EL PAÍS España, Miércoles 8 marzo 2000 - Nº 1404

MARIO VARGAS LLOSA / ESCRITOR
El imperio del miedo
Sol Alameda
"No podemos renunciar a los instintos. La violencia es humana"

La Fiesta del Chivo trata de los días finales de Leónidas Trujillo, el dictador dominicano que fue asesinado en 1961, a los 70 años, por un grupo de militares de su confianza ayudados por la CIA. Para escribir esta ficción, Vargas Llosa ha utilizado materiales históricos. Detrás de él hay una labor de investigación enorme, la lectura de todo lo que se ha escrito, y ha caído en sus manos, sobre el personaje.

No ha querido escribir un libro fiel a la historia. Ésa, dice, no es la función de la novela, sino mentir con conocimiento de causa, para poder elaborar y fantasear a partir de una realidad. Ha respetado los hechos capitales de la dictadura de Trujillo, los episodios relativos a su muerte, a la violencia y al caos que continuó después, pero ha inventado personajes, y a algunos de los reales les ha dado un tratamiento novelesco. Vargas Llosa es generoso con los periodistas, concede entrevistas a menudo y no parece cansarse de responder preguntas. Ahora que aparece su nuevo libro le esperan unos meses de realizar esa tarea. Es la ineludible promoción.

"Sí, es pesado. Tal vez debí hacer como García Márquez, que se negó desde el primer momento, y ya es sabido por todo el mundo que no concede entrevistas ni hace presentaciones, así que le dejan tranquilo. Pero yo no lo hice, y aquí estoy, dispuesto".

Muchas de sus respuestas acaban con una risa, como si en parte las quisiera desmentir o añadir un nuevo matiz a sus opiniones. Esa risa, llena de dientes como teclas de un piano, también sugiere que en el fondo no le gusta tomarse demasiado en serio muchas cosas, con la excepción de la literatura y la política, de la que no parece poder prescindir.

Ése es su lado más antipático: sus opiniones, siempre defendiendo las posturas de la derecha y el liberalismo económico, en artículos de prensa o en cuanto alguien le pregunta. Una actitud que, vista desde fuera, parece innecesaria para un escritor de su talla, y que le convierte en un cruzado de sus ideas; alguien dispuesto a cambiar el mundo, de hacerlo a su medida. Tal vez nada de esto sea tan chocante, ni sea tan contradictorio que sienta esa pasión que confiesa por la literatura y, al mismo tiempo, quisiera ser presidente de su país, Perú, intento que supuso un fracaso.

Vargas Llosa es un hombre de largo entendimiento, con quien es un placer hablar de sus libros y autores preferidos; es alguien que sabe disfrutar de la vida, pero a quien, como él mismo dice en esta entrevista, le gustan los escritores deicidas, los que se atreven a competir con Dios en sus libros, los que son capaces de crear un mundo.

Los que mataron a Trujillo eran personas ligadas a él.

Sí, y cómplices del trujillismo decepcionados, resentidos.

Llama la atención que no traten de cambiar las cosas; no les mueven razones políticas, sino personales.

Es la parte humana de la historia. La interpretación siempre atribuye motivos ideológicos, pero la realidad es que, cuando uno baja al nivel individual, lo que uno descubre es algo mucho más subjetivo; es la dictadura vivida como un sufrimiento, como un rencor, como una necesidad de desquite.

No hay buenos en su historia.

Ni malos absolutos, sino esas situaciones en las que uno puede llegar a ser muy malo y otras en las que de pronto puede surgir la generosidad y el heroísmo. Trujillo ¿por qué llega a esos extremos de crueldad vertiginosa? Porque acumulaba un poder vertiginoso. Le ocurre lo que le ocurrió a Nerón, a todos los que han sido grandes dictadores, que pueden convertirse en monstruos. Y llegan a acumular ese poder porque hay una abdicación de su pueblo a la resistencia, a frenar esos excesos.

El personaje de Urania, con la que empieza y acaba el libro, y que es un contrapunto de la historia, ¿es inventado?

Es un personaje basado en muchas experiencias concretas. De La fiesta del Chivo, lo que más me fascinó es la relación subjetiva que llega a establecerse entre el dictador y su pueblo. Esa especie de vasallaje espiritual, que va más allá de la simple servidumbre, por culpa de la coacción o el temor. Es el mundo de los caudillos militares, quizá lo que más se parece a una dictadura totalitaria. Llegan a controlar no sólo la esfera cívica, sino la familiar, la profesional.

Ésa es una de las hazañas de Trujillo: lograr tener ese control tan absoluto no sólo sobre las conductas, sino sobre las conciencias y hasta los sueños. Los padres llevaban a Trujillo a sus hijas, está completamente documentado. El secretario de Trujillo, que, dicho sea de paso, es una persona muy simpática, me contó que era un problema por la cantidad de padres que llevaban al generalísimo sus hijas. Era una manera de expresarle su admiración, y eso ocurría en los años cincuenta, no en la Edad Media. Es una de las cosas que me precipitó a tratar de entender ese fenómeno. Ni una sola de esas víctimas, y eso es interesante, de las que está comprobado que fueron sacrificadas, digamos, ha querido contarlo.

Igual que muchas mujeres violadas. ¿Por la misma razón?

Uno se pregunta si es por ese pudor de la víctima o si de alguna manera viven esa aberración que era el haber estado en contacto con la divinidad.

¿Quiere decir que les gustó?

¿No tenemos casos en nuestros días de gente que les gusta la esclavitud, que lamen las manos de aquellos que los azotan? Eso está tan generalizado… Y entre nosotros, no en países pobres y atrasados. Es un fenómeno que me horroriza y que por eso vuelve tanto a mis libros.

Usted ha dicho que si en una novela no hay violencia y sexo, no le interesa.

La novela es una representación de la vida, no de una parcela. Es la vida en su inmensa diversidad, complejidad. Y, para desgracia y fortuna nuestra, la vida esta hecha de violencia y de sexo de una manera primordial. No podemos renunciar a los instintos, que son un aspecto central de nuestra existencia. Uno de los aspectos es el sexo que conduce al placer, una cosa maravillosa de la comunicación entre los humanos, pero que también puede conducir a la violencia, y que es una de las caras que adopta la violencia. La violencia, que es uno de los temas centrales de esta novela, es un fenómeno humano, no es un fenómeno inhumano. Entre los animales no hay violencia; matan por comer, no matan porque haya un instinto de destrucción como hay en los seres humanos. Eso, dentro de un contexto político determinado, puede provocar, ya sabemos, los genocidios, que no son cosas del pasado. Si una novela es una representación de la vida no puede soslayar esos dos aspectos centrales de lo que es la condición humana. No digo que hay que complacerse en ellos, aunque hay algunos autores que a través de la novela encontraron una salida… Es lo que ocurre con el marqués de Sade.

¿Y cuál era su sentimiento al escribir esas páginas?

Pues un sentimiento curioso, de fascinación, de repulsión, y al mismo tiempo sentía la atracción que tiene eso; como dicen los franceses, la fascinación del barro. Hay una fascinación… digamos que por esos seres humanos que de pronto se convierten en seres demoniacos, por saber cómo llegaron allí. Es el mecanismo que está detrás de todo esto. Fue la escena más difícil del libro, la que más veces escribí; la hice y la deshice, porque me costaba verdadero esfuerzo hacerla verosímil. Ha sido el tour de force del libro.

¿Ha sentido el horror de Uranita y también lo que sentía Trujillo?

Cuando uno escribe una novela, y eso es lo maravilloso, uno es el torturador y el torturado. El violador y la violada. Uno es el testigo y la protagonista. La escena está contada desde Uranita, y el esfuerzo era el de tratar de prefigurar las imágenes y los sentimientos de esa niña joven.

Sobre los afanes sexuales de dictadores hemos tenido más noticia. Se ha comentado de Castro, de Torrijos. ¿Es una marca especial de los dictadores del trópico?

Yo le hice una entrevista a Torrijos, y la impresión que tengo de esa visita no es de él. Lo que queda en mi imaginación es una rubia de formas abundantes, una belleza tropical; una de sus amantes, aparentemente. Estaba en la casa como un objeto más del mobiliario, y a la que nunca me presentó, a pesar de que pasamos delante de ella, que estaba echada viendo una revista. Nunca se refirió a ella. Exactamente como si hubiera sido un perro, un gato, una lámpara. Era lo más fascinante, ver la relación de él con ese objeto sexual.

¿Esos excesos los provoca el poder?

Yo creo que es el ser humano…

¿Muchos hombres con ese poder hubieran hecho lo mismo?

La mayor parte lo han hecho. La vida sexual de los dictadores es muy rica en pormenores. Dictadores austeros sexualmente son pocos: Franco, Salazar y Hitler, quien da la impresión de que la pasión carnicera no le dejaba tiempo para la pasión sexual. Pero la mayor parte de los dictadores latinoamericanos, por efecto del machismo, han tenido un prontuario sexual muy abundante. No sólo era la búsqueda del placer, sino la afirmación de la virilidad. Coleccionar mujeres era una manera de afirmar su hombría, su poder, y de mantener el mito. El dictador no sólo es el fuerte; es el chivo, el gran fornicador. Es el macho cabrón. A Trujillo le decían El Chivo por eso. Ha sucedido con muchos dictadores. A Stalin le gustaba más el alcohol que las mujeres, pero digamos que le gustaba mucho fornicar. Y Mao: ahora se ha revelado cuánto le gustaban las niñas, que practicaba la ninfomanía de manera colectivista. Por eso es que el poder hay que limitarlo, reducirlo al mínimo, porque cuando a un ser humano se le da todo el poder aparece la crueldad.

Creo que de los personajes de su novela, salvando la crueldad de Trujillo, Balaguer es el que me cae más antipático.

Unos amigos dominicanos dicen que el personaje principal de la novela es Balaguer, no Trujillo.

Acabó triunfando, lleva más años en el poder de los que estuvo Trujillo.

Tiene 91 años, está ciego y en cierto modo sigue siendo el factótum de la política en su país. Hay un movimiento para que sea otra vez candidato a la presidencia de la república.

A usted, ¿cuál es el personaje que menos le gusta?

Tengo la obligación moral de querer a todos mis personajes. Y a todos les doy el tratamiento más objetivo posible. Es muy importante para no caer en la caricatura, en la literatura de propaganda. En eso soy flaubertiano. El escritor debe ser en una novela como Dios en el universo: estar en todas partes y no ser visible en ninguna. Para que una novela convenza al lector, éste no debe sentir que los personajes están movidos por unos hilos, que un autor los manipula para promover determinadas ideas. Yo tengo mis ideas, las defiendo en mis artículos, pero al escribir una novela hago un esfuerzo de despersonalización de la historia, porque depende de eso que una novela tenga vida propia. Los personajes tienen que parecer libres para que el lector crea en ellos.

Hugh Thomas me decía, hablando de Franco, que no había escrito un libro sobre él porque no le apetecía la idea de pasarse años con un personaje que no le gustaba y por quien acabaría sintiendo, después de un trato prolongado con su biografía, cierta empatía que ese trato hace inevitable.

La historia tiene la obligación moral de decir la verdad, pero la literatura tiene su verdad, que depende de su poder de convicción. Uno trabaja con mucha más libertad sin esa limitación que es el respeto a la verdad histórica. La verdad de la literatura es de otra índole. Tolstói escribió esa obra maestra absoluta que es Guerra y paz, y fue irrespetuoso con la verdad sobre las guerras napoleónicas, sobre la personalidad de los generales, y escribió una obra maestra absoluta, que nos dice más sobre la guerra y el poder, sobre cómo reverbera en la mujer y en el hombre la atrocidad de las conquistas. Ése es el poder de la literatura, y su anécdota es un pretexto para hablar de la condición humana.

Lo que acaba siendo el tema de su novela es que la dictadura lo pudre todo, incluso después de la muerte del dictador.

Eso es muy exacto. La dictadura no es sólo la violencia que se ejerce contra una población inerme, no es tampoco la mentira; es, sobre todo, la corrupción generalizada, donde es imposible mantener una dignidad, una honra personal, porque uno está obligado a entrar en los mecanismos de impostura. Y ése es el legado peor para las futuras generaciones. Los dictadores mueren, pero la herencia sigue.

Por ejemplo, ahí sigue Balaguer.

Bueno, hay progreso. Me dio gusto leer unas declaraciones del presidente del Banco Mundial, que decía que, comparativamente, la República Dominicana era el país que ha progresado más en los últimos años.

Yo estuve allí hace unos años, y en cuanto sales de Puerto Plata, la Romana, del centro, y vas por las calles, la pobreza es enorme, supongo que similar a la que hubo con Trujillo.

Es mucha pobreza, sigue siendo terrible, pero se ha reducido algo. Hay una industria turística, hay progreso y una apertura. La sociedad es más abierta, existe una diversidad política e intelectual. Claro que si uno mira esos progresos desde el ideal, está muy lejos todavía.

Y los ricos siguen siendo los mismos que en tiempos de Trujillo. No hay una dictadura, es verdad, pero…

Lo que hay es una democracia imperfecta, como en toda América Latina, en los países que hay democracia. No puede haber una democracia perfecta en países donde los que tienen poco son la inmensa mayoría, los que tienen mucho son la inmensa minoría y en medio no hay casi nada. Eso crea una dificultad terrible para que surjan instituciones democráticas. Pero hay un progreso en el contexto latinoamericano bastante importante.

"El erotismo requiere una cultura muy decantada"

En algún país de la zona, las grandes cifras económicas son estupendas y el Banco Mundial les felicita, pero no hay más que mirar alrededor para ver que ese cambio económico no ha llegado a la gente común.

Ha habido mejoras que no se ven desde un país avanzado, pero son reales desde la perspectiva de quien ha vivido el horror. Son avances pequeños, pero no reconocerlos es caer en la caricatura. Ésa es una visión tremendista y artificial de lo que es la realidad del Tercer Mundo, que por desgracia está muy extendida en Europa.

No quiero hablar de política con usted, me lo había prometido a mí misma. Ya sabemos lo que piensa a través de sus artículos. Así que, dígame, ¿escribir sigue siendo una orgía perpetua?

Sí. El placer de los placeres.

¿Sigue siendo lo que le salva de la vida?

Sí. La literatura es lo que me da equilibrio, un orden psíquico y mental.

Si no escribiera, ¿dónde estaría?

En un sanatorio mental, o me habría volado la tapa de los sesos. La literatura me da el orden, escribir me organiza el mundo. Escribir y leer, que son el anverso y el reverso de una misma cosa. Y cada vez me convenzo más de que la literatura no sólo es un entretenimiento y un placer supremo, sino una actividad imprescindible para que tengamos una rica vida interior, para desarrollar un espíritu crítico, para que no mantengamos un asentimiento frente a la realidad, para que estemos conscientes de que el mundo está lleno de deficiencias, que aquello que vivimos no puede colmar nuestras expectativas. Por eso, una de mis batallas es tratar de convencer al mayor número posible de gente de que hay que defender la literatura, porque de ello depende que el mundo del futuro sea un mundo rico en sensibilidad, y todavía libre. La literatura es una garantía de libertad porque no puede ser manipulada como puede serlo toda la actividad de los medios.

Ése es uno de los peligros de la globalización, que usted tanto defiende…

La literatura es fundamental para mantener viva una actitud crítica frente a la realidad y el mundo, y para mantener un lenguaje renovado, riguroso.

¿Piensa que la libertad de información es cada vez menor en la prensa o la televisión?

La gente habla cada vez peor, porque lee poco y ve mucho la televisión, y su lenguaje es mínimo.

¿La literatura se puede manipular menos?

Sí. Por eso hay que defenderla; también por eso. Gracias a la literatura podemos disponer de cosas tan importantes como el espíritu crítico y la libertad humana.

¿La literatura vista como un contrapoder?

Sin duda, es un contrapoder.

¿Algo parecido a una ONG?

Así es. Pero hay estadísticas terribles. En una de la Sociedad de Autores de España se dice que la mitad de los españoles, de un país moderno, no compra ni lee nunca un libro. Eso es para ponerse nervioso. Son las mujeres quienes están salvando la literatura, los hombres cada vez leen menos.

Creo que usted ha amado a muchas mujeres.

Bueno, imaginariamente sí. Las mujeres siempre me han gustado mucho; tanto como la literatura no sé, pero sí, me han gustado mucho. Pero tengo una vida tan ocupada que son placeres imaginarios, más que reales ya. Me gustan las mujeres y no tengo ninguna vergüenza en decirlo, pero mi mujer no tiene ningún espíritu deportivo, así que estoy obligado a mantener una gran prudencia verbal al hablar de mi vida sentimental. ¡Ja, ja, ja!

Enamorado ¿se escribe mejor?

El amor enriquece el mundo, justifica todo, incluso las penalidades, los sufrimientos. Todo se justifica cuando uno está enamorado.

¿Y distrae para escribir?

Sí distrae, sí. La pasión es exclusivista, no admite ser compartida. Cuando se vive el punto neurálgico de la pasión no creo que uno esté en buena disposición para crear. Hay una frase que es un poco grosera de una carta de Flaubert a un amigo suyo, cuando escribía Madame Bovary. Su amigo le pide consejo, y le dice: oye, cuidado con las mujeres, con el sexo; tienes que concentrar toda tu pasión en lo que haces; en todo caso, tírate a tu tintero. Porque la literatura es una pasión. No sólo resulta del conocimiento del dominio de una técnica; sale del vientre, sale de la interioridad de los instintos. Es como el amor. Detrás de una creación hay esa pasión vivida a todos los niveles. Es como una pasión amorosa.

¿Cree que la pasión es cosa de gente joven?

Ésa es una infame calumnia. Ahora que estoy llegando a la edad de no tan joven, mis pasiones son tan ricas, tan estimulantes como cuando era un adolescente. Además están enriquecidas por la experiencia. Creo que hay ciertas actividades, y una de ellas es la novela -no la poesía, que puede ser precoz-, que exige una experiencia acumulada. Y el erotismo también lo exige, requiere una cultura muy decantada.

¿Recuerda alguna pasión amorosa que le impidiera escribir?

Sí. No le puedo decir cuál, pero viví una pasión amorosa en la que llegué a sentir por única vez en mi vida que la vida no tenía sentido. Estuve dispuesto a hacer dos imbecilidades; una, suicidarme, y otra, enrolarme en la Legión Extranjera.

¿Era entonces cuando leía sin tino Mamade Bovary para encontrar consuelo?

Sí. ¿Cómo se acuerda? Es verdad. Pasé incluso por delante de la oficina de la inscripción de la Legión.

¿Y por qué la única salida era el suicidio?

No le puedo decir, eso no. Pero es la única vez en mi vida en que consideré que la vida no merecía la pena de ser vivida, algo completamente estúpido. La vida es lo más maravilloso que existe.

¿Y cómo era aquella dama?

No, no. ¡Ja, ja, ja! Es un tema que me reservo para mi vejez, para cuando ya no tenga tanta imaginación y tenga que vivir de mis recuerdos. Ésa es la ventaja de los escritores, que cuando la imaginación se apaga, queda la memoria, que es un arca llena de tesoros a los que uno puede recurrir en un momento dado.

Almodóvar decía el otro día: "A veces pienso que hago ciertas cosas para luego poder contarlas en las películas". ¿Le ha sucedido algo así?

Lo que sí me pasa es que a veces pienso: esto puede serme valioso. Y es también una manera de defenderse contra la experiencia. Un escritor tiene esa ventaja, de que, por más dolorosa que sea una experiencia, tiene esa defensa secreta del dolor, porque piensa que ése es un material, un barro que le sirve para crear una ficción. Me acuerdo de una carta de Flaubert a un amigo cuya madre se había muerto. Flaubert le da el pésame y dice: "Por otra parte, te envidio, porque esa experiencia que estás viviendo, de dolor, qué rico material para escribir". Parece una cosa muy fría, pero es muy real, porque la materia de un escritor es lo que ha vivido. Hay escritores que provocan experiencias, que viajan para ver; a mí no me sucede. Lo que me maravilla de la literatura es que la experiencia vivida, en un momento dado, sin quererlo y sin saberlo, le impone a uno ciertos temas de un modo muy misterioso. Todo lo que yo he escrito ha nacido de una forma involuntaria y ha partido siempre de una experiencia vivida, con la que he comenzado a fantasear.

Cuando, como usted, uno es un autor consagrado, ¿resulta difícil elegir un tema?

Resulta difícil escribir. Llevar tantos años haciéndolo no me ha dado una seguridad. Me ha dado un convencimiento de que si persevero termino la historia, pero la inseguridad que vivo cuando tomo los primeros apuntes y escribo el primer borrador es igual a la que sentía cuando comencé a escribir. No tengo la mínima seguridad, me siento desvalido.

¿Por las mismas razones que al principio o por otras diferentes?

La inseguridad consiste en que no sabes si eso va a funcionar, si se va a levantar, si va a empezar a tener vida propia. El comienzo de toda novela es una lucha contra la inseguridad, en busca de una confianza que sólo llego a tener cuando he terminado el primer borrador. Entonces ya sí me siento más seguro y trabajo con mucho más entusiasmo.

¿Y eso le sucede a pesar de que, seguramente, y usted lo sabe, ese libro que está escribiendo va a tener éxito?

Es que el éxito, lo que uno quiere es encontrarlo cuando está sentado ante la mesa. El éxito es que, en un momento dado, uno diga: ahí está, ahí apareció. Ése es un placer incomunicable, yo no puedo describir esa sensación de sentirse colmado, justificado en la existencia; es un placer único, espiritual y físico a la vez. Y si la crítica es buena, uno está mucho más contento que si es mala, y si se venden muchos ejemplares; pero eso ya es la literatura en sociedad, y yo estoy hablando de otra cosa. De ese placer privado y raro, muy difícil de describir. Hay un verso muy bonito de Kavafis dedicado a Ítaca. Él dice: emprende el viaje a Ítaca, pero demórate lo más que puedas, haz muchas escalas, teniendo siempre presente tu isla, la que estás buscando. Al final, dice, llegas a Ítaca, y ¿qué vas a descubrir? Que la verdadera Ítaca era el viaje. Es un poema maravilloso para describir lo que es escribir. Al final, cuando el libro esta ahí, lo maravilloso han sido esos meses, años, construyéndolo, sacando esa historia de la nada, modelando esos personajes. Ése es el gran premio, siempre lo es. Es como el amor, que uno ama a una mujer, vive una pasión y, en un momento dado, eso se consuma. Eso es muy difícil de comunicar, se vuelve como ridículo cuando se expone a la luz pública. Lo mismo pasa con la literatura.

Ustedes, entre escritores ¿hablan de esto?

Entre los escritores hay como una prudencia para no herir susceptibilidades. En general, es una relación bastante difícil, salvo entre los amigos estrechos. Los escritores, cuando se reúnen, suelen hablar de política y de dinero.

A estas alturas ¿sigue siendo Flaubert el espejo donde se mira?

Le debo muchísimo a Flaubert. Me deslumbró como escritor y me ayudó a ser el escritor que soy. La disciplina me la enseñó él, ciertas ideas básicas sobre lo que es una historia, sobre cómo construir una novela, y la manera de dar soberanía a un mundo de ficción.

¿Qué le enseñó Faulkner?

Me enseñó cómo todas las historias pueden ser las mejores y las peores del mundo, según las palabras en que se encarnan, según la manera como organiza un autor los tiempos, los efectos y las causas; la perspectiva desde la cual se cuenta una historia. Cómo la forma puede dar profundidad, ambigüedad, sutileza o, al contrario, banalizar, idiotizar los temas, a los personajes. La importancia de la forma es algo que descubrí leyendo a Faulkner. Y también el aliento épico, que yo descubrí en sus novelas y que me permitió reconocer una predisposición mía. Es un autor que admiro, y cada vez me convenzo más de que es, en el siglo XX, el equivalente de los maestros del XIX, de un Balzac, o de un Dickens, o de un Flaubert, que son a su vez los grandes equivalentes de los maestros clásicos, como Cervantes. Ésos son los que compitieron con la realidad de igual a igual. Hoy los escritores tienen miedo de competir con la realidad de igual a igual, les parece una cosa muy pretenciosa, prefieren la obra perfecta de tono menor. Es la literatura light, de la que no soy muy partidario.

Y Hemingway, ¿qué le parece?

Fui entusiasta de él, pero ha envejecido, y ahora creo que su obra más importante es ese relato pequeño del final, que es El viejo y el mar. Las novelas que nos parecieron tan importantes son muy difíciles de releer. Lo he intentado con Por quién doblan las campanas y se me cayó de las manos. Es artificial, caricaturizada, es muy difícil creer en ella.

¿Fitzgerald sigue gustándole?

Me parece muy buen escritor, pero nunca pensé que fuera un genio. Las novelas son muy bonitas, y era un hombre que tenía un gran oficio. Pero su horizonte, en comparación con Faulkner o con Dos Passos, el mundo de Fitzgerald es mucho más limitado. Digamos que es delicado, fino, pero sin ese gran vuelco visionario. Es un mundo de formato menor.

A veces se teme volver a leer un libro que te gustó mucho porque quizá ya no te guste tanto.

Sí, me pasó con Hemingway. Y nunca me he atrevido a releer Los tres mosqueteros, que leí de niño con tanto deslumbramiento; tengo terror de volver a leerlo. Hay dos cosas que no me he atrevido a hacer: leer Los tres mosqueteros y volver a ver la película Sangre y arena. Esa película llenó mi infancia.

Con Joyce ¿qué relación tiene, lo admira tanto como a Faulkner?

Creo que Faulkner no hubiera sido posible sin Joyce. Jamás hubiera hecho lo que hizo con la forma narrativa sin Joyce, que es el padre de la novela del siglo XX. Si hay que nombrar una novela que haya revolucionado enteramente la técnica de narrar, de construir una historia, Joyce es el maestro absoluto. Su novela es ante todo para novelistas. Un novelista de nuestra época no puede escribir una novela sin haber leído a Joyce, sin haber recibido directa o indirectamente su lección. Es como Cervantes en su tiempo, o como Tolstói; creó un instrumental para poder representar la realidad a través de la ficción. Todos somos sus deudores. Hay muy buenos escritores que no han sido renovadores del género, que son deudores más bien. Por ejemplo, un escritor extraordinario para mí es Leopoldo Alas, autor de La Regenta, pero el revolucionario fue Flaubert, y él lo aprovechó de una manera muy creativa.

¿La Regenta no hubiera existido sin Madame Bovary?

No hubiera podido. La Regenta es una Madame Bovary española. Es una gran novela, la mejor, para mí, del siglo XIX español, pero esa novela es posible gracias a Flaubert. Exactamente del mismo modo que las novelas de Faulkner son posibles gracias a Joyce, y no hay duda sobre eso. Me gusta mucho La Regenta, es ambiciosa y convincente, pero Madame Bovary es una novela insuperable. También me gusta mucho Fortunata y Jacinta, donde hay esa creación del mundo a través del cual un escritor comete deicidio, se atreve a competir con la realidad como un dios; para rehacerla, modificarla, transformarla. No hay muchos novelistas que hayan sido eso, y son los que yo admiro más.

¿Le ha sucedido que al leer a otro escritor que le gustara mucho se haya quedado paralizado por creerse incapaz de escribir como él?

Eso lo entiendo muy bien. Por ejemplo, me sucedió con Moby Dick, que cuando terminé de leerla sentía una sensación de terror. Era avasalladora, me dejó aplastado, diciendo: ya no, para qué, cómo me atrevo a coger una pluma. Pero creo que al final, cuando uno lee una gran novela, uno siente una especie de desasosiego, hormigueo, que acaba siendo muy estimulante.

¿Qué libro le hubiera gustado escribir?

Muchos, el Tirant lo Blanc, que admiro desde joven. A todo escritor, sobre todo de nuestra lengua, le hubiera gustado escribir el Quijote. Y también Madame Bovary y Guerra y paz. Y admiro enormemente La condición humana, de Malraux. Me hubiera gustado escribir todas las novelas que me han gustado.

¿Cómo se lleva con la posteridad, con la idea de imaginar qué sucederá con los libros que ha escrito?

Creo que al final, si uno trata de rastrear cuáles son las razones secretas de su vocación, supongo que la posteridad importa. Un afán de supervivencia, de dejar algo que lo sobreviva a uno. Algo de eso hay en una vocación. Pero hacerse preguntas que no tienen respuestas siempre me ha dado la sensación de que es perder el tiempo. Así que hay que evitarlo.

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