Cuando él te grita, te mirás al espejo, te mirás a los ojos, y pensás en él, en el otro. Esa que está dentro del espejo te mira con la esperanza de que tu marido no reviente la puerta de una patada. Te mirás el pelo, y tomás la trenza con suavidad, te mirás las puntas y mirás de nuevo a los ojos que te miran dentro del espejo; con calma, te lo soltás para que caiga sobre tus hombros. Tu pelo siempre fue suave y negro, muy lindo. Nunca pudiste entender por qué la gente no es feliz con su pelo. Te mirás los labios. No abrirás la puerta aunque sus quejidos retumben hasta en la calle, aunque la vecina venga a tocar la puerta para cerciorarse de que estás bien. No le abrirás, como lo hiciste, otras veces; mejor lo dejás ahí, sin decirle nada. Ya no le tenés miedo. Le dejaste de tener miedo día en que su mano frenó en seco al tocar tu mejilla. Fue su puño, o el antemano, o los dedos cariñosos que antes se paseaban por tu piel, o fue la mano abierta la que te dejó sin respiración por dos segundos, ¿o fueron tres?
El marco del espejo es de metal, y en él también te podés ver los ojos, tus ojos lindos y negros, tus ojos callados, siempre silenciosos: a la hora de la cena, a la hora del almuerzo, y cuando él mira el televisor, cuando se sienta escondido tras su control remoto, de espaldas a vos y a los niños, pegado la caja que lo salpica todos de ultra violeta. Su voz ha pasado a ser parte del rugir de los carros, del ronquido que provoca la señora del apartamento de arriba cuando abre el tubo de la tina de baño. Lo escuchás lejos, es un planeta distante, un cometa que se acerca mucho a la tierra, que anuncia atravesar la atmósfera con su cola de fuego y su cabeza de metal desconocido. Lo escuchás decirte cosas que ahora no podés procesar en tu mente, porque sólo podés pensar en él, en el otro, en el que sólo cosas lindas te dice.
Una vez más te pregunta dónde estuviste, y no te queda otra que sonreír: ¿acaso piensa que le dirás que fuiste al cine con él, matiné del sábado, y que luego te llevó a comer helado y te pidió que te fueras con él? No le dirás nada. Lo dejarás que explote solo, que se le baje su erupción solito, como los niños malcriados. Una vez le dijiste y te recogió del piso, te dijo que era por tu bien, así la gente no habla mal de nosotros, no creás que lo hago por vos, lo hago por la familia. Y a él le dolió, tuviste la certeza que a él le dolió más que a vos. Luego te besó, y te dijo que te amaba. Porque, la verdad, te ama. Es a veces como un niño, y por eso lo dejarás que salte y arme berrinches. Ya se le pasará y saldrás a cocinar, para todos, como lo hiciste aquella vez, cuando él te levantó del suelo, después de que casi perdieras el conocimiento, después de que ni supieras cómo te llamabas, y él te levantó y te dijo que era por tu propio bien, y después de que no creyeras que él lo hacía por celos, sino para que la gente no hablara mal de la familia. Luego vos cocinaste para él, y para los niños.
Te ponés el dedo índice en la lengua y lo humedecés para limpiar una huella digital que alguien dejó en el cristal del espejo. Te gustan las cosas limpias, claras, por eso pasás tantas horas limpiando la casa, asegurándote de que todo brille, de que las cosas estén en orden. Cuando él llega del trabajo te saluda y se sienta a ver las noticias, pero vos nunca esperaste que él se fijara en los detalles: lo hacés porque te gusta la nitidez, las cosas en orden y limpias. Te dijo que abrirá la puerta, ¿o te lo gritó? Él suele hablar como gritando, por eso no estás segura si te lo ha dicho o te lo ha gritado.
Sea como sea, no vas a ceder, no le dirás dónde estuviste toda la tarde, esta tarde del sábado, tu sábado, el día que debías quedarte recogiendo y preparando el almuerzo porque él llega cansado del parque, de sus amigos, del fútbol, pasión de multitudes, miles de hombres recios y fuertes, como Superman, machos peludos apoyando a su equipo, hombres en pantalón corto corriendo detrás de una pelota, llenándose de pasión y furia, para luego regresar a casa, a la mujer y a los hijos. Él nunca pretendió lastimarte. Lo hace por tu propio bien. Te lo dice una y otra vez, Mimí, pero es que no entendés, es que no te cabe en la cabeza, ¿es que sos idiota? Sé que se pondrá como un perro acalorado, pero es mejor así. Ya se le pasará.
Tratá de comprenderlo, Mimí, deberías ser más comprensiva, ya tu mamá te lo dijo: "Los hombres son así... a veces se ponen como fieras, pero luego se les pasa..." Él, hombre amaestrado por los años, más de quinientos años de costumbre, apoyado por los amigos, por los vecinos, por su madre y el qué dirán; se sienta y me mira, te mira como si no entendiera que la piel no tiene dueño, que hay fronteras que se pueden cruzar, horizontes más lejanos que un pedazo de papel. Le abriste la puerta. Se la abriste porque ya su voz era distante, era la de una persona. Era la del hombre que te bañaba a besos hace unos años, la misma voz que te decía que no podría amar a nadie como te amaba a vos. Te pidió que abrieras la puerta y la abriste, Mimí. Te pide que salgás. Salí. ¡Salí! ¡Te lo digo por última vez, salí y andá al cuarto que allá vamos a hablar! Haceme el favor y salís del baño, Mimí.
Te vas al cuarto y te sentás en la cama a escuchar el sermón de la montaña, a escucharlo con su tono paternal que te dice una y otra vez, repetidamente, Mimí, que lo hace por tu propio bien, lo hace para que la gente no diga cosas de vos, que sos una puta... ¿Es que no entendés? Desde la cama, en las alturas ves su boca abrirse y cerrarse, la mueca de su labio inferior que te hace pensar en un animal extraño, mitad perro, mitad pez. Lo mirás desde abajo, y él profesa las verdades, te lo advierte para no tener que hacer las cosas que odia hacer, te lo advierte para que no caigas otra vez al piso, y tenga que levantarte y llevarte al cuarto de un brazo, para que los niños no te vean ahí, caminando como si no hubieras dormido bien. Sus ojos te miran desde arriba y no dejan que te escapés, mejor poner atención, como cuando estabas en clases y la maestra te preguntaba algo cuando sabía que andabas en otros mundos, sólo que acá no hay niños para reírse si no sabés la respuesta correcta. Vos lo mirás sentada en la cama, tus dedos entrelazados en medio de las piernas, tus ojos mirando los de él, mirando a la vez su boca que se abre y se cierra, te dice cosas, te dice muchas cosas, pero vos no pensás más que en él, con la esperanza que no te haga la pregunta ya que no sabrás dar la respuesta correcta.
Yo nunca se lo diré, pero si supiera que fuimos al cine, que me tomó de la mano, que es tan bello y dulce y me mira a los ojos. Me dice: lo único que me duele de morir un día, será no morir a tu lado. Es lindo. Ingenuo. ¿A cuántas se lo decís? ¿A cuántas se lo dirás? A veces es cursi, y eso te fascina, te encanta su simpleza, la manera en que te acaricia la nuca y la rodilla. Es tan joven. A veces te veo a vos en él, veo una miniatura de mi marido en las manos traviesas suyas, sus manos que como las tuyas, que antes me rodeaban la piel, se me pegaban a los senos, se perdían entre mis peirnas. Si supieras que él y vos son tan parecidos. Ya no sos como antes, dejaste de ser dulce; pero él sí lo es, y me abre las puertas y me dice cosas al oído. Ahora que te veo desde acá, imagino si te dejara solo y me fuera con él: ¿Qué harías? Te has puesto barrigón y olés a papas fritas. Mi gordo lindo, ya no sos aquel romántico Don Juan que me miraba a los ojos y me decía: si hubiera una mujer más linda que vos, daría todo lo que tengo por conocerla. Me hacés reír. No me hagás reír que luego vas a creer que me burlo de vos, y no es así, yo te respeto mucho, admiro tu dedicación al trabajo y a la casa, a los amigos, a tu madre... Lo que no respeto es esto, ni que me trates como la madre de tus hijos, la que le cocina a todos en esta casa, la que limpia.
Él hace lo que vos hacías, y ayer me dedicó otro poema. Te dijo que lo había escrito sin pensar, que le había salido de la mente, así no más, como si pensara en una flor. A esa edad se dice cada cosa....
Ayer fuimos a su casa, y me quitó la ropa, me la quitó casi con miedo, como implorando que yo tomara las riendas, pero lo dejaste sufrir, dejaste que el sudor interno se mezclara con su enorme deseo por llorar, lo dejaste suspirar hondo, tomar aire para no desistir, para proseguir con la ardua tarea que nos mantiene vivos. Lo dejaste temblar mucho rato. Lo miraste desnudo, como un perrito de la calle, como un huérfano de patria o de madre. Lo miraste desnudo: aún no se le llena el pecho de pelo, a penas tres pelos marcan territorio, lo orientan hacia la vida, con el pecho hacia adelante, con el Cid Campeador. Te gusta tanto. Lo besaste y casi se quiebra como un cristal. Casi se parte en dos. Casi llora. Y te dio risa. Pero no sonreíste. Le pediste que se relajara, que se acostara a tu lado, que te podía besar los senos, que te tocara. Y te tocó la piel. Sus manos son suaves me acarician la piel. Me tocaron con cuidado, como si yo fuera de cristal. Me mimaban, me cuidaban, como lo hacías vos hace mucho tiempo. Sus manos casi adolescentes no sabían qué hacer con mi piel.
Lo mirás desde abajo, no estás segura si su mueca amenazadora te hace temblar o si el pensar en el muchacho joven que te ama, la cosa es que se te eriza la piel, un escalofrío intenso se te ha colado por la espalda, es un escalofrío plateado, casi blanco. La mano de él se ha cerrado nuevamente, mientras da el discurso, la cierra y la abre, la cerca a tu piel, y se aparta de nuevo, en un ritual que se repite una vez más. Es como si te fuera a dar la comunión. Una vez más. Anuncia, una vez más que lo hace por tu bien, así no te llaman puta, la gente de la calle. Pregunta una vez más dónde estuviste, pero vos sólo lo mirás desde abajo, lo mirás mientras da pasos largos y golpeados, mientras habla del qué dirán. Así te tocó vivir, y lo aceptás. Te va a dar, te va a dar, te voy a dar. Así son las cosas, parte de la ley que determina nuestra existencia: la ley de lo inevitable: las cosas son y serán y han sido así, y ya. Tu vieja te lo dijo, te lo repite y te lo dirá siempre: las cosas son así, y hay que ajustarse a la ley de Dios.
No lo mirás más porque se te ha escapado la mirada, se te escapa y ahí está la ventana con la mata que te gusta tanto, la mata que casi cae al piso el día que él vino a verte, el día que le preguntaste si estaba loco, estás loco, cómo se te ocurre, nos puede matar a los dos, no sabés cómo es él. No le importó, al chico loco, soñador, arriesgado, como un aventurero que escala cimas altas y cruza fronteras prohibidas, tu Indiana Jones, el tuyo, llegó a tu casa y te comió a besos, sus labios acariciaron tu cuello, tu pecho y tus senos, se quedaron entre tus piernas y vos te pegaste como la imagen de cristo a la parede, porque te ibas a desplomar el piso. Te besó tanto, y luego lo hizo aun más, y te dijo que te amaba más que a ninguna mujer en su vida. Algún día se cansará y será menos que Indiana Jones, pero por ahora es tuyo, tu oveja mansa que te besa los pies. Se te ha escapado la mirada y te has metido en el marco de la ventana, te olvidás que las cosas son y salís de tu cuerpo lleno de sangre y huesos, de tu piel blanca que él besa, chupa, su saliva te limpia de las leyes creadas por los hombres. Su lengua que se te mete entre las piernas y te hace pensar que sos anémona, que no pertenecés a este mundo. Has dejado el dormitorio-púlpito para bajar al mundo prohibido de sus caricias, del beso inesperado, de lenguas como serpientes marinas.
Lo recordás prometiéndote las estrellas: ¡dejalo, venite conmigo! Cuando acabe la universidad nos casamos. ¿Y los niños? Lo agarraste fuera de base, ¡qué mala sos! Pero no te reís, guardás la sonrisa para momentos como estos, escondida en el baño de tu casa. Sabés que él busca desesperadamente la respuesta correcta, como lo hacías vos cuando la maestra te preguntaba algo y vos no estabas ahí. No supo en que dirección correr. ¿Los niños? Los llevamos con nosotros. Le pediste que sólo te abrazara, que te besara mucho y que no volviera a venir, porque él te puede matar, no lo conocés, no sabés de lo que es capaz. Te dijo que no te teme a nadie, y que por vos lo hace todo.
Él en su odio no puede saber las ganas que tenés de volver al chico lindo, al que te pide que escapés, que lo dejés todo; te morís porque te diga tonterías, le encanta decirte cosas sin sentido, para él sos un juego, una muñeca de carne y hueso para jugar al papá y a la mamá; pero no me importa, me hace muy feliz y con eso basta.
¿Hace cuánto le sos infiel al marido que te otorgó el Santo Oficio del matrimonio? ¿Hace cuánto te puso el anillo y dijo que sí, que juraba amarte en las buenas y en las malas? Vos dijiste lo mismo; pero es que ya no puede ser, no puede ser, todas no pueden ser malas, hubo muchas buenas pero de eso hace ya mucho tiempo. Regresás por la ventana, y te ves ahí sentada, bajo su mano cerrada que está junto a tu mejilla blanca, blanca como la nieve, nieve que ahora está cubierta de tulipán. Lo dejaste de amar hace mucho tiempo, pero no lo dejaste de querer, a pesar de todo lo que hace.
Se ha sentado, para mirarte de frente. Su labio inferior hace la mueca acostumbrada, mientras te dice que lo hace por tu bien, que a él le ha dolido más que a vos, que vos lo buscaste, porque las cosas son así, como dice tu vieja: "inevitables." Vas a volver al baño a lavarte la cara, a echarte agua fresca y clara en la mejilla, te vas a poner agua fresca que contraste con la llama que llevás dentro de la piel. Volverás al baño y esta vez él no insitirá en que abrás la puerta, ya el sermón de la montaña continuará cuando se sienten a la mesa, después de que lavés los platos. Aún no te levantés, podría pensar que le faltás el respeto. Mejor quedate ahí, y volvé a recordarlo a él. Pensás en el día en que se conocieron.
Venías de casa de Sofía. Sofía te había invitado, como todos los jueves, a tomar café. Ella siempre está en casa, y te dice que tenés mucha suerte que tu marido te de permiso de salir, el mío es celosísimo, y sonríe, le hace gracia, y lo dice con mucho orgullo. Te lo cuenta una y mil veces, que su marido es celosísimo. Y sonríe. Tomaron el café, y a las cuatro regresaste a casa. Siempre regresabas a esa hora. Una hora antes de que él llegara del trabajo. Siempre fue puntual. Siempre hubo un rigor inalterable en su puntualidad. Siempre llegó a la misma hora. Llegabas a cocinar, por si venía con hambre. Sólo los jueves ibas a casa de Sofía. Tomaste el autobús y él se sentó a tu lado. Te habló de algo, te dijo algo sobre el calor extraño que había caído repentinamente sobre la ciudad, sobre la tarde soleada, quizá algo sobre el dorado que se metía por las ventanas del autobús, quizá comentó algo sobre la cara de asombro que tenías cuando él te habló, cuando lo miraste a los ojos y descubriste los de él fijamente mudos sobre tus labios; no recordás qué te dijo, pero le contestaste de manera cortante, como lo harías con cualquier extraño que te hubiera hablado en el autobús.
Te acostaste pensando en sus dientes que eran como los de un niño. Recordaste sus manos. Pero lo que más recordaste fue su voz. Su voz que el jueves siguiente te dijo, con confianza de amigos de muchos años: ¡Hola, qué casualidad! Temblaste porque temiste que se fuera a dar cuenta de todo lo que habías pensado sobre él, las cosas que imaginaste, lo que hiciste. Sí, es mucha casualidad. Le digo, este veranillo de San Juan cada año se alarga más... Lo viste una y otra vez, y cada vez que lo veías pensabas en tu marido, en lo que diría si te viera sentada en el autobús hablando con un perfecto extraño. Pensaste en lo que dirían los demás, y por eso muchas veces lo evitaste, intentaste irte dos minutos más tarde, o más temprano. Pero las cosas son, como siempre dijo tu vieja, como son.
Te hacía mucha gracia que te hablara de vos. Podías ser su madre. Te dio su número de teléfono, y lo escondiste. Memorizaste su nombre y luego lo arrancaste del papel dejando sólo el número. Cada miércoles era interminable, era un castigo. Sabías que él iba a tomar el mismo autobús. Sabías que te diría algo. Sabías que volvería a invitarte a un café, y vos le dirías que no, sí, no, muchas veces no, más no, y él insistiría, y vos volverías a negarte, a negar tus labios, que él miraba atentamente como si fueran a salir volando. Un día tomaste café con él. Lo llevaste a un lugar donde sospechaste que nadie te conocería. Mirabas para todos lados, levantabas la taza de café con temor, como si se pudiera regar. Mirabas dentro de la taza y te veías ahí, sonriendo y sin saber si lo hacías por alegría o por temor. La taza te miraba llena de inseguridad, hasta que él te dio la mano y luego te besó, y lo dejaste, te gustó tanto el sabor de sus labios que lo dejaste que te siguiera besando, aunque la gente los viera.
Lo volviste a ver tantas veces y fuiste precavida, pero esta vez no lo supiste hacer. Este fue un sábado fatal, se te fue la mano. Y acordate que él te dijo que ya era hora. Pero vos no podías irte, no lo podías dejar tendido sobre la cama, a tu Indiana Jones, desnudo, sin besarlo una vez más, no lo podías dejar ahí, sin cubrirlo una vez más con tu piel tibia de mujer, una vez más. Lo cubriste hasta cansarte, y luego te fuiste volando, los pies apenas si tocaban el piso. Bajaste la calle de Santa Catalina y la gente te miró con lástima, sabían que llegarías después que él, que cuando doblaras la esquina para llegar a tu calle ya él estaría buscándote, que cuando abrieras la puerta ya él estaría en la tienda de abarrotes preguntando si te habían visto, y le dirían que no, y cuando él saliera la gente se miraría entre sí, con preocupación. Luego, regresaría a casa inflado, mordiéndose el labio de abajo, con los orificio nasales como dos lagos, como dos cañones, y abriría la puerta para gritar tu nombre una vez más. Mimí. Mimí. ¡Mimí! Vos le responderías desde el baño, y la vecina de al lado le subiría el volumen al televisor, para no tener que venir a preguntar si estabas bien. Eso era lo que la gente presentía, cuando te miraban bajar volando por la calle Santa Catalina.
Sabés que te pedirá perdón, pero ahora es mejor que te echés mucha agua fría. Los tulipanes siempre necesitan del agua para volver a cerrarse. El espejo te mira con la cara empapada, con los pelos sueltos sobre la frente, sobre la mitad de la cara, tapándote la mejilla: así irás a misa mañana. No te verán la mejilla, ni el ojo, y vos no harás esfuerzo alguno porque la gente te mire a los ojos, caminarás a su lado, mirándole los pies a los niños, como si en cualquier momento se les fuera a soltar el cordón de uno de los zapatos. Lavate la cara para que el chico joven no se entere, cuando lo veas el jueves entrante, o el sábado, echate agua fría que es buena para la piel blanca como la nieve, el agua pura, agua fresca sobre la piel ardiendo.
Quizá se lo dirás, para ver qué hace, al chico valiente y lindo, que tiene los ojos negros como dos abismos, y me besa el cuello y la espalda, le fascina besarme, le encanta jugar con mi piel, mis senos, soy su juguete, su mamá, su amiguita de treinta y cinco años. "¿Dónde estuviste?" Te das cuenta que no acabó: nuevamente entra al baño y te hace la pregunta una vez más, pero vos no le decís nada; mirá que sos valiente. Te llamó puta. Puta. Sos una prostituta. Soy una puta. La puta más puta de todas. Rezale a la santa de las putas, ¿cuál es? Rezale a ver si te deja en paz, a ver si el sermón acaba. No le tengo miedo porque nada importa, los niños no están en casa. Me duele cuando ellos están porque no saben qué hacer, se asustan, y eso me mata, me duele mucho.
Vuelve a salir y entra de nuevo. Encerrate otra vez.... eso te decís... Quedate encerrada en el baño, hasta que deje de llamarte puta. Me encierro y escucho sus quejas, me dice que no valgo nada. Me dice que se irá, que me va a quitar los hijos. Me dice que soy la peor de todas. Te mirás, y sos la mejor, ya él te lo dijo, sos la más linda, vos sabés que aún con el tulipán abierto en la mejilla sos linda, a pesar de los años y los hijos que te han hecho mayor. Te limpiás el labio, no estás segura si es saliva.
No le abrás. Déjalo con su rabia. Ya tirará la puerta, pero no le abrás que así tenés más tiempo para pensar en él.
© Óscar Sarasky 1997
Puertorriqueño en Nueva York.
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