Rima LXXVI


    En la imponente nave
    del templo bizantino,
    vi la gótica tumba a la indecisa
    luz que temblaba en los pintados vidrios.

    Las manos sobre el pecho,
    y en las manos un libro,
    una mujer hermosa reposaba
    sobre la urna del cincel prodigio.

    Del cuerpo abandonado
    al dulce peso hundido,
    cual si de blanda pluma y raso fuera
    se plegaba su lecho de granito.

    De la sonrisa última
    el resplandor divino
    guardaba el rostro, como el cielo guarda
    del sol que muere el rayo fugitivo.

    Del cabezal de piedra
    sentados en el filo,
    dos ángeles, el dedo sobre el labio,
    imponían silencio en el recinto.

    No parecía muerta;
    de los arcos macizos
    parecía dormir en la penumbra
    y que en sueños veía el paraíso.

    Me acerqué de la nave
    al ángulo sombrío,
    con el callado paso que se llega
    junto a la cuna donde duerme un niño.

    La contemplé un momento
    y aquel resplandor tibio,
    aquel lecho de piedra que ofrecía
    próximo al muro otro lugar vacío.

    En el alma avivaron
    la sed de lo infinito,
    el ansia de esa vida de la muerte,
    para la que un instante son los siglos...

    Cansado del combate
    en que luchando vivo,
    alguna vez me acuerdo con envidia
    de aquel rincón oscuro y escondido.

    De aquella muda y pálida
    mujer me acuerdo y digo:
    “¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
    ¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!”



    Indice De Rimas