Desde el ángulo formado por una pared que aloja la biblioteca poblada de volúmenes, otra que contiene un ventanal abierto al paso de los días y el suelo de envejecida madera, el insecto acorralado observa impasible la escena final de una vida con nombre bíblico. Sarah rebusca por los cajones frenética la última carta para recordar un remite quizá falso, quizá deshabitado. Oblicua, cortante, la luz del sol de la tarde se va desplazando imperceptible por su, rostro algo marcado ya por las sonrisas que no se volverán a dibujar. En medio de la habitación una silla (cuanto más diseño, más caro, más incómodo). Nunca me habría imaginado ahorcándome desde una silla de cinco mil duros. Seguro que cuando me suba se descojona por completo y me tiro los próximos seis meses recuperándome atada a la cama de un psiquiátrico mientras una gorda y fea monja me limpia el culo a medio camino entre le entrega y la repulsa. Luego se irá a su habitación a flagelarse con un gordo cilicio... aquí está la maldita carta. Querida Sarah: Siento tardar tanto en contestar a tus cartas y llamadas, pero he estado muy atareado con el nuevo complejo que estamos construyendo. Tendrías que conocer al socio que tengo aquí. Te gustaría su forma de tratar a los extranjeros, sin esa especie afectación de superioridad que demuestran la mayoría para con los que balbucean su idioma. Y además tiene una esposa maravillosa; seguro que os llevaríais estupendamente... Es increíble, qué cara tan dura. Y lo que realmente me molesta es que cuando se entere de que me he suicidado se crea que ha sido por él. Va listo, bueno, si no se rompe la horterada de sillita esta, porque hay que ver los colores que tiene mientras el insecto desde el ángulo asiste impasible a mi destrucción y se desplaza cero coma dos milímetros a su derecha con lo que la perspectiva pasa a encuadrar de manera explícita el negro de la ropa interior que asoma impúdicamente entre unas larguísimas piernas. Qué animal podrá querer montar un bicho así con tanta porquería por encima, de colores tan poco atrayentes y con ese olor mezcla de mil flores de jardín el que ya tanto tiempo lleva este tío sin regar mientras está con sus hotelitos en Grecia beneficiándose seguro a la parienta del socio cornudo. Valiente gilipollas debe ser el tal Gorgopoulos, pero qué voy a escribirle si cuando llegue la carta él ya estará aquí visitando a la abogada cara de pato esa para ver cómo pueden vender mis propiedades mientras los gusanos me devoran en la Almudena sin preocuparles siquiera que mi piel ha sido vestida por Dior, acariciada por firmes y suaves dedos y seducida por más de un insecto infiel como ese que mira desde el ángulo formado por mis piernas esperando la lluvia del día en que conocí a mi marido. La parada de taxis del aeropuerto estaba como siempre atestada de buitres con raya roja y sin ella, y como en una mala película se acercó a mí para ofrecerse a llevarme donde yo deseara y lo consiguió, vaya que si lo consiguió.
Doce años después cansada con él, juego a las palabras del solitario insecto, imaginándome mantis religiosa a quien por sorpresa intentan colmar para así poder, arropada por un ancestral derecho natural volverme súbitamente y devorar sin compasión al torpe macho que intenta entrar sin llamar antes, sin el arrojo de los que llevan la razón escrita en el alma. Y todavía me voy a poner profunda si ni siquiera me acuerdo de cómo se hace un nudo resistente. Por qué moverá nerviosa las manos la mujer que nunca alcanzaré con la lentitud de estas seis patas. Otras veintitrés tablillas de parqué y para cuando logre llegar, a cincuenta cuerpos sobre mis antenas suavemente se tambalearán sus pies descalzos, algo sucios ya, pero con esa capa negruzca doméstica, casi sensual, que se le queda a alguien después de andar un rato descalzo por la casa, semidesnudo quizás mientras otra tablilla superada me acerca a quien ya dejó de afanarse sobre la cuerda ... y el nudo ya está, ahora sólo me quedaría llamar a mi madre por última vez. Ella sí que se va a llevar un disgusto.
El timbre del teléfono cortó en seco los pensamientos de Sarah. Penetrando por la casa vacía hasta hacer temblar las antenillas del insecto de ideas lascivas y recursos más bien microscópicos. Otro ring para el combate que todavía se habría de librar. Desde dentro del auricular se percibía la voz que pugna por escapar de su cápsula, obligando a apartar un poco el aparato de la oreja. Sarah asentía una y otra vez, recortando su silueta contra la pared crema, coronada por una imitación de Kandinski que le habían regalado, levantando rítmicamente el talón del pie descalzo. En el centro de la estancia, como esperando, la silla sobre la que reposaba la cuerda. Y a dos tablillas de parqué menos, el pequeño inquilino de los rincones acortando distancias, ideando ya o sólo entreviendo la mejor forma de poner cerco a su víctima. Claro que si la observa uno detenidamente, se podría llegar a sentir una cierta inclinación natural, ya se sabe, nada voluntario...pero, pero qué es esto...se me ha enganchado una pata entre dos tablillas. Toda una vida recorriendo este desierto de madera y en este momento tan importante se me traba una de las patas...de gallo las que tú tienes guapa, y además deja de meterte con mi estilista que me cuesta un riñón y es muy majo. Escucha mamá, iba a llamarte ahora mismo, quiero que mañana por la mañana a primera hora te acerques al banco...sí, donde tenemos la cuenta juntas y saques todo el dinero que haya...sí, te he dicho que todo. Al otro lado de la línea las preguntas tomaban posición de ataque para desentrañar el misterio escondido tras esa extraña petición. Pero la insistencia de Sarah logró saciar el apetito de la viuda madre, a quien cuando colgó el teléfono una intuición recorrió su espalda de arriba abajo, una y otra vez hasta concretarse en certidumbre de la catástrofe inminente. Conocía bien a su hija, a la que tenía por inmadura y compulsiva, con reacciones imprevistas de difícil justificación. Pero había muchos matrimonios que no funcionaban del todo bien, bueno y que iban rematadamente mal, aunque eso no era motivo suficiente para lo que imaginaba que quería hacer su hija con esa petición que por otro lado le iba a suponer el fastidio de tener que madrugar, y claro eso no le gustaba demasiado. Así que decidió ir a visitarla cuanto antes.
El salón de relativas dimensiones: inmenso para el diminuto atacante que atrapado entre dos tablillas forcejea sin descanso y demasiado pequeño, con exceso de muebles inservibles, para la mujer que retorna a su labor de autoinmolación tropezando con un revistero en el que asoma el último número de ELLE, que toma y le echa un vistazo olvidando un momento su propósito. Se sienta en el altar de a veinticinco mil, para al momento quitar la cuerda de debajo de su ... icidas está el mundo lleno, y si no fíjate en este reportaje sobre las depresiones de mujeres que rondan los cuarenta, que se replantean su vida llegando a conclusiones desoladoras. La verdad es que no estoy realmente amargada de mi vida, es más bien una renuncia voluntaria, premeditada, como dejarse ganar en un juego que dominas. Es el placer que imagino me producirá hacer un fantástico corte de mangas a todo y a todos. No debo de estar muy cuerda cuando me planteo mi propia muerte con tanta frialdad. No lloro, hace tanto que no lloro. A mí me da igual que sea una braguetafloja, ni tampoco que no me quiera... Reflexiona Sarah con la revista abierta lánguidamente entre las manos, la luz de la tarde degradándose algo impasible con todo lo que dejará pronto de alumbrar y un tremendo alarido silencioso que recorre la quitinosa estructura del voluntarioso insecto, que después de un tremendo esfuerzo logra liberarse de su problema a costa de perder los dos últimos segmentos de su pata posterior derecha, mutilación insignificante cuando su meta está tan cerca ya gracias a los titubeos de la Gran Mujer, cuando las dudas sobre el deseo se han ido transformando lenta pero sólidamente en la certidumbre de la necesidad imperiosa por llevar a cabo su objetivo: seducir a esa mujer, evitar que se ahorque. Los inconvenientes propios de la empresa que estaba dispuesto a acometer, y que conocía bien, serían solventados sobre la marcha, improvisando algo. Sus geniales condiciones intelectuales, desarrolladas y transmitidas genéticamente a través de ciento sesenta y cinco millones de años, podrían muy bien dar con una solución para sus diferencias de estatura y tamaños.
No solía coger taxis pero los viernes por la tarde el metro estaba insoportablemente atestado por una miríada de adolescentes protagonistas de encuestas, habitantes de la nada y ruidosos por naturaleza. Así que alzó su mano para llamar la atención de uno y le dio las señas de su hija. Avanzaron despacio por la ciudad atestada de coches, de gentes que rápido iban a todos sitios. Hasta llegar frente a la casa de Sarah quien ya firmemente sujeta la cuerda y alrededor de su cuello aprieta el nudo corredizo, con los pies descalzos sobre una revista ya leída, despidiéndose en silencio de una vida ya vivida. Debajo de la silla alzando la cabeza el insecto grita un nombre, y con toda la fuerza del mundo coge aire para así irse hinchando, dilatando su cuerpo bajo el caparazón, aumentado su volumen poco a poco. El timbre de la puerta suena una, dos, tres veces cuando ya una patada torpe la silla ha tirado. Una pata logra engancharse al cinturón del albornoz rosado, tirando fuertemente hacia abajo y la madre viuda recuerda que lleva una llave de repuesto en el bolso y se decide a entrar. Rompiendo la magia, deshinchándose el insecto, rindiéndose un cuello, azulando la piel, desorbitando unos ojos que ya no miran más que a si mismos. Y ya vuelven las risas del parque a recorrer indiferentes los árboles. Cuando Sarah se tambalea, como queriendo descolgarse a base de pequeños impulsos, de diminutos deseos.
Descuelga a su hija entre sollozos callados y observa cómo una sonrisa se ha quedado insinuada en su rostro. La sostiene en su regazo, acunándola mientras se aleja, pequeño, un bichito por el suelo, a trompicones, cojo y casi triste, y llegará a la calle con mucho esfuerzo, deteniéndose en la calzada. Esperando muy quieto a que un inmenso neumático le aleje de su fracaso. El sol casi se ha puesto ya y recuerdas sus pies meciéndose, como queriendo descolgarse a base de pequeños impulsos, de diminutos deseos.
© Juan M. Martínez 1997
España
Cecilia López Ridaura, México