Aceitunas con Maggi

"Un sueño breve y antiguo como el tiempo
que los espejos no pueden reflejar..."
Michel Trejo / Astor Piazzola

Están ahí. Verdes, serias, en su recipiente de vidrio, con el palillo que las pincha tan tieso, tan de madera. El jugo que las baña sube y baja por sus cuerpos redonditos, relucientes, seductores. Las aceitunas me dan la bienvenida al salón vacío. Me siento en el sillón y las contemplo. Se me hace agua la boca.

Un pie bien plantado, el otro en punta, la columna hacia adelante. El brazo se estira y mis dedos índice y pulgar aprisionan el palillo, lo levantan calculando perfectamente su peso. Anfitriona de sal, la aceituna me invita con calidez a morderla, a deshacer su cuerpo entre mis dientes, a jugarla un poco con mi lengua. No hay nadie. "¿Estaré haciendo bien?", pienso en el momento en que la bolita verde entra en mi boca salada, húmeda y al fin un poco amarga. "¡Eh!, un momento", como una ráfaga, la pregunta cruza mi cerebro: "¿dónde vas a poner los huesitos?" y trago saliva con la dificultad que implica tragar saliva con un hueso de aceituna incluido. "Bueno. De éste no me preocupo ya. Bien. " Mojo otra aceituna en el líquido espeso. La atrapo con mis dientes. Cierro los ojos. El jugo inunda mi boca, penetra mis encías, saboreo la lenta profundidad de la sal. Abro los ojos y tú estás ahí, tan simple en tu vestido blanco, tú, la de palabras de agua, la de los dedos largos, de ojos agujas solitarias, tú, la de pasos azules, entrando, música de niebla, a la sala de tu casa. Yo, de visita. Dices mi nombre, saludas. Yo me trago el hueso de la aceituna. Digo hola.

Las aceitunas pueden estar abiertas y tener un relleno de anchoas, de pimiento o un hoyo que equivale a la nada envuelta por el todo. Pero has puesto aceitunas con hueso y tengo que solucionar el problema antes de que regreses: ¿dónde pongo los huesos? Es complicado. No debo escupirlos hacia arriba, es descortesía dejar las aceitunas enteras en su recipiente de vidrio. Además, están tan buenas. No, en la servilleta que está en la mesa no. Sin su envoltura blanda y carnosa, los huesos se ven desprotegidos y rompen el equilibrio que la mesa logra con el verde esfuerzo de sus patas de hierro. Definitivamente la servilleta no. Pero está la bolsa de mi pantalón, claro, "cómete otra", me sugiero con aplomo. Y vuelta con el pie bien plantado, el otro de punta, los dedos índice y pulgar. Atrapo el palillo, me acomodo en el sillón. Muerdo el fruto y saboreo las gotitas que caen de él. El hueso limpiecito. Lo saco con la mano derecha, lo aprieto con fuerza, miro mi puño y me concentro. Bajo el brazo hasta la cintura, lo muevo hacia atrás desde el hombro, sin desdoblarlo, mido con frialdad la distancia y con un movimiento circular introduzco al mano en la bolsa del pantalón. Suspiro. Apareces con una cerveza en la mano y te sientas frente a mí. "¿Dónde estabas?" me pregunto y te pregunto y quiero describirte cada centímetro recorrido en los laberintos que me habitan. Tú me hablas de los espaguetis imposibles, y pones en cada hoja de lechuga una gota de tu voz. Las uñas de tus pies están pintadas de rojo. Me ofreces una aceituna. Te miro. Mientras tus ojos viajan fugaces buscando un abismo en la ventana, guardas silencio. Silencio que me duele. Ahora quiero regalarte palabras nuevas, sonoras, relumbrantes, ofrecértelas con un palillo clavado a sus espaldas, saladitas, envueltas en un líquido espeso como las nubes que enmarcan la tarde de este Junio Junio en que llego a tu casa, me siento en tu sillón y te miro tomar cerveza y dibujo con el dedo tu figura apartando la neblina que te rodea, reconociendo las ambigüedades profundas que te marcan, deseando hablarte de los encuentros mudos de Kieslowski, de esos instantes en que los mundos se cruzan por accidente y nada vuelve a ser lo mismo porque otro ser ya te habitó y tu soledad es surcada por el limpio viento de un espíritu extranjero. Cuando casi toco el cristal de roca de tu piel, tú me preguntas melancólica: -"¿Quieres una cerveza?"- yo quiero decirte que hablo contigo cuando vago por las calles de asfalto amargo, cuando miro al conejo de la luna y cuando, al amanecer, oigo el lamento del búho que vive en mi jardín. Un cuadro de Escher gravita sobre ti, subes sus escaleras y no llegas a ningún lado. Tomas cerveza. Me invitas. Yo digo simplemente "no quiero" y me como otra aceituna. Con este ya son cuatro huesos dentro de mi boca. No puedo hablar. Tú sonríes.

El espagueti está a punto, enciendes el horno para el soufflé. Me pongo de buen humor, apenas te conozco y me sorprendes toda: ¿cómo puedes ser tan mágica en esta atmósfera de acero? Eres tú, la que simas insondables, oscuras, eres tú; la que habita en mi memoria. Me como una aceituna y otra y otra remojándolas en el jugo que las anima. Tú, atenta al pan envuelto en aluminio, inventando la estrategia de la mesa como si fuera una batalla, yo, tragándome los huesos de las aceitunas, como el alma en blanco como tu vestido. Tú, la de las palabras verdes como los olivos, yo, una llanura extensa cerca del mar. El vino tinto toma el color de tus ojos, el soufflé de queso llega volando, la ensalada gotea por las paredes, el espagueti brota de tus manos y se enreda en mis orejas. Levantas, en señal de triunfo, el aderezo. La mesa está servida. Tomas mi mano, me invitas suavemente. Te retengo un instante imperceptible con la fuerza de mis dedos. Tú me miras profunda, abismalmente y dices en secreto: -"Ya no hay aceitunas. Sólo queda el jugo Maggi"- El último hueso viaja a través de mi garganta con una solemnte tristeza. Y ya no vuelves a mirarme.

© Guillermina Monroy, México 1997

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