| Muchas de sus respuestas acaban con una risa, como si
        en parte las quisiera desmentir o añadir un nuevo matiz
        a sus opiniones. Esa risa, llena de dientes como teclas
        de un piano, también sugiere que en el fondo no le gusta
        tomarse demasiado en serio muchas cosas, con la
        excepción de la literatura y la política, de la que no
        parece poder prescindir. Ése es su lado más
        antipático: sus opiniones, siempre defendiendo las
        posturas de la derecha y el liberalismo económico, en
        artículos de prensa o en cuanto alguien le pregunta. Una
        actitud que, vista desde fuera, parece innecesaria para
        un escritor de su talla, y que le convierte en un cruzado
        de sus ideas; alguien dispuesto a cambiar el mundo, de
        hacerlo a su medida. Tal vez nada de esto sea tan
        chocante, ni sea tan contradictorio que sienta esa
        pasión que confiesa por la literatura y, al mismo
        tiempo, quisiera ser presidente de su país, Perú,
        intento que supuso un fracaso.  Vargas Llosa es un hombre de largo entendimiento, con
        quien es un placer hablar de sus libros y autores
        preferidos; es alguien que sabe disfrutar de la vida,
        pero a quien, como él mismo dice en esta entrevista, le
        gustan los escritores deicidas, los que se atreven a
        competir con Dios en sus libros, los que son capaces de
        crear un mundo.  Los que mataron a Trujillo eran personas
        ligadas a él. 
 Sí, y cómplices del trujillismo decepcionados,
        resentidos.
 
 Llama la atención que no traten de cambiar las
        cosas; no les mueven razones políticas, sino personales.
 
 Es la parte humana de la historia. La interpretación
        siempre atribuye motivos ideológicos, pero la realidad
        es que, cuando uno baja al nivel individual, lo que uno
        descubre es algo mucho más subjetivo; es la dictadura
        vivida como un sufrimiento, como un rencor, como una
        necesidad de desquite.
 
 No hay buenos en su historia.
 
 Ni malos absolutos, sino esas situaciones en las que uno
        puede llegar a ser muy malo y otras en las que de pronto
        puede surgir la generosidad y el heroísmo. Trujillo
        ¿por qué llega a esos extremos de crueldad vertiginosa?
        Porque acumulaba un poder vertiginoso. Le ocurre lo que
        le ocurrió a Nerón, a todos los que han sido grandes
        dictadores, que pueden convertirse en monstruos. Y llegan
        a acumular ese poder porque hay una abdicación de su
        pueblo a la resistencia, a frenar esos excesos.
 
 El personaje de Urania, con la que empieza y
        acaba el libro, y que es un contrapunto de la historia,
        ¿es inventado?
 
 Es un personaje basado en muchas experiencias concretas.
        De La fiesta del Chivo, lo que más me fascinó
        es la relación subjetiva que llega a establecerse entre
        el dictador y su pueblo. Esa especie de vasallaje
        espiritual, que va más allá de la simple servidumbre,
        por culpa de la coacción o el temor. Es el mundo de los
        caudillos militares, quizá lo que más se parece a una
        dictadura totalitaria. Llegan a controlar no sólo la
        esfera cívica, sino la familiar, la profesional.
 
 Ésa es una de las hazañas de Trujillo: lograr tener ese
        control tan absoluto no sólo sobre las conductas, sino
        sobre las conciencias y hasta los sueños. Los padres
        llevaban a Trujillo a sus hijas, está completamente
        documentado. El secretario de Trujillo, que, dicho sea de
        paso, es una persona muy simpática, me contó que era un
        problema por la cantidad de padres que llevaban al
        generalísimo sus hijas. Era una manera de expresarle su
        admiración, y eso ocurría en los años cincuenta, no en
        la Edad Media. Es una de las cosas que me precipitó a
        tratar de entender ese fenómeno. Ni una sola de esas
        víctimas, y eso es interesante, de las que está
        comprobado que fueron sacrificadas, digamos, ha querido
        contarlo.
 
 Igual que muchas mujeres violadas. ¿Por la misma
        razón?
 
 Uno se pregunta si es por ese pudor de la víctima o si
        de alguna manera viven esa aberración que era el haber
        estado en contacto con la divinidad.
 
 ¿Quiere decir que les gustó?
 
 ¿No tenemos casos en nuestros días de gente que les
        gusta la esclavitud, que lamen las manos de aquellos que
        los azotan? Eso está tan generalizado
 Y entre
        nosotros, no en países pobres y atrasados. Es un
        fenómeno que me horroriza y que por eso vuelve tanto a
        mis libros.
 
 Usted ha dicho que si en una novela no hay
        violencia y sexo, no le interesa.
 
 La novela es una representación de la vida, no de una
        parcela. Es la vida en su inmensa diversidad,
        complejidad. Y, para desgracia y fortuna nuestra, la vida
        esta hecha de violencia y de sexo de una manera
        primordial. No podemos renunciar a los instintos, que son
        un aspecto central de nuestra existencia. Uno de los
        aspectos es el sexo que conduce al placer, una cosa
        maravillosa de la comunicación entre los humanos, pero
        que también puede conducir a la violencia, y que es una
        de las caras que adopta la violencia. La violencia, que
        es uno de los temas centrales de esta novela, es un
        fenómeno humano, no es un fenómeno inhumano. Entre los
        animales no hay violencia; matan por comer, no matan
        porque haya un instinto de destrucción como hay en los
        seres humanos. Eso, dentro de un contexto político
        determinado, puede provocar, ya sabemos, los genocidios,
        que no son cosas del pasado. Si una novela es una
        representación de la vida no puede soslayar esos dos
        aspectos centrales de lo que es la condición humana. No
        digo que hay que complacerse en ellos, aunque hay algunos
        autores que a través de la novela encontraron una
        salida
 Es lo que ocurre con el marqués de Sade.
 
 ¿Y cuál era su sentimiento al escribir esas
        páginas?
 
 Pues un sentimiento curioso, de fascinación, de
        repulsión, y al mismo tiempo sentía la atracción que
        tiene eso; como dicen los franceses, la fascinación del
        barro. Hay una fascinación
 digamos que por esos
        seres humanos que de pronto se convierten en seres
        demoniacos, por saber cómo llegaron allí. Es el
        mecanismo que está detrás de todo esto. Fue la escena
        más difícil del libro, la que más veces escribí; la
        hice y la deshice, porque me costaba verdadero esfuerzo
        hacerla verosímil. Ha sido el tour de force del libro.
 
 ¿Ha sentido el horror de Uranita y también lo
        que sentía Trujillo?
 
 Cuando uno escribe una novela, y eso es lo maravilloso,
        uno es el torturador y el torturado. El violador y la
        violada. Uno es el testigo y la protagonista. La escena
        está contada desde Uranita, y el esfuerzo era el de
        tratar de prefigurar las imágenes y los sentimientos de
        esa niña joven.
 
 Sobre los afanes sexuales de dictadores hemos
        tenido más noticia. Se ha comentado de Castro, de
        Torrijos. ¿Es una marca especial de los dictadores del
        trópico?
 
 Yo le hice una entrevista a Torrijos, y la impresión que
        tengo de esa visita no es de él. Lo que queda en mi
        imaginación es una rubia de formas abundantes, una
        belleza tropical; una de sus amantes, aparentemente.
        Estaba en la casa como un objeto más del mobiliario, y a
        la que nunca me presentó, a pesar de que pasamos delante
        de ella, que estaba echada viendo una revista. Nunca se
        refirió a ella. Exactamente como si hubiera sido un
        perro, un gato, una lámpara. Era lo más fascinante, ver
        la relación de él con ese objeto sexual.
 
 ¿Esos excesos los provoca el poder?
 
 Yo creo que es el ser humano
 
 ¿Muchos hombres con ese poder hubieran hecho lo
        mismo?
 
 La mayor parte lo han hecho. La vida sexual de los
        dictadores es muy rica en pormenores. Dictadores austeros
        sexualmente son pocos: Franco, Salazar y Hitler, quien da
        la impresión de que la pasión carnicera no le dejaba
        tiempo para la pasión sexual. Pero la mayor parte de los
        dictadores latinoamericanos, por efecto del machismo, han
        tenido un prontuario sexual muy abundante. No sólo era
        la búsqueda del placer, sino la afirmación de la
        virilidad. Coleccionar mujeres era una manera de afirmar
        su hombría, su poder, y de mantener el mito. El dictador
        no sólo es el fuerte; es el chivo, el gran fornicador.
        Es el macho cabrón. A Trujillo le decían El Chivo por
        eso. Ha sucedido con muchos dictadores. A Stalin le
        gustaba más el alcohol que las mujeres, pero digamos que
        le gustaba mucho fornicar. Y Mao: ahora se ha revelado
        cuánto le gustaban las niñas, que practicaba la
        ninfomanía de manera colectivista. Por eso es que el
        poder hay que limitarlo, reducirlo al mínimo, porque
        cuando a un ser humano se le da todo el poder aparece la
        crueldad.
 
 Creo que de los personajes de su novela, salvando
        la crueldad de Trujillo, Balaguer es el que me cae más
        antipático.
 
 Unos amigos dominicanos dicen que el personaje principal
        de la novela es Balaguer, no Trujillo.
 
 Acabó triunfando, lleva más años en el poder
        de los que estuvo Trujillo.
 
 Tiene 91 años, está ciego y en cierto modo sigue siendo
        el factótum de la política en su país. Hay un
        movimiento para que sea otra vez candidato a la
        presidencia de la república.
 
 A usted, ¿cuál es el personaje que menos le
        gusta?
 
 Tengo la obligación moral de querer a todos mis
        personajes. Y a todos les doy el tratamiento más
        objetivo posible. Es muy importante para no caer en la
        caricatura, en la literatura de propaganda. En eso soy
        flaubertiano. El escritor debe ser en una novela como
        Dios en el universo: estar en todas partes y no ser
        visible en ninguna. Para que una novela convenza al
        lector, éste no debe sentir que los personajes están
        movidos por unos hilos, que un autor los manipula para
        promover determinadas ideas. Yo tengo mis ideas, las
        defiendo en mis artículos, pero al escribir una novela
        hago un esfuerzo de despersonalización de la historia,
        porque depende de eso que una novela tenga vida propia.
        Los personajes tienen que parecer libres para que el
        lector crea en ellos.
 
 Hugh Thomas me decía, hablando de Franco, que no había
        escrito un libro sobre él porque no le apetecía la idea
        de pasarse años con un personaje que no le gustaba y por
        quien acabaría sintiendo, después de un trato
        prolongado con su biografía, cierta empatía que ese
        trato hace inevitable.
 
 La historia tiene la obligación moral de decir la
        verdad, pero la literatura tiene su verdad, que depende
        de su poder de convicción. Uno trabaja con mucha más
        libertad sin esa limitación que es el respeto a la
        verdad histórica. La verdad de la literatura es de otra
        índole. Tolstói escribió esa obra maestra absoluta que
        es Guerra y paz, y fue irrespetuoso con la verdad sobre
        las guerras napoleónicas, sobre la personalidad de los
        generales, y escribió una obra maestra absoluta, que nos
        dice más sobre la guerra y el poder, sobre cómo
        reverbera en la mujer y en el hombre la atrocidad de las
        conquistas. Ése es el poder de la literatura, y su
        anécdota es un pretexto para hablar de la condición
        humana.
 
 Lo que acaba siendo el tema de su novela es que
        la dictadura lo pudre todo, incluso después de la muerte
        del dictador.
 
 Eso es muy exacto. La dictadura no es sólo la violencia
        que se ejerce contra una población inerme, no es tampoco
        la mentira; es, sobre todo, la corrupción generalizada,
        donde es imposible mantener una dignidad, una honra
        personal, porque uno está obligado a entrar en los
        mecanismos de impostura. Y ése es el legado peor para
        las futuras generaciones. Los dictadores mueren, pero la
        herencia sigue.
 
 Por ejemplo, ahí sigue Balaguer.
 
 Bueno, hay progreso. Me dio gusto leer unas declaraciones
        del presidente del Banco Mundial, que decía que,
        comparativamente, la República Dominicana era el país
        que ha progresado más en los últimos años.
 
 Yo estuve allí hace unos años, y en cuanto
        sales de Puerto Plata, la Romana, del centro, y vas por
        las calles, la pobreza es enorme, supongo que similar a
        la que hubo con Trujillo.
 
 Es mucha pobreza, sigue siendo terrible, pero se ha
        reducido algo. Hay una industria turística, hay progreso
        y una apertura. La sociedad es más abierta, existe una
        diversidad política e intelectual. Claro que si uno mira
        esos progresos desde el ideal, está muy lejos todavía.
 
 Y los ricos siguen siendo los mismos que en
        tiempos de Trujillo. No hay una dictadura, es verdad,
        pero
 
 Lo que hay es una democracia imperfecta, como en toda
        América Latina, en los países que hay democracia. No
        puede haber una democracia perfecta en países donde los
        que tienen poco son la inmensa mayoría, los que tienen
        mucho son la inmensa minoría y en medio no hay casi
        nada. Eso crea una dificultad terrible para que surjan
        instituciones democráticas. Pero hay un progreso en el
        contexto latinoamericano bastante importante.
 "El erotismo requiere una cultura
        muy decantada" En algún país de la zona, las
        grandes cifras económicas son estupendas y el Banco
        Mundial les felicita, pero no hay más que mirar
        alrededor para ver que ese cambio económico no ha
        llegado a la gente común. 
 Ha habido mejoras que no se ven desde un país avanzado,
        pero son reales desde la perspectiva de quien ha vivido
        el horror. Son avances pequeños, pero no reconocerlos es
        caer en la caricatura. Ésa es una visión tremendista y
        artificial de lo que es la realidad del Tercer Mundo, que
        por desgracia está muy extendida en Europa.
 
 No quiero hablar de política con usted, me lo
        había prometido a mí misma. Ya sabemos lo que piensa a
        través de sus artículos. Así que, dígame, ¿escribir
        sigue siendo una orgía perpetua?
 
 Sí. El placer de los placeres.
 
 ¿Sigue siendo lo que le salva de la vida?
 
 Sí. La literatura es lo que me da equilibrio, un orden
        psíquico y mental.
 
 Si no escribiera, ¿dónde estaría?
 
 En un sanatorio mental, o me habría volado la tapa de
        los sesos. La literatura me da el orden, escribir me
        organiza el mundo. Escribir y leer, que son el anverso y
        el reverso de una misma cosa. Y cada vez me convenzo más
        de que la literatura no sólo es un entretenimiento y un
        placer supremo, sino una actividad imprescindible para
        que tengamos una rica vida interior, para desarrollar un
        espíritu crítico, para que no mantengamos un
        asentimiento frente a la realidad, para que estemos
        conscientes de que el mundo está lleno de deficiencias,
        que aquello que vivimos no puede colmar nuestras
        expectativas. Por eso, una de mis batallas es tratar de
        convencer al mayor número posible de gente de que hay
        que defender la literatura, porque de ello depende que el
        mundo del futuro sea un mundo rico en sensibilidad, y
        todavía libre. La literatura es una garantía de
        libertad porque no puede ser manipulada como puede serlo
        toda la actividad de los medios.
 
 Ése es uno de los peligros de la globalización,
        que usted tanto defiende
 
 La literatura es fundamental para mantener viva una
        actitud crítica frente a la realidad y el mundo, y para
        mantener un lenguaje renovado, riguroso.
 
 ¿Piensa que la libertad de información es cada
        vez menor en la prensa o la televisión?
 
 La gente habla cada vez peor, porque lee poco y ve mucho
        la televisión, y su lenguaje es mínimo.
 
 ¿La literatura se puede manipular menos?
 
 Sí. Por eso hay que defenderla; también por eso.
        Gracias a la literatura podemos disponer de cosas tan
        importantes como el espíritu crítico y la libertad
        humana.
 
 ¿La literatura vista como un contrapoder?
 
 Sin duda, es un contrapoder.
 
 ¿Algo parecido a una ONG?
 
 Así es. Pero hay estadísticas terribles. En una de la
        Sociedad de Autores de España se dice que la mitad de
        los españoles, de un país moderno, no compra ni lee
        nunca un libro. Eso es para ponerse nervioso. Son las
        mujeres quienes están salvando la literatura, los
        hombres cada vez leen menos.
 
 Creo que usted ha amado a muchas mujeres.
 
 Bueno, imaginariamente sí. Las mujeres siempre me han
        gustado mucho; tanto como la literatura no sé, pero sí,
        me han gustado mucho. Pero tengo una vida tan ocupada que
        son placeres imaginarios, más que reales ya. Me gustan
        las mujeres y no tengo ninguna vergüenza en decirlo,
        pero mi mujer no tiene ningún espíritu deportivo, así
        que estoy obligado a mantener una gran prudencia verbal
        al hablar de mi vida sentimental. ¡Ja, ja, ja!
 
 Enamorado ¿se escribe mejor?
 
 El amor enriquece el mundo, justifica todo, incluso las
        penalidades, los sufrimientos. Todo se justifica cuando
        uno está enamorado.
 
 ¿Y distrae para escribir?
 
 Sí distrae, sí. La pasión es exclusivista, no admite
        ser compartida. Cuando se vive el punto neurálgico de la
        pasión no creo que uno esté en buena disposición para
        crear. Hay una frase que es un poco grosera de una carta
        de Flaubert a un amigo suyo, cuando escribía Madame
        Bovary. Su amigo le pide consejo, y le dice: oye, cuidado
        con las mujeres, con el sexo; tienes que concentrar toda
        tu pasión en lo que haces; en todo caso, tírate a tu
        tintero. Porque la literatura es una pasión. No sólo
        resulta del conocimiento del dominio de una técnica;
        sale del vientre, sale de la interioridad de los
        instintos. Es como el amor. Detrás de una creación hay
        esa pasión vivida a todos los niveles. Es como una
        pasión amorosa.
 
 ¿Cree que la pasión es cosa de gente joven?
 
 Ésa es una infame calumnia. Ahora que estoy llegando a
        la edad de no tan joven, mis pasiones son tan ricas, tan
        estimulantes como cuando era un adolescente. Además
        están enriquecidas por la experiencia. Creo que hay
        ciertas actividades, y una de ellas es la novela -no la
        poesía, que puede ser precoz-, que exige una experiencia
        acumulada. Y el erotismo también lo exige, requiere una
        cultura muy decantada.
 
 ¿Recuerda alguna pasión amorosa que le
        impidiera escribir?
 
 Sí. No le puedo decir cuál, pero viví una pasión
        amorosa en la que llegué a sentir por única vez en mi
        vida que la vida no tenía sentido. Estuve dispuesto a
        hacer dos imbecilidades; una, suicidarme, y otra,
        enrolarme en la Legión Extranjera.
 
 ¿Era entonces cuando leía sin tino Mamade
        Bovary para encontrar consuelo?
 
 Sí. ¿Cómo se acuerda? Es verdad. Pasé incluso por
        delante de la oficina de la inscripción de la Legión.
 
 ¿Y por qué la única salida era el suicidio?
 
 No le puedo decir, eso no. Pero es la única vez en mi
        vida en que consideré que la vida no merecía la pena de
        ser vivida, algo completamente estúpido. La vida es lo
        más maravilloso que existe.
 
 ¿Y cómo era aquella dama?
 
 No, no. ¡Ja, ja, ja! Es un tema que me reservo para mi
        vejez, para cuando ya no tenga tanta imaginación y tenga
        que vivir de mis recuerdos. Ésa es la ventaja de los
        escritores, que cuando la imaginación se apaga, queda la
        memoria, que es un arca llena de tesoros a los que uno
        puede recurrir en un momento dado.
 
 Almodóvar decía el otro día: "A veces
        pienso que hago ciertas cosas para luego poder contarlas
        en las películas". ¿Le ha sucedido algo así?
 
 Lo que sí me pasa es que a veces pienso: esto puede
        serme valioso. Y es también una manera de defenderse
        contra la experiencia. Un escritor tiene esa ventaja, de
        que, por más dolorosa que sea una experiencia, tiene esa
        defensa secreta del dolor, porque piensa que ése es un
        material, un barro que le sirve para crear una ficción.
        Me acuerdo de una carta de Flaubert a un amigo cuya madre
        se había muerto. Flaubert le da el pésame y dice:
        "Por otra parte, te envidio, porque esa experiencia
        que estás viviendo, de dolor, qué rico material para
        escribir". Parece una cosa muy fría, pero es muy
        real, porque la materia de un escritor es lo que ha
        vivido. Hay escritores que provocan experiencias, que
        viajan para ver; a mí no me sucede. Lo que me maravilla
        de la literatura es que la experiencia vivida, en un
        momento dado, sin quererlo y sin saberlo, le impone a uno
        ciertos temas de un modo muy misterioso. Todo lo que yo
        he escrito ha nacido de una forma involuntaria y ha
        partido siempre de una experiencia vivida, con la que he
        comenzado a fantasear.
 
 Cuando, como usted, uno es un autor consagrado,
        ¿resulta difícil elegir un tema?
 
 Resulta difícil escribir. Llevar tantos años
        haciéndolo no me ha dado una seguridad. Me ha dado un
        convencimiento de que si persevero termino la historia,
        pero la inseguridad que vivo cuando tomo los primeros
        apuntes y escribo el primer borrador es igual a la que
        sentía cuando comencé a escribir. No tengo la mínima
        seguridad, me siento desvalido.
 
 ¿Por las mismas razones que al principio o por
        otras diferentes?
 
 La inseguridad consiste en que no sabes si eso va a
        funcionar, si se va a levantar, si va a empezar a tener
        vida propia. El comienzo de toda novela es una lucha
        contra la inseguridad, en busca de una confianza que
        sólo llego a tener cuando he terminado el primer
        borrador. Entonces ya sí me siento más seguro y trabajo
        con mucho más entusiasmo.
 
 ¿Y eso le sucede a pesar de que, seguramente, y
        usted lo sabe, ese libro que está escribiendo va a tener
        éxito?
 
 Es que el éxito, lo que uno quiere es encontrarlo cuando
        está sentado ante la mesa. El éxito es que, en un
        momento dado, uno diga: ahí está, ahí apareció. Ése
        es un placer incomunicable, yo no puedo describir esa
        sensación de sentirse colmado, justificado en la
        existencia; es un placer único, espiritual y físico a
        la vez. Y si la crítica es buena, uno está mucho más
        contento que si es mala, y si se venden muchos
        ejemplares; pero eso ya es la literatura en sociedad, y
        yo estoy hablando de otra cosa. De ese placer privado y
        raro, muy difícil de describir. Hay un verso muy bonito
        de Kavafis dedicado a Ítaca. Él dice: emprende el viaje
        a Ítaca, pero demórate lo más que puedas, haz muchas
        escalas, teniendo siempre presente tu isla, la que estás
        buscando. Al final, dice, llegas a Ítaca, y ¿qué vas a
        descubrir? Que la verdadera Ítaca era el viaje. Es un
        poema maravilloso para describir lo que es escribir. Al
        final, cuando el libro esta ahí, lo maravilloso han sido
        esos meses, años, construyéndolo, sacando esa historia
        de la nada, modelando esos personajes. Ése es el gran
        premio, siempre lo es. Es como el amor, que uno ama a una
        mujer, vive una pasión y, en un momento dado, eso se
        consuma. Eso es muy difícil de comunicar, se vuelve como
        ridículo cuando se expone a la luz pública. Lo mismo
        pasa con la literatura.
 
 Ustedes, entre escritores ¿hablan de esto?
 
 Entre los escritores hay como una prudencia para no herir
        susceptibilidades. En general, es una relación bastante
        difícil, salvo entre los amigos estrechos. Los
        escritores, cuando se reúnen, suelen hablar de política
        y de dinero.
 
 A estas alturas ¿sigue siendo Flaubert el espejo
        donde se mira?
 
 Le debo muchísimo a Flaubert. Me deslumbró como
        escritor y me ayudó a ser el escritor que soy. La
        disciplina me la enseñó él, ciertas ideas básicas
        sobre lo que es una historia, sobre cómo construir una
        novela, y la manera de dar soberanía a un mundo de
        ficción.
 
 ¿Qué le enseñó Faulkner?
 
 Me enseñó cómo todas las historias pueden ser las
        mejores y las peores del mundo, según las palabras en
        que se encarnan, según la manera como organiza un autor
        los tiempos, los efectos y las causas; la perspectiva
        desde la cual se cuenta una historia. Cómo la forma
        puede dar profundidad, ambigüedad, sutileza o, al
        contrario, banalizar, idiotizar los temas, a los
        personajes. La importancia de la forma es algo que
        descubrí leyendo a Faulkner. Y también el aliento
        épico, que yo descubrí en sus novelas y que me
        permitió reconocer una predisposición mía. Es un autor
        que admiro, y cada vez me convenzo más de que es, en el
        siglo XX, el equivalente de los maestros del XIX, de un
        Balzac, o de un Dickens, o de un Flaubert, que son a su
        vez los grandes equivalentes de los maestros clásicos,
        como Cervantes. Ésos son los que compitieron con la
        realidad de igual a igual. Hoy los escritores tienen
        miedo de competir con la realidad de igual a igual, les
        parece una cosa muy pretenciosa, prefieren la obra
        perfecta de tono menor. Es la literatura light, de la que
        no soy muy partidario.
 
 Y Hemingway, ¿qué le parece?
 
 Fui entusiasta de él, pero ha envejecido, y ahora creo
        que su obra más importante es ese relato pequeño del
        final, que es El viejo y el mar. Las novelas que
        nos parecieron tan importantes son muy difíciles de
        releer. Lo he intentado con Por quién doblan las
        campanas y se me cayó de las manos. Es artificial,
        caricaturizada, es muy difícil creer en ella.
 
 ¿Fitzgerald sigue gustándole?
 
 Me parece muy buen escritor, pero nunca pensé que fuera
        un genio. Las novelas son muy bonitas, y era un hombre
        que tenía un gran oficio. Pero su horizonte, en
        comparación con Faulkner o con Dos Passos, el mundo de
        Fitzgerald es mucho más limitado. Digamos que es
        delicado, fino, pero sin ese gran vuelco visionario. Es
        un mundo de formato menor.
 
 A veces se teme volver a leer un libro que te
        gustó mucho porque quizá ya no te guste tanto.
 
 Sí, me pasó con Hemingway. Y nunca me he atrevido a
        releer Los tres mosqueteros, que leí de niño
        con tanto deslumbramiento; tengo terror de volver a
        leerlo. Hay dos cosas que no me he atrevido a hacer: leer
        Los tres mosqueteros y volver a ver la película
        Sangre y arena. Esa película llenó mi infancia.
 
 Con Joyce ¿qué relación tiene, lo admira tanto
        como a Faulkner?
 
 Creo que Faulkner no hubiera sido posible sin Joyce.
        Jamás hubiera hecho lo que hizo con la forma narrativa
        sin Joyce, que es el padre de la novela del siglo XX. Si
        hay que nombrar una novela que haya revolucionado
        enteramente la técnica de narrar, de construir una
        historia, Joyce es el maestro absoluto. Su novela es ante
        todo para novelistas. Un novelista de nuestra época no
        puede escribir una novela sin haber leído a Joyce, sin
        haber recibido directa o indirectamente su lección. Es
        como Cervantes en su tiempo, o como Tolstói; creó un
        instrumental para poder representar la realidad a través
        de la ficción. Todos somos sus deudores. Hay muy buenos
        escritores que no han sido renovadores del género, que
        son deudores más bien. Por ejemplo, un escritor
        extraordinario para mí es Leopoldo Alas, autor de La
        Regenta, pero el revolucionario fue Flaubert, y él
        lo aprovechó de una manera muy creativa.
 
 ¿La Regenta
        no hubiera existido sin Madame
        Bovary?
 
 No hubiera podido. La Regenta es una Madame
        Bovary española. Es una gran novela, la mejor, para
        mí, del siglo XIX español, pero esa novela es posible
        gracias a Flaubert. Exactamente del mismo modo que las
        novelas de Faulkner son posibles gracias a Joyce, y no
        hay duda sobre eso. Me gusta mucho La Regenta,
        es ambiciosa y convincente, pero Madame Bovary
        es una novela insuperable. También me gusta mucho Fortunata
        y Jacinta, donde hay esa creación del mundo a
        través del cual un escritor comete deicidio, se atreve a
        competir con la realidad como un dios; para rehacerla,
        modificarla, transformarla. No hay muchos novelistas que
        hayan sido eso, y son los que yo admiro más.
 
 ¿Le ha sucedido que al leer a otro escritor que
        le gustara mucho se haya quedado paralizado por creerse
        incapaz de escribir como él?
 
 Eso lo entiendo muy bien. Por ejemplo, me sucedió con Moby
        Dick, que cuando terminé de leerla sentía una
        sensación de terror. Era avasalladora, me dejó
        aplastado, diciendo: ya no, para qué, cómo me atrevo a
        coger una pluma. Pero creo que al final, cuando uno lee
        una gran novela, uno siente una especie de desasosiego,
        hormigueo, que acaba siendo muy estimulante.
 
 ¿Qué libro le hubiera gustado escribir?
 
 Muchos, el Tirant lo Blanc, que admiro desde
        joven. A todo escritor, sobre todo de nuestra lengua, le
        hubiera gustado escribir el Quijote. Y también Madame
        Bovary y Guerra y paz. Y admiro enormemente
        La condición humana, de Malraux. Me hubiera
        gustado escribir todas las novelas que me han gustado.
 
 ¿Cómo se lleva con la posteridad, con la idea
        de imaginar qué sucederá con los libros que ha escrito?
 
 Creo que al final, si uno trata de rastrear cuáles son
        las razones secretas de su vocación, supongo que la
        posteridad importa. Un afán de supervivencia, de dejar
        algo que lo sobreviva a uno. Algo de eso hay en una
        vocación. Pero hacerse preguntas que no tienen
        respuestas siempre me ha dado la sensación de que es
        perder el tiempo. Así que hay que evitarlo.
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