Nochebuenas Marchitas

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Foto a foto voy recuperando el recuerdo. Entre mis dedos, la foto de un sueño. El retrato mismo de una fantasía imberbe. Foto a foto regreso a aquel que ya no soy. El acné hierve en mi piel, mi estrecha espalda es un abrigo negro, y en mis ojos no cae aún la profunda soledad del tiempo. Foto a foto se van desprendiendo las imágenes del cuentagotas de la memoria, calcinando el alma. Y yo regreso a aquella lancha, al lago solitario, como despertando de una siesta mal dormida. Soy otra vez el adolescente trasnochado. Miro a todas partes. Volteo de nuevo hacia mis diecisiete años, y despierto como solía despertar antes. Me hundo en la lancha, me escondo un poquito bajo el lago, mi mano izquierda se desliza entre mi abrigo, como antes. Foto a foto todo se vuelve una foto, la de mi bragueta cediendo a las tentadoras caricias de esa joven mujer de cinco dedos, la de el sol en la frente, la de mi imaginación que eleva el telón de mis párpados cerrados, descubriendo ante mí cuerpos desnudos, posiciones imposibles, senos estrambóticos que justifican el vaivén enloquecido de mi mano. Arriba, abajo, arriba, abajo, la empuñadura de la espada se endurece como reclamando algo más que ese zurcido de videos porno con el que empujo el semen desde las neuronas, como rezando. Como implorando por el amor que no ha llegado. De pronto, el teatro se detiene. Una virginal presencia llena el escenario. Lleva el pelo recogido tras una corona escarlata de perlas y azabaches. Lleva un niño en brazos. Su rostro, de inmaculada palidez, mantiene la mirada baja. La capa que cubre su espalda es tan blanca que se confunde con su propia piel. Y el escote de su vestido ha cedido ante la brillantez de esa generosa perla que deja al descubierto, en donde el pezón es casi imperceptible. Yo extiendo mi mano crepitante, y mis dedos resbalan por un instante sobre esa piel purísima, tan blanca como las gotas de semen que caen sobre mi ombligo. Abro los ojos. La luz recupera sus tonos claros. La lancha aún reposa en el lago. Y ese rostro inmaculado, que nunca antes he mirado, me inunda de arrepentimiento y se apodera de mi llanto.

1

Las habitaciones del asilo no tenían ventanas. Por la tarde, cuando el sol se apostaba frente a los corredores, los ancianos apagaban sus lámparas y salían a los pasillos a exprimir un poco de vida de los últimos destellos del atardecer. Ay don Cátulo, usté tan lleno de vida, le decían los ancianos mientras él deslizaba su silla de ruedas sobre el pasillo, asomando el rostro desdentado por la ventana del corredor. Pues sí don Cátulo, se anda diciendo que anda usté muy ansioso por ese chamaco que viene a verlo tan seguido, y don Cátulo tronaba en una carcajada, ancha como su orgullo, y les explicaba que Romero le cobra a usté por traerle clarito aquellos años, por sentarse en el sillón, con su cara de idiota y su acné juvenil, a fingir que escucha la historia que usté va contando foto a foto, a abrir esas puertas del pasado que rechinan como recuerdos color sepia en un álbum de viejo, y se le olvidan a usté las arrugas, los achaques; se entusiasma tanto platicándole al chamaco que ya no ve la cara de baboso, ni los granos ni el abrigo desteñido que no se quita ni en verano. Cuando cierra usté el álbum el chamaco pone ojos de perro, y entonces es tiempo de extenderle un billete, tan grande como las horas que aquí ha estado. Luego él vuelve a mirar agradecido y se lleva sus granos, sus gallos en el pelo, sin saber que le ha vendido un cacho de pasado que usté creía perdido.

Pero los ancianos, como era su costumbre, no escuchaban nada, viejos decrépitos, pensó don Cátulo y le brillaron los ojos cuando vio el abrigo negro flotar en el pasillo. Romero entró como siempre, a observar el álbum de siempre, en el sillón de siempre, pero con una historia distinta, como cada día. Romero sabía que nada era cierto, que el viejito mentiroso se inventaba mil y un pasados sobre el mismo álbum maltratado, con las mismas fotos, tan viejas. Pasa muchacho, siéntate. Ya no le jales el cuello al ganso, mira como tienes esa cara, toda llena de granos. Romero lo miró con sus ojos de perro, y don Cátulo recordó, en esa falsa memoria que inventaba, los memorables días santiagueños, cuando la lluvia cubría los soportales de la Rúa Nova, acariciando el moho de la catedral con gotas de piedra húmeda y aromas a tierra mojada. La conocí en una noche de vinos, en algún vaporoso bar de la Rúa do Franco. Mírala aquí, tan blanca como la Venus de Boticelli, caminábamos juntos tras la estudiantina, tomados de la mano, cantando en Fonseca y dejando en las fuentes nuestros besos !Muchacho, aquellos sí eran días! Pero el amor es ave de paso: la tarde agonizaba cuando ella huyó con un marinero inglés, y ya no resistí Santiago, ni la lluvia, ni la catedral, ni los soportales y tomé un tren para Lisboa, en donde encontraría un nuevo amor a los alrededores de San Jorge.

Don Cátulo apagó la luz. Extendió un billete sobre el estante. Respondió con un vago hasta mañana, y se sumergió en las cobijas, desde donde se podían ver los astilleros de la vieja Lisboa. Viejo mentiroso, pensó Romero mientras guardaba el billete en su abrigo y salía del asilo flotando por el corredor, como una sombra más en medio de la noche.

Tamar acariciaba el viejo tomo de Dostoievsky bajo el somier. La voluptuosa luna tropical se filtraba entre los mosquiteros, envolviendo la habitación como envuelven las nubes de invierno a las ciudades. El canto de las palmeras al viento arrullaba su insomnio, el sonoro caer de los zapotes marcaba la cadencia de sus inútiles rotaciones sobre el colchón, y un dolor incandescente le calcinaba la piel. Las secuelas del sol playero se clavaban como agujas en sus poros, haciendo insoportable el tacto.

Pasó un brazo sobre la masa de carne inerte que roncaba de espaldas a ella. Aitor dormía. El ruido sordo del ventilador diluía sus gemidos guturales, y a veces las aspas disipaban el ominoso olor de alguna displicencia estomacal. El sueño de Tamar se evaporaba al contacto con las sábanas, que enardecían el dolor. Esa noche las circunstancias habían conjurado en contra de ella, e interpretaban la sinfonía del insomnio: un doloroso solo de violín en la piel, penitencia por haberse untado de luz durante el día; clarinetes y oboes gemían desde la garganta de Aitor, como si su barca onírica hubiese encallado en algún islote del inconsciente; los sonoros contrabajos del viento huían por los rincones; los zapotes caían sobre los timbales, y Tamar dirigía desde su cama, con la batuta del desamor.

Buscaba entre las notas la imagen de Aitor que la había cautivado hacía tiempo. Deseaba encontrar esa vieja fotografía extraviada en su memoria, confundida, como tantas otras, en la extraña matemática que describía el comportamiento de sus amores fracasados. Sus búsquedas concluían abruptamente en la espalda de Aitor, en donde vislumbraba su futuro junto a él: reuniones con urracas arrugadas cubiertas sepultadas bajo pieles exóticas, sesiones de canasta, dos hijos, dos perros, muchos autos, y una infructuosa batalla contra el cuerpo en donde irremediablemente saldrían perdiendo los tratamientos faciales, las cirugías plásticas y las liposucciones.

Tamar apretaba la cubierta de vinil de Dostoievsky, deseaba que el calor del trópico le derritiera la piel como había derretido el recuerdo de cera del Aitor al que había amado, pero el dolor persistía y el aire tropical le dilataba otras memorias. Una gruesa gota de sudor brotó de su sien, el recuerdo de las Navidades de su infancia resbaló por su mejilla hasta alcanzar el cuello. Recordó los tiestos que robaba del rellano de la escalera y el inexplicable placer que le producían las nochebuenas marchitas. Enero lo dedicaba a registrar día a día la descomposición de las hojas, los tallos cada vez más enjutos, la tierra estéril, sedienta. Sí, huiría a Aitor, lo abandonaría, le dejaría el dolor de piel en las sábanas para que le carcomiera el alma. Y mientras esto pensaba se preguntaba si no sería Aitor una nochebuena más bajo los ventanales de la habitación de sus amores fracasados.

Con frecuencia volteaba hacia el lugar del copiloto, más por costumbre que con alguna intención definida. Su mirada huía por el cristal, resbalaba sobre el bosque hasta que algún pino fugaz la detenía, y terminaba posándose con tristeza en la base del asiento, sobre una botella de tequila cada vez más difícil de enfocar. Era entonces cuando asía la botella por el cuello, la llevaba a su boca, y mientras el tequila le quemaba la garganta, Aitor soñaba con los suaves labios de Tamar, en vez de los labios de vidrio que besaba.

Los medidores digitales del tablero bailaban entre sus puños cerrados y el volante. La velocidad no era un buen analgésico para el dolor ciego, absoluto, que se extendía sobre su cuerpo como las sombras del atardecer sobre los árboles. Aún tenía atrapado su aroma a cama destendida, sus labios sin boca en el espejo, las letras de su mano izquierda conformando la sentencia lapidaria: A D I Ó S. Por el laberinto de su memoria vagaban recuerdos de Tamar, y cada imagen era una herida abierta manando lágrimas que el corazón bombeaba a todo el cuerpo. Quería encontrarla, llegar hasta ella, pedirle perdón --no sabía bien por qué--, implorar clemencia, por lo que fuera, cualquier cosa con tal de estar juntos otra vez. Tamar. Tamar mía. La tarde se extendía inexorable sobre el camino, cada raya en la carretera era un dardo del destino, y su alma colgaba de la defensa del auto como una diana donde todos acertaban. Tamar ya no lo quería. Tamar no amaba más. Tamar ya no existía.

Cayó la noche, se acabó el tequila, encendió la radio pero hasta la Hora Nacional lo entristecía. El resplandor de la ciudad ya se recostaba en las laderas del valle. Después de algunos montes se extendió ante sus sentidos perturbados esa luminosa hipérbole de ciudad donde vivía. Una gran olla con millones de luciérnagas cociéndose en ozono. Un concierto para chelo de Dvorâk tronó en las bocinas, Aitor presionó hasta el tope el botón modulador de sonido y detuvo el auto en un mirador. La imagen de Tamar --disuelta en el tequila-- fluía por su cerebro. Bajó del auto, arrancó una varita de almendro, con dificultad trepó hasta una piedra que el alcohol había hecho casi inalcanzable, y con particular devoción dirigió a las millones de músicos de la orquesta. Tamar era la ciudad. Tamar era la orquesta. La varita de almendro rompía el viento apremiando a Tamar en los metales, en los primeros violines estaba Tamar al levantarse, en las violas Tamar cuando reía, Tamar con su hermoso vestido negro soplaba el corno, y Tamar completamente desnuda deslizaba suavemente el arco sobre las cuerdas del violonchelo, con los ojos cerrados, pensando en él.

Alguna nota con más énfasis del requerido traicionó su endeble equilibrio; Aitor cayó como un fardo sobre las piedras y sollozó amargamente.

Un lejano ruido de sirenas se coló entre Dvorâk. Un faro blanco opacó a la orquesta. Aitor vio a Tamar, con su uniforme de oficial de caminos, bajar de la patrulla.

¿Romero?... ¿El de las fotos?... Ah, sí, pasa...

Por aquí... Toma asiento... Permíteme un segundo, voy por las fotos... ¿Algo de tomar?

Aquí están. Son de nuestras últimas vacaciones. Éste soy yo, ella es Tamar, mi prometida. Mírala aquí, en traje de baño... Yo tampoco he conocido piel tan blanca. Ésta es la casa donde nos hospedamos. En la parte de atrás hay un gran jardín que va a dar al río. Éste es un árbol de zapote, éste de acá es un mango, y más atrás --aquí ya no se ven-- hay palmeras cargadas de cocos. Los zapotes son más o menos de este tamaño, como el árbol es alto hacen mucho ruido al caer. Éste es el río... No, casi no lleva corriente. Aquí está lo que quedó del puente peatonal.... Sí, el mismo día de su inauguración, con todo el pueblo encima. No aguantó tanto peso, lo peor fue que estaban arriba el gobernador, el presidente municipal, los delegados y muchos guaruras... todos al agua, dice la gente que sus gordos vientres los hacían flotar. Aquí estamos los dos en la playa. Sólo se puede llegar hasta ahí en lancha. Éste es el lanchero, nos condujo a lo largo del río hasta la desembocadura, donde se une con el mar. Aquí está. La arena es muy fina. Éste soy yo en el mar. Llegaba una ola de agua salada y otra de agua dulce, la salada caliente, muy fría la dulce. Otra vez yo en el mar. Me dio un ataque de risa. En ésta estoy cantando entre carcajadas: miiiiiiiiii buenosaire´h queriiiiiiiiiiiiidoooooooo cuaaaaaaaando shotefuelfafer noabrama´h peeeeeeeenaniol fidoooooooo etc. etc. La espuma me hacía cosquillas, casi me ahogo de la risa cuando Tamar me dijo que quizá la espuma renovaría mi virginidad, como hacía con Afrodita. Éramos felices. Tamar había dejado de dibujar, y me tomaba fotos. Casi agotó el rollo. Aquí me acababa de arrastrar una ola. Esta es Tamar subida en un zapote... ¿o es un mango? no, no, es un zapote. Éste resguardo lo hicimos con troncos y ramas que dejó la marea alta la noche anterior... sí, para protegernos del sol, aún faltaban tres horas para la llegada del lanchero y ella estaba ya muy quemada. Su piel es tan blanca que no soportó mas que un par de horas de sol. Enrojeció demasiado. Mira. Es cierto, este rojo tan intenso no es común. Y eso que no la viste despellejarse. Por todos lados le colgaban membranas de piel muerta. Un triste cuadro. Le dolía. Supongo que pasó la última noche sin dormir !Mi Tamar! Si tú supieras cuánto la extraño ¿Cómo no quieres que llore? La muy cabrona me dejó allá tirado... la he buscado por toda la ciudad... ¿Te recuerda a alguien? ¿La has visto? ¿Dónde? ¡No, a mí no me vengas con mamadas, dónde la viste... dime güey... cómo de que la soñaste! ¡que sueños ni que la chingada... dónde la viste güey! ¿Qué? ¿Que se te apareció haciéndote una chaqueta? ¡Tu pinche madre, ven acá güey! ¿crees que me voy a tragar eso de que no la conocías? ¡ven para acá, chamaco pendejo, orita mismo me llevas a donde la viste, qué lago ni que la chingada, orita me los ajusticio a los dos! ¡Hey, no huyas... esquincle! ¡Regresa hijo de tu pinche madre... cobarde... pinche chaqueto... la próxima ves que te enseñe fotos tu puta madre! ¡Bah, y todavía pretende cobrar el cabrón!

El Bar Gizeh era un sitio oscuro. Las siluetas se diluían en una densa nube de humo. Bocinas invisibles escupían estridencias que ahogaban cualquier tentativa de comunicación verbal. Una pirámide hueca cubría la pista de baile, mientras la masa abstracta de cuerpos apiñados palpitaba al compás de los tamborazos. Jeroglíficos casi aleatorios decoraban las paredes; al fondo, detrás de una mastaba, Ramsés II preparaba bebidas que diversas Nefertitis repartían entre las mesas y los sarcófagos abiertos, en donde algunas parejas intercambiaban fluidos.

La sombra de Romero erraba por los congestionados pasillos en busca de un baño. Al fin se atrevió a preguntar, el faraón Micerino balbuceó algún conjuro incomprensible y señaló un cartel con la leyenda CÁMARA FUNERARIA. Una escalera subía hasta el sanitario masculino, a diferencia de la CÁMARA DE LA REINA, en el sótano del Gizeh, a donde se llegaba descendiendo por una escarpada pendiente de estrechos peldaños.

Salió del baño. Se acercó a la mastaba y pidió una cerveza. Su mirada vagaba indiferente por las paredes del Gizeh. Se detuvo un instante en una representación deplorable de la diosa Osiris. Por algún extraño efecto magnético sus ojos descendieron a lo largo del cuerpo de la diosa. Su mano izquierda dejó caer la cerveza, la tensión de los músculos lo abandonó y Romero sintió que el Gizeh le caía encima. La figura de Tamar, a los pies de Osiris, le calcinó la retina y le derritió los huesos.

Los milagros existían, la virgen inmaculada que soñó, la misma que encontró en las fotos de Aitor sin creer por completo que fuera realidad, estaba ahora ante él. No la cubría el ostentoso vestido, ni la capa transparente, sino un traje negro entallado. No portaba la corona de perlas y azabaches, pero sus hombros al descubierto dejaban entrever el cambio de piel del que Aitor le había hablado. Un greñudo anónimo le acariciaba los pechos. Tamar navegaba en un sueño de alcohol, pero sin duda alguna era la misma mujer que en su onanismo creyó inventar. Se acercó hasta el altar de Osiris. Atestó un puñetazo en algún punto indeterminado de la greña del sacrílego y se llevó a rastras a Tamar, con una inexplicable convicción de no separarse de ella jamás. Salió pensando en una ofrenda de gratitud para Amón-Ra.

Mucho tiempo después Romero recordaría los días con Tamar como la mejor época de su vida. Nunca alcanzó a comprender por completo cómo hizo para llevarla vivir a su casa, a pesar de la familia, que por aquellos días fue una música de fondo para su felicidad. Ambos entraban a su habitación por la parte de trasera de la casa, sin ruido, pero al girar el picaporte los lejanos reproches familiares surcaban la casa y llegaban hasta ellos, que entre carcajadas los adoptaban para sus bocas y con muecas grotescas imitaban los rostros de la enfurecida parentela.

Los días con Tamar se grabaron en su memoria como viejos daguerrotipos color sepia, en una sucesión cadenciosa de imágenes que el tiempo se encargó de mitificar. Con el paso de los años Romero terminó siendo el último cliente de Romero, su memoria le mostraba viejas fotos, y se encargaba de contar la historia. Aquí están Romero y Tamar en el lago. Romero besando a Tamar junto a la fuente de los lobos. Esta es Tamar dormida. Tamar y Romero bailando en el bar Gizeh. En esta Romero adora con devoción a Tamar. Aquí Tamar enloquece por Romero, y en esta otra Tamar cuenta, en una noche sin estrellas, el aciago final de todos sus amores. Después de ésta Romero se olvidó para siempre de su querida mano izquierda. Aquí reconstruyeron el arquetipo original, y en esta otra mitigaron la profunda tristeza de no haber nacido juntos, ambos en un mismo cuerpo.

A pesar de todo lo que había de ocurrir, Romero nunca olvidaría la primera imagen de Tamar, aquella efigie fraguada en el sueño onanista que ella tomó por asalto, inmaculada, con la mirada baja y el pelo recogido tras la fastuosa corona escarlata. Los días junto a ella fueron como una época de gracia en que lo humano y lo divino se tocaron, y el cielo acompañó a Romero a todos lados.

2

--¿Madre, has visto a Tamar?

--¡Ah! Miren, niños, ya llegó el señor galán. Véanlo. Obsérvenlo bien.

--¡Mamá, no estoy para bromas!

--¿Que tú no estás para bromas? ¿Oyeron eso niños? Su hermano mayor no está para bromas. El señor anda buscando a su putilla arrabalera.

--Groserías enfrente de los niños, no mamá.

--¡Ven para acá esquincle baboso, te voy a enseñar las groserías!

--De las patillas no... ¡ay!

--Leeeerooooo leeeeeerooooo, candeleroooooo, traen a Romero de las orejaaaaaas... leeeeeerooooo leeeeroooo... a Romeeeeerooooooo

--¡Y ustedes se me callan y se me largan a bañar! ¿Ya vio el jovencito cómo está la casa? Aquí había una video. ¿Quieres ver la computadora de tu papá? ¡Pues yo también, porque tu putilla esa nada más dejó el puro mueble!

--Mamá, yo no sé nada de eso, solo ando buscando a Tamar.

--¿Y la caja con nuestros ahorros? Mírela usted... ¡Vacía!... ¡Toma! (¡Plaff!)

--¡Te juro que yo no se nada!

--¿No te advertí que no la dejaras sola en la casa mientras nosotros estuviéramos de vacaciones, no? (¡Plaff¡)

--No me pegues mamá, por favor

--¿Y quieres ver tu cuarto? ¡Hasta tu grabadora se llevó!

--No, no pudo haber sido ella, no es posible. No me puede dejar, nos íbamos a casar.

--Pero por pendeja me pasan las cosas, debí correrte con todo y lagartona, eso me pasa por ser una madre comprensiva. Bien me lo decía tu padre: "Esa mujer me da mala espina." ¡Hasta los cochinitos con los ahorros de tus hermanos se llevó!

--Mamáaaaaaaa... dice Polito que también se robó el Nintendoooooo

--¿Lo ves? ¡Ahora el Nintendo, te me largas inmediatamente a buscarla, esquincle baboso! ¿Me estás oyendo? ¡Y deja ya de llorar! ¡Romero, te está hablando tu madre... hey, deja esa botella de tequila! ¿Romero me estás oyendo? ¡Lo que faltaba, además de pendejo... borracho! Trae acá esa botella... ¡Romero! (¡Puc!) !Aaaaayyyyyy... se te va a secar la mano, le has pegado a tu madre, has osado levantarle la mano a la autora de tus días! ¡Te me largas ahorita mismo! ¡No te quiero ver otra vez por aquí! ¡Lárgate a buscar a tu puta esa, a robar a otro pinche lado, y deja de llorar, pareces vieja! ¡Adiós!

--Ingeniero, lo llamó la señorita Elena.

--Gracias Rosy ¿Tengo junta en la tarde?

--No Ingeniero, pero a las seis vienen los de Sun a probar el nuevo servidor.

--Está bien Rosy, gracias.

--Ay Ingeniero, hasta parece otro, ya le regresó el alma al cuerpo.

--¿Por qué Rosy?

--Pues cómo le diré, estaba yo tan preocupada. Regresó irreconocible de sus vacaciones, no contestaba llamados, y traía unas ojeras hasta el suelo. Ay Ingeniero, no es que me meta en lo que no me importa, pero creo que le hizo bien haber dejado a la señorita esa...

--¿Tamar?

--Sí Ingeniero, mire usted, hace tres meses ni quien pudiera hablar de ella sin que usted se pusiera a... ¡Ay Ingeniero! ya estoy siendo indiscreta.

--A llorar.

--Pues es que una se da cuenta Ingeniero, como no quiere que una se preocupe, si se va usted a la playa de tan buen humor y cuando regresa ya no hay quien lo reconozca; en el teléfono todo el día, que a Locatel, que a la Cruz Roja, que al canal 5, día y noche buscando a la mentada... ¿cómo dice que se llamaba?

--Tamar.

--A esa, pues...

--Ay Rosy, las mujeres.

--Pero bendito sea Dios que se apareció la señorita Elena, tan linda ella. ¿Si le dije que le llamó?

--Sí Rosy

--Pues sí, le digo. Hasta parece otro, es más, ya hasta se sale a caminar después de la hora de la comida; fíjese que a veces pienso "qué bueno que nunca apareció", mírelo, ya hasta se ríe.

--Ay, Rosy, es que me estoy acordando. Mira, hoy que salí a dar un paseo en el lago, vi a un tipo en una lancha.

--¿En lancha a estas horas? ¡Cómo hay gente floja! ¿verdad Ingeniero?

--No, espérate Rosy. El tipo traía un abrigo negro, con este calor.

--Hay cada loco...

--Y hablaba solo, parado en la lancha, como discutiendo el solito. Eso sí, traía una garrafa de este tamaño, y gritaba y gritaba.

--Esos borrachos no hay quien los aguante...

--Y déjame contarte: en una de esas, entre grito y grito, que se le cae la garrafa. ¡Ja! y el muy animal, por atrapar la garrafa se cayó de la lancha !Ja,ja, al agua sucia!

--!Ay Ingeniero, ahora sí me hizo reír!

--¿Y sabes lo peor? creo que era el pobre niño aquel, el de las fotos, al que agredí cuando andaba yo buscando a Tamar ¿te acuerdas? Por lo menos el abrigo era el mismo.

--Ay, pobrecito, se hubiera echado a salvarlo Ingeniero.

--¿Por semejante naco?

--No se crea Ingeniero. ¿Le preparo un café?

--Sí por favor. Y comunícame con el asilo, que ya este fin de semana sacamos a mi papá.

--Con gusto Ingeniero.

--Don Cátulo...

--Pasa muchacho !Pero que te ha pasado¡ Vienes empapado. Toma esto. Sécate.

--Ay don Cátulo.

--¡Muchacho, qué aliento¡ ¿Has estado bebiendo, verdad?

--Se fue. Me abandonó.

--No llores muchacho, el primer amor siempre es doloroso. ¿Por qué has bebido tanto? Beber... beber es lo que yo quisiera. Muchacho, ¿sabes que hoy es nuestra última reunión?

--¿Se va usted?

--No me voy, me llevan.

--¿Quién se lo lleva, si usted no tiene familia... o sí?

--El papanatas de mi hijo

--Nunca me había contado que... bueno yo no sabía... ¿Me puedo recostar? Es que todo me da vueltas.

--Sí, adelante. Déjame arrimarte este balde, por si te dan ganas de vomitar. Mira muchacho, la vida es dura, ya ves a mi hijo, cuando no debió abandonarme, me dejó aquí arrumbado. Ahora que no debe acercarse, sufre una crisis de cariño y me lleva a vivir con él. La vida es dura, muchacho. ¿Ves este álbum? ¿Recuerdas todas las historias que de aquí te he contado? Pues nada es cierto. Nunca hubo viajes, nunca hubo mujeres hermosas. No hubo Santiago, ni Lisboa, ni marineros borrachos, ni canciones de amor. La verdadera historia de este álbum es más dura. Son las fotos de mi pueblo. De mi primer amor. A esta chiquilla que has visto tantas veces la amé locamente, éramos un par de esquincles, tú sabes, pero cómo nos queríamos. Imagínate tú, entre todo el mundo, entre tanta gente, nacimos en la misma época y en el mismo pueblo. Nos adoramos, enloquecimos juntos. Pero la serpiente me había de tentar. Ay, muchacho, cómo me arrepiento de no haberme quedado en mi pueblo, arando mi tierra, cómo extraño esa pobreza de la que tanto renegaba. Me calentaron la cabeza con sueños de grandeza, con ambiciones sin par. Muchacho, yo la abandoné. Aún recuerdo su figura rota bajo el dintel, recortando el amanecer pueblerino que irrumpía en la habitación. Ay muchacho, la madrugada en que partía, me fue a despedir. No exigió explicaciones, no pidió respuestas. Solo fue a mirar. A convencerse ella misma de lo que todos en el pueblo le decían. Instante fatal en que la moneda tiene águila en ambas caras, y tu le apuestas a sol. Y te vas creyendo que ganaste el volado, sin saber que tu vida no será mas que un aciago aprender la misma lección: el amor no destruye lo que inventa, el amor no regresa, solo llega y se va. Años después, cuando el arrepentimiento horadaba mis noches, regresé al pueblo a buscarla, pero la tristeza la mató en forma de angina de pecho. La mataron las aventuras que nunca viví, el mundo que no conocí, y todos esos futuros paralelos que nunca ocurrieron. La mataron nuestras historias, las que hemos inventado a la sombra de este viejo álbum, para rellenar al pasado. El resto de esta historia no merece ser contado. La ciudad, inicio original de mi viaje, fue mi último destino. Aquí me quedé. Nunca viajé. Nunca enriquecí. Esta es mi esposa. Mis hijos. Mi casa y mi vida decente. Mis perros. Las fotos de mi fracaso. ¿Cuánto te debo? Hey, muchacho, despierta hey...

Hey faraón, échame una chela.

--¡Chamaco, hace tanto que no te parabas por aquí! Ya hasta te veo más grandecito.

--Las penas, las penas.

--Cómo ves nuestra nueva pirámide, ¿quedó chingona no?

--Lo que habían de remodelar son los baños. Esa pinche Cámara Funeraria está mortal para cuando andas medio pedo.

--Eso sí. Oye, y que buena puntería tienes ¿eh?

--¿Por qué?

--No te hagas güey, tan chaqueto que te veías, quién te viera.

--¿De qué hablas?

--Hazte pendejo, si ya vimos que embarazaste al cuerote ese con el que andabas.

--¿Tamar? ¡Embarazada! ¿La has visto? ¡Dime dónde güey¡

--Pues, hablando de Cleopatra... mírala, ahí viene. Bueno, yo los dejo. Que se diviertan, nomás no tomes mucho, reina, que le hace daño al chamaco...

--...

--...

--Hola.

--Hola.

--¿Ya andas peda, verdad?

--A ti que te importa güey

--¿Cómo de que qué me importa, ni que fuera tan fácil, creías que en seis meses te iba a olvidar?

--Ya déjame...

--No, ni madres que, tú no te vas, orita mismo me lo explicas todo

--¡Escuincle pendejo! ¿Ya te sientes grande no?

--¿Por qué dime, yo tanto que te quería?

--Pues porque me enteré que estaba embarazada. Con algo había de sobrevivir ¿no? Pero te juro que después me arrepentí, en realidad no quería robarles, pero era por una causa noble.

--Eso no me importa. ¿Por qué me abandonaste?

--Porque no te soportaba. Porque...

--!Pero cómo, si yo...!

--Cállate güey. Escucha. Todos los hombres son hijos de un mismo padre. Tienes 12 años Romero. Y adoras las nochebuenas. Tus mejores recuerdos se quedaron en los eneros de tu infancia. Enero, mes mágico para ti, robas las nochebuenas del rellano de las escaleras y las llevas a tu habitación, y cuando las demás niñas juegan a las muñecas tú disfrutas cada grieta en las hojas, cada puñado de tierra seca, y no hay espectáculo más bello que el de las nochebuenas marchitas, con las hojas endebles que apenas se sugieren sobre los tallos exangües. Alguna vez les inyectas ilusiones, las riegas con poca agua y disfrutas la avidez de las raíces, y percibes el instinto de supervivencia de cada célula cuando le regalas un poco de sol. Y en uno de tantos eneros se va papá, y tú lloras encerrada en tu habitación, con tus nochebuenas que están más tristes que tú porque saben que van a morir. Cuando las ves sientes como te miran, sólo piden agua y un poco de luz, y a pesar de que las amas no las alimentas porque dejarías de ser el centro de su universo y se dedicarían a fotosintetizar día y noche, y dejarías de quererlas porque ya no podrías compartir la tristeza de dos Navidades y papá que no regresa, pero mamá te dice un día "este es tu nuevo papá" y tu ves como te mira y te embarra los ojos por el cuerpo, pero un enero llega nuevo papá y te dice que tiene una nochebuena enorme, con un tallo así de ancho y hojas grandes muy rojas, que duraría hasta febrero sin gota, y tú te entusiasmas y preguntas dónde y vas con nuevo papá al sótano oscuro, ilusionada por que febrero va a ser como enero pero en lugar de febrero nuevo papá te soba por todos lados y tú que quieres tu nochebuena y nuevo papá que te dice no grites porque me llevo todas tus nochebuenas y te rompe la falda y te lastima con su cinturón y tú tratas de pensar en esa enorme nochebuena para que no te duela pero igual te duele y papá nuevo bufa como la cafetera y tú sientes que te matan pero nada es comparable a que nuevo papá tire tus nochebuenas y mejor te desmayas del dolor ¿entiendes Romero? Después sólo hay una triste historia en que comprendes lo que te hicieron, pero mamá no te cree, además ya pasaron muchos años. Tratas de amar pero en todos los hombres te encuentras con tu padrastro, y debes huir pues ya no tienes habitación ni eneros ni nochebuenas donde llorar. Todos los hombres son hijos de tu padrastro, no soportas un pantalón desabrochándose porque sientes la hebilla en tu cintura, las manos rompiendo tu falda. ¿Sabes Romero? siempre he pensado que quizá mi padrastro fue el vengador de tantas nochebuenas que hicieron de los eneros lo mejor de mi vida. Todos los hombres son hijos de mi padrastro, excepto uno, éste ¿lo ves Romero? Este que llevo aquí dentro. A él no lo tendré que formar atrás de mi padrastro, como macetas, con el resto de los hombres de mí vida. Con él lograré olvidar el pasado porque él nunca me verá con ojos de nuevo papá y nunca sentiré su hebilla clavada en la cintura ni sus manos rompiendo mi falda. ¿Comprendes Romero? Y ahora me voy porque no te soporto y esa sombra sobre tu rostro te da un aire de nuevo papá cuando no se afeitaba.

--¡Tamar, espera!

--Déjame, debo ir al baño

--...

--¡Tamar!

--¡Déjameeeeeeee!

--...

--!¿?!

--¡Hey, cabrones, vengan rápido, ya se resbaló la chava, llamen una ambulancia, faraón!

--¡Chingada madre, si yo les decía que esas pinches escaleras de la Cámara de la reina estaban muy empinadas!

--Pus también ya andaba re peda hijo

--¡Un médico cabrones, que se nos va a pirar la morra!

--A ver, levántenla, no le toquen la panza... !cancha, cancha! !Faraóooon, una pinche ambulancia!

--Ya valió madres. Éste menor de edad, y la otra embarazada. Ora sí nos clausuran... me cai que ora sí nos clausuran.

3

Foto de las gotas que caían sobre mi abrigo. Foto de la niebla espesa que cubría la ciudad, bañando de tristeza las calles, como si las paredes y los muros del asilo extrañasen las historias que dejábamos don Cátulo y yo en medio de ellas. Foto de Aitor la tarde en que recogió a su padre. Don Cátulo y yo nos miramos por última vez, todas las nubes del cielo se interpusieron entre nuestros ojos. Antes de poder despedirnos, Aitor lo levantó de la silla de ruedas y lo llevó hasta el auto sin siquiera mirarme. Adentro Don Cátulo conoció a la prometida de Aitor, tan bella y tan boba. El deportivo último modelo se alejó, y yo me quedé con la mirada de don Cátulo quemándome las manos, con la cólera encendida por los nietos absurdos que saltarían su alrededor hasta su muerte, por la enfermera que le habían contratado especialmente, y por el álbum que Aitor le había escondido para que por fin olvidara el pasado. Mientras se alejaban yo escuchaba la voz de Aitor, su perorata acerca de una nueva vida llena de dicha y felicidad; yo veía las sonrisas babeantes colgando de sus dientes, las veía tan claramente como los brazos de don Cátulo cubriendo su rostro, detrás de los cristales perlados de añoranza.

Foto de Aitor saliendo del hospital. Yo apenas voy entrando, pero ahora sí me reconoce. Musita en mi oído "¿no que no la conocías, cabrón?" y clava su mirada en la mía, mientras grita que si Tamar no lo hubiese abandonado, por lo menos hubiera abortado en un hospital privado. Yo me alejo entre las humildes plañideras que hacen valla en la sala de espera. Foto de la gorda enfermera que no despega los ojos del televisor mientras eructa "Habitación 24". Y yo llevo a cuestas el hospital antes de abrir la puerta y observar la lívida membrana anémica de su piel, sus brazos exangües, horadados por una aguja con suero, y esa mirada que como breve hilo de aceite nos reconcilia por última vez. Apesadumbrada foto de su semblante deshecho, del dolor ciego que se clava como aguijón en el cuerpo y en el alma. Foto de Tamar arruinada como el tallo de una nochebuena marchita, quizá el tallo enjuto de la gran nochebuena que su padrastro le prometió alguna vez. Quizá fuese febrero, y las hojas se estuviesen secando ya. Bien podrían ser yo una de las hojas, Aitor y don Cátulo un par de hojas agrietadas más. El feto por el que me dejó sería una última hoja seca sobre una tierra sedienta.

Tamar me miraba. Yo rompí esa fina lágrima extendida que unía sus ojos con los míos. Levanté la pantalla aislante. Desconecté el aparato de oxígeno. Y al liberar sus manos de la aguja para el suero, mis dedos resbalaron de nuevo sobre esa piel purísima, tan blanca como la que soñé alguna vez. Le regresaba su corona escarlata. La cubría de nuevo con su capa brillante. La enviaba de regreso al sitio que nunca debió abandonar: a mis sueños. Del lado de la fantasía. Allá, donde no existe el dolor.

4

Salió del hospital. Hacia la vetusta iglesia de la colonia. Un par de turistas cazaban palomas del campanario. Con una Instamatic. Balbuceó en un inglés mímico. Las turistas accedieron tomarse una foto con él.

Y se alejó lentamente. Soplando la foto entre los dedos.

© Jorge Harmodio Juárez 1997
México

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