Si no hubiera pegado contra la misma silla dos o tres veces durante
la mismas emana, ella nunca se hubiera dado cuenta. No era como que
la silla estaba pegada al suelo, la pudo haber movido; pero él nunca
lo hizo, y ella no lo iba a hacer. La primera, vez el golpe fue tan
duro que la espinilla de él dejó una marca dentro del pantalón.
Ella lo escuchó quejarse, pero no le preguntó nada porque
él era así. Siempre se quejaba. Se quejaba de
las cosas más insignificantes: por olor del perfume de ella, que
no lo dejaba oler la comida, porque ella salpicaba el espejo del baño
con la pasta de dientes, porque
hablaba sobre cosas que no debía cuando estaba dormida.
Cuando ella vio la mancha en la parte de adentro del pantalón, supo inmediatamente por qué estaba ahí. Restregó el pantalón y lo dejó solo un rato, mientras preparaba el resto de la ropa para lavar. Decidió no preguntarle nada. Él no le iba a decir, de todas formas, como tampoco le iba a decir la segunda vez que le pasó. Esta vez hubo una excusa, y ella pensó que las coincidencias le podían suceder a cualquiera, incluso a su marido.
La alarma no había sonado, y por eso ella supo que aún no eran las cinco de la mañana. Él se levantó a orinar. Lo escuchó moverse por el cuarto, buscando sus anteojos que ella había movido de la mesita de noche del lado de él. Con los ojos cerrados, respirando sin moverse, a penas sintiendo el palpitar de su pecho, lo escuchó refunfuñar y buscar detenidamente, tanteando los muebles, moviéndose como si se deslizara por la habitación. Ella sabía que se movía con delicadeza para no pegar contra las cosas. Buscó en las gavetas del mueble antiguo donde ella guardaba su ropa interior. Sintió la seda entre sus dedos, sintió las hebillas de los brasier, y las medias oscuras que ella tenía pero que nunca se había puesto para él. Buscó en el ropero grande, pero desistió porque no había manera que sus anteojos estuvieran entre los zapatos grandes y tontos de él, ni entre los finos y de tacón alto de ella. Finalmente pasó a la cajita de las joyas y ahí estaban, guardados dentro del estuche.
Por una esquinita fina del ojo, ella lo vio meter su cara entera y ancha dentro de las varillas metálicas con cristales gruesos, como culos de botella de champán. Se movió con suma cautela hasta llegar el cuarto de baño. Él siempre orinó sentado, y a oscuras. Pero nunca se había caído. Estavez, cayó de espaldas, impotente y sin poder agarrase de nada. En el aire cerró lo ojos, como para no darse cuenta de su caída ni sobre qué iba a caer. Pegó la cabeza contra la papelera de lata y el codo contra el inodoro. Ella lo escuchó quejarse, decir algo entre los dientes, y luego apoyarse sobre el lavatorio para levantarse del piso helado de mármol. El no haber calculado bien la taza del inodoro era algo que le podía haber pasado a cualquiera, incluso a su marido. Lo escuchó orinar, y luego vaciar el inodoro. Se lavó las manos, y cerró la puerta.
Fue cuando regresaba al dormitorio que pegó de nuevo con la silla del pasillo. El ruido repentino y seco de la madera se mezcló con el que a penas se escapaba de sus labios cerrados. No protestó. Se metió de nuevo en la cama, como si nada hubiera pasado, se quitó los anteojos y los guardó con el mismo protocolo de siempre, como si fueran un diamante de precio incalculable. Y es que él lo hacía todo así.
Cuando se casaron, lo que más la sorprendió a ella fue tener que plancharle las pijamas. Pero también le sorprendió las otras cosas: la nitidez del hogar, las cosas en su lugar, todo ordenado de acuerdo a tamaños y colores, y todo aquello poco a poco se volvió parte de la vida cotidiana. Al principio le costó acostumbrarse, pero se fue olvidando de espontaneidad de vivir, de meterse en la cama así como así, desnuda y sin preocuparse de nada.
Ella era muy espontánea, hasta que lo conoció a él, y empezó, como él, a lavarse el cuerpo, los dientes y peinarse antes de ir a dormir; también aprendió a no dormir desnuda, y a dejar las cosas preparadas para la mañana siguiente. Aprendió a preparar la mesa a la hora de la cena como si esperaran visitas, a no hablar ni escuchar música cuando él leía, a dejar las cosas donde las habías encontrado. Su vida se convirtió en un calendario, y ella no había protestado hasta hacía poco, cuando él le pidió que saliera menos de noche.
Cuando a plena luz del día él pegó contra la misma
silla, por tercera vez, ella le preguntó si se estaba quedando ciego.
"Lo que pasa es que esta mierda de silla no debería estar acá.
Creo que a veces hablo en ruso que nadie me entiende cuando digo y repito
las cosas." Se enojó mucho con ella y le pidió
que si salía de noche los viernes al menos tuviera la decencia de
cerrar la puerta, "porque el sábado por la mañana me levanté
y me di cuenta de que me habías dejado a mereced del vecindario.
No sabes cuánta gente se despierta muerta por esas cosas".
Ella le pidió disculpas y prometió no volver a dejar la puerta
abierta.
Comentarios de ojos de cuervo:
El manejo del idioma es muy bueno, la ambientación nos remite a las diferentes escenas, sin embargo el texto se ve confuso, parece que está incompleto. En los personajes no existe una fuerza antagónica que lleve la historia a un desenlace, lo que parece pasar es que el está perdiendo la vista y no quiere aceptarlo, mezclado con un deseo de darle un sentido de humor a la historia, sin embargo no existe la malicia que este escritor ha mostrado en textos que le conocemos en otras páginas, como el de la pareja en donde ella engaña al marido con un joven por ser ese joven lo que era su marido, en este caso es claro como una historia cotidiana toma un carácter diferente, inesperado, cosa que no sucede en este texto.
El uso de el y ella pesa demasiado y difculta el seguimiento alejando a los personajes del lector.
La última frase confunde y parece no tener relación con
el resto, ya que la historia se desarrolla sobre la silla y termina sobre
la puerta abierta. Todo parece indicar que no hubo ni habrá cambio
en la vida de estos dos personajes que los pueda hacer calificar como personajes
narrativos.
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