Dos Melocotones

Desde el momento en que los vi en la tienda, supe que no me quedaría más remedio que comprarlos. Redondos, brillantes, frescos, matinales, idénticos. Exactamente iguales, ambos exactamente redondos e indefinidos. Sin embargo me entretuve todo lo que pude, viendo otras posibilidades vegetales, otros azucareros y lecheras con forma de pera, de berenjena, de... pero no, sabía que era todo un juego inútil. Ya me había decidido por los melocotones.

Sin embargo dudé un momento otra vez... ¿Era adecuada una lechera en forma de melocotón? ¿no despistaría demasiado sobre su contenido? Para el azucarero me parecía más adecuado lo del melocotón, más obvio. Pero no los vendían por separado. La verdad es que había comenzado mi expedición en busca sólo de una lechera de esas clásicas, blancas, elegantes, para reemplazar la que había roto en casa de mis amigos. Y ya la tenía en una de mis bolsas. Pero los melocotones se me hicieron irresistibles. Eran una buena manera de sobreponerme a la leche desparramada por el suelo, al libro infame que tenía en mis manos cuando la lechera de mis amigos se cayó.

En fin, compré los melocotones y la cajera, además de deshacerse en elogios por mi decisión, se molestó en envolverlos con sumo cuidado en papeles y más papeles, y yo los miraba desparecer entre el envoltorio como una joya exótica que me traía promesas de felicidad eterna, matutina y tropical.
-Buena suerte, caballero -se despidió con una sonrisa la cajera.
-Gracias, pase usted un buen día -dije y salí al sol radiante.

Ahora los melocotones están conmigo.

Verano

Subo apresurado los treinta y cuatro escalones hasta mi pequeño apartamento, abro las ventanas de par en par, observo con detenimiento la mirada de Angélica, que está ahí con sus flores en la mano, con su bolso en la mano, con la cara pintada. Las patatas a la importancia huelen a verdadera delicia, la mezcla del ajo, el aceite de oliva, el huevo, la leche... es una pena que la cocina eléctrica siempre añada un elemento de, digamos, quemazón, al ambiente de mis almuerzos.

Angélica toma asiento en su butaca con parsimonia, elogia mis cuadros, mis lámparas, la disposición del sillón grande en relación con el escritorio alto, la elección del reloj, lo bien que cabe todo en tan reducido espacio... Me apresuro a colocar las flores en el jarrón, prometo echarles aspirina en cuanto tenga un rato, agradezco la aparición repentina de estas flores en mi cuarto. De veras.

La conversación gira en torno a la receta. Mis patatas a la importancia están excelentes, dice Angélica. Garabateo mi receta en un papel para que se la lleve. Bueno, es la receta familiar, la receta de mi madre. Resulta que hay una divergencia entre mi familia y la suya. Ellos no sólo fríen y cuecen las patatas, de paso las meten al horno y las gratinan con queso. No, pues nosotros nada de hornos ni quesos, ya engordan así bastante. Pues sí, nosotros las ponemos con mucho queso, aunque van al horno sólo para que se gratinen un poco, claro. No, pues nosotros nunca hemos puesto ésto en el horno. Pues sí, sí, siempre las poníamos en el horno.

La dulce mirada de Angélica, con sus ojos acuosos, se desliza una vez más sobre la habitación, sobre la combinación de blancos, azules, grises. Pronto su ténue figura descenderá de nuevo los treinta y cuatro escalones, envuelta en su elegante capa gris, a juego con su pelo de ceniza. Por fin, se fija en las dos figuras frutales en el centro de la mesa, mientras el hazelnut descafeinado que desborda la cafetera de aluminio borra con su aroma los últimos vestigios de olor a quemado, afortunadamente...

- ¡Qué curioso! -dice la sabia Angélica, observando con detenimiento los dos melocotones-: ¡una perita y una manzanita! ¿Las compraste en España?

Otoño

John está realmente cansado, se quita sus gafas y se frota los ojos, ha estado todo el día escribiendo sobre Unamuno, como de costumbre, y uno puede ver las venas de sus ojos sobrecargadas por las horas frente a la computadora. Natalia y el bebé están aún en California, así qué él ha aceptado gustoso esta oferta de cena de recepción en mi nuevo habitáculo. No deja de mirar a su alrededor todo este tinglado de muebles que apenas dejan pasar a uno de un lado al otro. Alaba maquinalmente los colores de la almohada del sillón, aunque son blanco y negro. Pide permiso para fumar. Consigue de nuevo el cenicero "para invitados" que sólo aparece cuando él me visita.

John sonríe mientras intento demostrar mis recién adquiridas habilidades con el teclado, pero me equivoco hacia la mitad del himno americano, que es en realidad la única canción que sé tocar. Ni por un momento he conseguido engañarle. Realmente no sé tocar el piano y este casio lo encontré en la calle, aquí la gente lo tira todo.

Bajo la tapadera, por arte de magia, aparecen dos truchas enormes, casi demasiado enormes como para estar supersabrosas. En el bowl tengo las patatas fritas. Esta es mi versión elegante del fish and chips.

- ¡Umm, qué rico! -exclama John aún antes de probar. Son tan educados los americanos... Al menos este fuma mientras parte su trucha, ha aceptado la trucha más grande tras sólo tres negativas y se sirve patatas y patatas sin reparos; me pregunta también si no me importa que quite esa música tan pesada que tengo puesta y ponga en su lugar alguno de los cassettes que me regaló.
- Pon lo que quieras. Y coge, coge más patatas, que para eso las he frito.
- ¿Y entonces qué? -pregunta John-. ¿Tú te sientes agusto aquí? ¿Te sientes en casa en este apartamento?
- Sí.... eh... es bonito.
- Oye, ¿te importa que abra la ventana? La verdad es que hace calor aquí, ¿no? Es como un poco pequeño esto... Buahhh, qué sueño. Qué horror, cuando llegue a casa tengo que seguir escribiendo sobre Unamuno...

La tarde se acaba, una deliciosa tarde, casi de verano aún. Antes de recoger sus gafas y disponerse a partir hacia una nueva sesión de lectura de Niebla, John mira descuidado el azucarero que ha estado usando para su café bien cargado:
- Gracioso, ¿no? -dice-. Es como una manzana. Y eso otro también es una manzana.
- La verdad -puntualizo- es que son melocotones.

Invierno

- Empieza a hacer frío estos días -comento, aunque la mirada de Li, detrás de sus gafas de científico empedernido, parece más concentrada en desentrañar los misterios de mi habitación llena de libros que en mi conversación trivial.
-¿Es esto lo que hacen quienes estudian literatura? -pregunta-. ¿Coleccionar libros y libros y libros?
-Bueno, eh... digamos que sí.

La verdad es que Li es el primero en notar la excentricidad de todos esos libros encima de la cómoda, encima de los escritorios, encima de la mesilla, encima del frigorífico. Mis otros invitados leen tanto que ya no son capaces de percibir los libros. Creo que Li sospecha que también tengo libros dentro de la nevera. Por desgracia, no se me había ocurrido ponerlos. En realidad he estado esperando a que alguien se diera cuenta de la gran cantidad de libros que hay aquí, de lo intelectual que soy, pero ya pensaba que se habían vuelto invisibles.
- Pero siéntate. ¿Te apetece un té?
- No, gracias, ahora mismo no quiero nada, ya cené -me responde mientras mira melancólico por la ventana.
- OK. Esto... eh... ¿qué te parece el apartamento?
- Supongo que está bien. Mis amigos en el departamento de química dicen que es muy difícil conseguir un apartamento grande en esta región. Así que supongo que está bien... Veo que fumas. No, no sabía que fumaras.
- Ah... no, no, en realidad es para las visitas...
- ¿Tienes un cenicero sólo para las visitas? ¿Es esto normal en España?
- Bueno, allí hay ceniceros por todas partes. Pero sólo tengo un amigo que lo usa.
- Pero el tabaco es muy malo para la salud. ¿Y siempre tienes tu plato y tus cubiertos sobre la mesa? ¿Nunca quitas la mesa?
- A veces. Eh... Ya sabes, eh... en España comemos tantas veces al día... La gente allí fuma tanto que no engorda por mucho que coma. Es como un milagro... Un país tan católico...

Media hora más tarde, Li continúa mirando con melancolía por la ventana empañada por el frío; su pelo luce aún humedo y brillante, como cuando llegó, supongo que no es agua sino algún producto para el pelo. Debe ser algún tipo de aceite. Li acaba por aceptar una taza de té. En realidad no mira con melancolía: Li es melancólico. Mi conversación tampoco le entretiene mucho, así que sospecho que no tardará en irse. Una pena. En fin.

Desde detrás de sus gafas, Li estudia con paciencia entomológica mi azucarero y mi lechera, aunque toma el té sin leche y sin azúcar. Por fin, frustrado, pregunta:
- Pero, pero... ¿qué clase de frutas son éstas?

Primavera

No hay nada como un paseo por el parque para relajarse en una tarde de primavera, aunque hoy no es aún primavera, pero lo parece; al menos cuando no sopla el viento. Archie, que probablemente está ansioso de volver a la gran ciudad para ver alguna exposición, canta incansablemente sus canciones y me cuenta cosas sobre su pueblo y la casa de su padre, sobre los veranos en que trabajaba limpiando el parque. Parece que todos los americanos dedican su juventud a cortar hierba y limpiar parques, supongo que crea carácter.

De vuelta a casa nos disponemos por fin a ver el vídeo del último episodio de Seinfeld. Más gracioso aún de lo que pensaba. Es una pena que aquí no haya buena recepción del canal cuatro. Sólo puedo ver los Seinfelds repetidos del canal once a las once, nunca los nuevos. Pues yo sí veo los nuevos, los vemos todos los días en casa, no nos perdemos nunca Seinfeld. Pues no, aquí no se ven. Pues allí sí. Pues aquí no.

A la hora del té, decido utilizar un método más directo y precipitar el desenlace. Así que le pregunto, sin más:
- ¿Qué crees que representan este azucarero y esta lechera?
- ¿Que qué representan? -se extraña Archie.
- Sí... ¿qué, qué son para ti?
- No sé, no tengo ni idea. A mí me parecen sólo... dos naranjas, ¿no?
- Ya... Bueno, ¿te apetece algo de comer?
- No, casi nunca como a esta hora. Sólo comería... una bolsa de patatas fritas o algo así.

Verano

El teléfono suena pero cuando consigo abrir la puerta ya ha dejado de sonar. Marco el *63, pero quien quiera que me haya llamado está ahora comunicando. Buena gana de gastar setenta y cinco centavos. Que llamen otra vez.

Intento tomar unas notas sobre un libro de Borghini pero no hay modo. No me concentro. Por fin suena otra vez el teléfono. Patty me invita a otra barbacoa en su jardín. Se disculpa por la brevedad de la conversación, tiene que invitar a otras treinta personas "aunque no van a venir, pero para que no se enfaden".
- ¿Quieres que lleve algo? -pregunto.
- No, no te preocupes... si acaso unas papas fritas, ¿no? Las pones en esas cosas doradas y te las traes.
- ¿Cosas doradas?
- Sí, tú tienes esas cosas doradas, ¿no?
- ¿Qué cosas?
- Pues ésas, esas cosas que tienes siempre sobre tu mesa, ¿no? Son como dos cosas doradas. Bueno, lo importante es que traigas unas papas. Pero si quieres sólo, no quiero que te gastes mucho dinero.
- Bueno, te llevaré un montón de papas fritas. No te preocupes. No me arruinaré. Todas las papas fritas del mundo. En una carroza dorada.
- Bueno, ciaocito, tengo que quitar aquí unas cosas del horno.

Y Patty, como de costumbre, empieza a hacer ruidos con una cazuela para crear la sensación de que se ocupa de su asado, mientras su otra mano pasa deprisa las hojas de la agenda.
Click.

Cuelgo y me pregunto: ¿y por qué todo el mundo me tiene que asociar a mí con las patatas?

Otoño

El otro día se cayó una caja. Fue cuando estaba empaquetando mis cosas. Había metido en el camión las dos butacas, los dos colchones, los dos escritorios, las dos lámparas, la nueva, la vieja... Una serie de cosas se rompieron al caer la caja. En concreto, un florero azul que nunca uso, un paraguas de cristal en miniatura que a veces he intentado adivinar de dónde vino, una pequeña jarra de cristal que se suponía que estaba llena de hierbas afrodisiacas cuando me la regalaron, un cenicero feo de cristal que nunca uso, ni siquiera para las visitas, y algunas cosas más. Entre ellas, por ejemplo, la lechera y el azucarero que tenían forma de fruta y que dejé de usar al cambiar de mantel. Ya había demasiadas frutas en el mantel. De hecho, ya no uso ese mantel. Tiene demasiadas frutas.

Me llaman desde abajo, alguien viene a revisar algo en mi nueva casa, quizá sea el hombre del gas. No importa, estoy cansado pero no importa. Un día de éstos tengo que dejar de escribir mi vida en este estúpido diario. Tengo la sensación de que no estoy contando nada importante.

© José Luis Martín 1997
Español en Nueva York.

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