está relacionado con la identidad. En su nueva novela, Los cuadernos de don Rigoberto, uno de sus personajes, el niño Fonchito, se pregunta si es esquizofrénico.Y la protagonista, Lucrecia, le contesta que los artistas suelen tener tendencias esquizoides, "como los pintores, los poetas, los músicos...". Me llamó la atención que no cite usted a los novelistas...

- Ja, ja, ja... Que son el ejemplo mayor de eso precisamente... Qué curioso que no lo cite... No ha sido deliberado. No me había dado cuenta... Fíjate, es una adoración del subconsciente. ¡Qué divertido! Je, je, je.

- El oficio de novelista te permite ser esquizofrénico, por así decirlo.

- Sí, sí. Además es el exhibicionismo del esquizofrénico.

- En su libro de ensayos literarios La verdad de las mentiras dice que todos los humanos añoran poder tener otras vidas. Y que los novelistas se lo pueden permitir.

- Claro, escribes para vivir lo que no puedes vivir en la realidad, es una manera de tener muchos destinos, muchas existencias, de desdoblarte, de multiplicarte. La razón de ser de la literatura es poder añadir a tu vida todas esas experiencias que no puedes tener en la realidad y que, sin embargo, tus deseos y tu imaginación exigen.

- Habla usted de la imaginación. El tema fundamental de Los cuadernos de don Rigoberto es precisamente una reivindicación de la fantasía. Don Rigoberto, rutinario vendedor de seguros, tiene, sin embargo, una riquísima vida imaginaria, en su caso centrada en lo erótico. El libro se abre con una cita de Hölderlin: "El hombre, un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa".

- Digamos que somos más ricos, más grandes, más intensos, cuando soñamos que cuando vivimos, ésa es la realidad, ¿no es verdad? La imaginación es capaz de producir una vida mucho más intensa, ordenada y coherente. La función de la ficción es eso, nos da lo que no tenemos.

-Y además la vida imaginaria es tan vida como la vida real...

-Hombre, sin ninguna duda, y en algunos casos además es la verdadera vida, ¿no? Para mucha gente, como para don Rigoberto, la verdadera vida está en lo que fantasea y no en esas rutinas tan frustrantes.

-Pero en su novela, curiosamente, también está el miedo a la fantasía cuando se convierte en delirio, cuando dejas de controlarla.

- Sí, eso también te puede llevar al caos y a la desintegración.

- -¿Y dónde está entonces la frontera?

- Yo creo que la frontera está en no romper el cordón umbilical con la vida real. Es decir, si tú optas finalmente por el cuarto de corcho, pues... Si don Rigoberto no trabajara ocho horas al día en una rutina que le sepulta en la realidad objetiva, pues podría terminar disolviéndose en una irrealidad total que es... la vida de la locura, en cierta forma.

- ¿Ha tenido alguna vez miedo a la locura, como don Rigoberto?

- Bueno... Sí, yo creo que en el fondo es como un miedo... Siempre he detestado la idea del escritor que se aisla, ese escritor que rompe con todo, que vive en su mundo de corcho, Proust en los últimos años. A mí, esa idea me espanta. Y creo que me espanta porque justamente esa ruptura con la realidad es lo que llamamos la locura, vivir en un enclave totalmente cortado de lo que es la vida real. Eso no me ha gustado como escritor, no me gusta como literatura, la llamada literatura de pura evasión, y al mismo tiempo sé que no puede haber literatura sin esa dimensión, la dimensión de alojarse, de distanciarse, de tomar una perspectiva imaginaria sobre el mundo real.

- La locura, por cierto, es sentirse distinto a todos. Lo que más me gusta de su última novela son las furiosas diatribas que se suelta don Rigoberto contra el mundo, y la más deliciosa de todas es la reivindicación que hace de las fobias. Hace una loa don Rigoberto de la individualidad y las manías personales, pero también dice que de joven la idea de ser diferente le abrumaba y le hacía sentirse "anormal". Desde luego, sentirse distinto siendo niño es aterrador.

- Yo recuerdo muchísimo lo que significó para mí llegar a Perú después de haber vivido mis diez primeros años en Bolivia, y entrar en el colegio en Piura y ser objeto de la burla generalizada por mi manera de hablar; yo hablaba como un serranito, pronunciaba las eses de los serranitos [adelanta el morro para hacer una demostración práctica], schhh, schhh, schhh, y eso provocaba realmente la hilaridad de mis compañeros. ¡Y qué angustia experimentaba yo al sentirme un apestado! Me pasó cada vez que cambiaba de colegio, cada vez que cambiaba de amigos, cada vez que cambiaba de barrio. El sentirme distinto no era un motivo de orgullo, sino al contrario, de vergüenza, de complejos... Ahora más bien pienso que eso es una manifestación de independencia y que debería ser reivindicado, pero lo cierto es que no ocurre así, porque siempre hay una sanción social contra el que es diferente.

- Usted precisamente siempre ha ido a contrapié de todos. Contra viento y marea, como dice el título de su libro de ensayos. Recuerdo ahora aquella escena de su padre pegándole y usted pidiendo perdón. Es como si a partir de entonces se hubiera prometido no volver a traicionarse a sí mismo por miedo...

- Ah, sí. Nunca más volver a vivir esa humillación terrible de negarte a ti mismo por cobardía.

- Pero es que mirando su trayectoria pública parecería que cada vez que olfatea usted una situación que pudiera traerle alguna incomodidad se mete usted de bruces en ella, como si no se pudiera permitir temer o eludir esa incomodidad.

- Pues no sé, a lo mejor, quizá venga de ahí. Lo que siempre he creído es que si mi padre no hubiera impuesto su autoridad de esa manera tan violenta, casi brutal, sobre mí, probablemente yo no tendría esa resistencia visceral a toda forma de autoritarismo e imposición violenta y arbitraria, es algo que me subleva, creo que una de las pocas cosas en las que creo haber mantenido toda mi vida una coherencia política absoluta es en ese rechazo digamos visceral contra la imposición autoritaria.

- Pero es que va usted el pasado mes de enero a Barcelona a dar una conferencia, por ejemplo, y aprovecha para decirles que están mucho peor que antes por culpa del nacionalismo.

-Sí, pero tampoco ando provocando profesionalmente... no es algo que me halague, ni una situación que busco deliberadamente, ni... Pero sí es cierto que a menudo me veo en una situación así como comprometida, polémica...

- Por otra parte, su manera de plantear las cosas es tan vehemente que parece más intolerante en el modo que en el fondo. Es tan tajante que excita en su interlocutor la postura contraria. Lo convierte en un antagonista.

-Sí, sí, sí. Me lo han dicho muchas veces. Que hay una excesiva rotundidad en las cosas que defiendo. Yo estoy lleno de dudas sobre muchas cosas, pero... Las cosas que creo sí las defiendo con mucha convicción. Y vivimos en un mundo en donde la moderación no es la norma. En este mundo, todo nos impulsa a un extremismo que yo trato de combatir racionalmente, je, je, je, creo que eso es malísimo, que hace un daño tremendo, que es incompatible con cosas que pienso y que defiendo, como la democracia; el extremismo es exactamente la negación de la coexistencia, que exige concesiones, que exige tolerancia. Y sin embargo... Es verdad, es cierto.

- Esa intolerancia formal, ¿no vendrá de algún modo heredada del autoritarismo de su padre?

- Esas cosas pasan, por supuesto. Justamente aquello que rechazas profundamente es algo que de algún modo llevas dentro. Mis simpatías y antipatías tienden a ser extremas y totalitarias. Es algo que yo detesto, pero se da así. Me gustaría cambiar mi vehemencia, pero lo que pasa es que, a pesar de los años, la vehemencia siempre está ahí, y siempre aparece, y a veces en las ocasiones más inoportunas.

- Es una de las bestias personales.

- Sí, es una especie de demonio que está ahí y saca la cola flamígera en ciertas circunstancias, je, je.

Y de nuevo suelta esa risitabastón en la que se apoya, su desasosegada carcajada de tímido. Los años le sientan bien a Vargas Llosa: se le ve más sereno. Su proverbial guapeza juvenil tenía algo feroz, un perfil lobuno. Ahora parece más bien un pastor ovejero, canoso y lanudo. Le está saliendo el perrobueno que llevaba dentro (esas risas que son como ladridos) o incluso la oveja, por qué no; todos somos a la vez un poco un poco verdugos, depredadores de nosotros mismos, el lobo y la oveja en una sola pieza. Admiro de este hombre la escritura formidable y la honestidad, incluso cuando se pone ideológicamente virulento, exceso en el que incurre con cierta frecuencia. Truena Vargas Llosa, pero por detrás del espantoso ruido se sigue adivinando al peruanito del que todos los compañeros se reían por el modo en que hablaba, y de los que se vengó con su escritura. Hay algo que conmueve en este hombre: toda esa oscuridad bajo la brillantez , toda esa fragilidad bajo la fiereza. Truena Vargas Llosa, pero después no llegan los rayos, sino lluvia.

- Volviendo a esa escena fundamental del enfrentamiento con su padre, se diría que usted es un hombre que crece frente al castigo...

- Sí, creo que es una fórmula maravillosa de dignidad responder al desafío, e incluso romper los límites al responder.

- Esa actitud retadora le ha hecho pasar por momentos muy duros de abandono y rechazo. Sobre todo cuando firmó en 1971 el manifiesto en apoyo al escritor Padilla.

- Sucedió ya antes del caso Padilla, fue cuando la invasión de Checoslovaquia. Todo aquello fue duro, desde luego, porque perdí amigos y fui muy atacado, pero al mismo tiempo a mí me dio una libertad que me angustiaba haber perdido.

- Pero en aquellos años, finales de los sesenta, el medio literario e intelectual era muy izquierdista, así es que usted se quedó solo.

- Claro, el peligro era que cuando entrabas en conflicto con la izquierda corrías el riesgo de ser identificado con una derecha cavernaria y repelente, y entonces todo era mucho más difícil, y al final, claro, acababas siendo acusado absolutamente de todo. Pero mira, en el balance, la falta del malestar ético que experimenté fue algo impagable, un alivio tremendo. Yo había pasado por un período muy malo, sobre todo en el caso de Cuba, cuando había cosas que empezaba a ver que eran inaceptables y, sin embargo, yo callaba y firmaba manifiestos, porque había que hacerlo y porque no podías ser un escritor de izquierdas si no hacías esas cosas. Y eso me producía una mala conciencia atroz que yo creo que me hubiera perjudicado tremendamente como escritor. Así es que para mí fue una liberación extraordinaria. Creo que para escribir eso es muy importante, porque de otro modo te conviertes en un escritor instrumental, cosa que siempre me ha repugnado, ese escritor que lo que hace es reflejar unos intereses que están detrás de él, y de los que es un mero vocero.

- Cuando la escritura es lo más íntimo, lo más individual...

- Lo más personal, lo más auténtico que hay en su vida. Y además, lo mejor que uno tiene, porque a fin de cuentas lo mejor que tiene un escritor es su vocación; es lo único en lo que uno debería ser absolutamente intransigente, tratando de preservarlo como lo más coherente, lo más auténtico que hay en su vida. Si sacrificas eso, que es lo mejor que tienes, entonces, ¿qué puede quedar de ti? Te conviertes realmente en una especie de basura o trapo sucio.

Por Rosa Montero

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