Tenía las uñas pintadas de rojo obscuro lo que hacía
que la piel, depilada, se viera más blanca, casi amarilla. Ningún
músculo en tensión, relajada la piel a pesar del frío
del metal, parecía más una escultura de yeso que una pierna
de mujer.
Era una pierna de mujer, tu pierna, larga, delgada e izquierda.
Cuántas veces, a los quince, la luciste frente al espejo con el
zapato de tacón de tu mamá, viendo cómo se flexionaría
el tobillo cuando bailaras. Apoyar el tacón para marcar un tiempo,
la punta para dar la vuelta.
No sabías bailar entonces, pero la salsa, la cumbia, el
vals y hasta la mazurca aprenderías con el tiempo.
Pero hay que apurarse, hay que bailar hasta ampollarse, correr
hasta cansarse, andar hasta donde se pueda. Esta es la moraleja a la que
despiertas de pronto.
Te acuerdas, llorando de cuerpo entero, de ese andar costeño
que estabas ensayando con la minifalda negra de satín. De tu cadera
firme y vigorosa, bien plantada sobre tus piernas de diecisiete años
de largo, no muy usadas. Con ellas, mantuviste la cadera de aquel primer
galán donde quisiste, y lo acariciaste con el talón en los
muslos, y luego su mano en tu pantorrilla acariciando tus medias.
Con paso firme y seguro, decidiste alejarte de él, cuando
viste que no habría vals, ni anillos, ni estufa, ni nada.
Ahora los extrañas a ambos. Al galán que dejaste
ir lejos ¡quién sabe a donde!, mutilando así tus sueños,
amputando tu adolescencia; y a tu pierna, con las uñas pintadas
de rojo, que se marchita lejos de ti en la mesa de disección del
hospital.