Terminamos la universidad, al regresar nos encontramos con que Ana María se encontraba embarazada, los dos teníamos miedo de su padre, el haber manejado los aserraderos de la familia desde muy joven lo hicieron un hombre violento y acostumbrado a las armas, no estuvo de acuerdo en que Ana María dejara su casa para ir a estudiar a Monterrey. Cuando se enteró que estaríamos juntos, me mandó llamar, se veía molesto, me pidió que convenciera a Ana María que se quedara, le dije que lo haría. Ana María se salió con la suya.
El tiempo pasaba, no sabía que hacer, seguía sin tener idea de como resolver el problema. Al poco tiempo Ana María tuvo un desvanecimiento enfrente de su nana. La nana me miró amenazante, la sangre se le agolpó en la cara, me sentí aterrado, no por ella, sino por el temor de que nos acusara con el padre, sin pensarlo me hinque pidiéndole perdón.
Al conocer los detalles me ordenó que fuéramos a ver a una vieja comadrona en la sierra, dijo que varías de las amigas de ella e incluso hasta de su mamá lo habían hecho así, el precio del "trabajo" tendría que ser en especie, la tarifa era siempre la misma, frijoles, arroz, garbanzos, harina, necesitaríamos un vehículo que pudiese llevar toda esa carga por caminos de terracería, puntualizó que debíamos ir sólos.
Iniciamos los preparativos, rentamos el vehículo, compramos la larga lista de provisiones que nos había dado la nana, eran las cinco de la mañana cuando nos hicimos al camino. El día estaba nublado, llovía ligeramente, no hablábamos, el único sonido que escuchábamos era el de los limpiadores al rozar contra el parabrisas. Tomamos la desviación de terracería, la marcha era lenta debido a lo lodoso del camino, estaba preocupado, ya habían pasado cuatro horas y no llegábamos. Cerca de las once de la mañana alcancé a ver una ranchería, eran cinco casas de gran tamaño, tenían muros de adobe y techos de palma, la lluvia se hizo más fuerte.
La anciana que estaba en el pórtico de la puerta se cubrió con un chal, se acercó lentamente a la camioneta, cuando llegó sólo dijo:
- Los esperaba, ¿traen la paga? - yo sólo incline la cabeza en señal de afirmación, ella prosiguió:
- Tu espera aquí. - dirigiendose hacía Ana María le dijo. - Tú, muchacha, sígueme - Se fueron las dos, las seguí con la mirada, hasta que entraron a la casa. Perdí la noción del tiempo, tenía un nudo en la garganta, me recosté en el asiento, el ruido intermitente que hacía la lluvia al golpear el toldo comenzó a arrullarme hasta que me quedé dormido.
Desperté al escuchar unos golpes suaves en la ventanilla, era la vieja, Ana María estaba del otro lado esperando a que subiera el seguro, me baje para ayudarla a subir. Estaba a punto de preguntarle a la anciana si podía pedir que me ayudaran a bajar las provisiones, ella no me vio ni me dirigió la palabra, se dio la media vuelta, en ese momento me di cuenta que las provisiones ya no estaban, debí dormir profundamente para no sentir cuando las bajaron.
Ya estaba oscureciendo cuando tomamos el camino de regreso, me preocupaba que la vieran llegar tan pálida y ojerosa a su casa. La vieja le había dado un brebaje, no tenía dolor, sólo le molestaban los tumbos del camino, se sentía terriblemente inflamada.
Pasado un año no volvimos a comentar sobre lo sucedido, nos casamos. Mi suegro le dio a Ana María como regalo de bodas uno de los aserraderos, me quedé a cargo como administrador, puedo confesar que era lo que deseaba al casarme con ella. Nuestra vida correspondía a la de un matrimonio joven en una ciudad pequeña.
Meses después Ana María volvió a tener desvanecimientos, me sentía orgulloso, la felicidad de poder tener al fin nuestro hijo, sin problemas; esperado, amado. Mis suegros casi no salían de la casa, por fin tendrían al primer nieto.
El trabajo del aserradero me obligaba a pasar la mayor parte del tiempo en la sierra, trataba de no quedarme allá, no importando a que hora llegará a la ciudad. Una noche accioné el control eléctrico para abrir la puerta de la cochera, al fondo vi que Ana María se encontraba tirada a un lado de la alberca. Corrí hacía ella, traté de reanimarla pero no reaccionaba, corrí a la casa, tomé el auricular y se me cayo de las manos, se me dificultaba controlar el temblor que tenía en todo el cuerpo, llamé al hospital, no quería perder al niño. Regresé al jardín seguía inconsciente, con las mandíbulas apretadas y una mueca de dolor.
El doctor que la atendió me dijo con cara de preocupación de que todo indicaba que había sido un aborto, me preguntó lo que hicimos con el producto ya que los enfermeros no encontraron nada al recogerla, no supe que contestar, el médico no insistió.
El precio del papel comenzó a bajar, cada vez pagaban menos por la madera que vendíamos a las fábricas, teníamos que aumentar el nivel de producción. Me dolía recordar lo sucedido, me atormentaba la idea de que fuese el castigo por lo que habíamos hecho un año antes. Ana María se veía triste, un poco distante, con el paso de los meses se fue recuperando, nuestra vida, a pesar del trabajo en el aserradero volvía a retomar la tranquilidad perdida, sin embargo, yo no podía evitar que Ana María sintiera ese dejo de reproche que tenía hacía ella por lo sucedido.
Pocos meses después volvió a quedar embarazada, la noticia me dio una mezcla de alegría y temor, ya llevábamos dos intentos fallidos, en esta ocasión todo debería de salir bien, tomé la precaución de contratar enfermeras de tiempo completo para que la cuidaran.
Cierto día eran cerca de las dos de la mañana llegué a la casa, no encendí las luces para no despertar a nadie en la casa, ya conocía el camino, me extrañó sentir un bulto al pié de la escalera, prendí la luz. Era Ana María, estaba tirada al pie de la escalera, sangraba profusamente, había un charco de sangre bajo sus caderas, no se movía, alarmado le busque el pulso, estaba viva, llamé a una ambulancia.
En esta ocasión el doctor se mostró duro, cortante, no le interesaba saber lo que estaba pasando, otro aborto en el que no se encontraba el producto, fue tajante al decirme que sólo por atención a su padre la había atendido, sería la última. A medida que hablaba el doctor se me resecaba la boca, tenía un sentimiento de frustración y de impotencia. No la visité en el hospital, esperé a que se recuperara.
Me atormentaba la duda de que ella hubiera ido nuevamente con la vieja, que no quisiera tener hijos, no encontraba una razón que lo justificara. Sentía que era injusto formarme juicios anticipados, me hice el propósito de hablar con ella después, ya que estuviera más tranquilo.
Cuando regresó a la casa me costó trabajo reconocerla, estaba avejentada, tenía la piel amarilla y el cabello cenizo, me dolía verla en ese estado, la ayude a entrar. Pasadas algunas semanas ella no se reponía, yo dudaba en sacar a la conversación lo sucedido.
Una noche la encontré llorando en su habitación, me acerqué, me dolía verla llorar, conforme la abrazaba y le acariciaba el cabello se fue calmando, comenzó a decirme que se sentía culpable, que la primera ocasión pensó que había sido un pesadilla provocada por el dolor, sin embargo en esta ocasión a pesar del letargo en el que se encontraba, vio entre visiones a los mismo hombrecillos, llevaban túnicas de manta hasta las rodillas, varios se le subieron encima, unos la amordazaban en tanto que otros la ataban de pies y manos, la tiraron de la cama, la arrastraron por el pasillo, sintió como se le raspaba la piel al contacto con la alfombra, los recuerdos no eran precisos, venían intermitentes, la llevaron hasta la escalera, al llegar ahí la empujaron golpeandose varias veces al caer. Estaba oscuro, pasaron unos segundos en la que la dejaron inmóvil, sin aviso previo sintió que le clavaban un puñal a través de la matriz, el dolor fue intenso. Era lo que recordaba, cuando despertó se encontraba en el hospital.
Conforme escuchaba su historia, la duda me atormentaba, no sabía si creerle, pasé saliva, no pude contener las lagrimas, lloramos juntos hasta quedarnos dormidos.
Dejamos de tener relaciones, ella no me lo reprochaba, me daba miedo pasar por lo mismo una vez mas. Sentía rabia, me rebelaba ante la posibilidad de no poder tener hijos. Al mismo tiempo el remordimiento por el primer aborto no dejaba de ahogarme, tenía que saber si Ana María me estaba mintiendo, no podía quedarme inerte. A mi mente venía una y otra vez lo sucedido, estaba enloqueciendo, la duda de lo que había pasado no me dejaba dormir, el aserradero andaba mal, las cuentas no se estaban pagando, tenía que poner fin a esto de alguna manera. Se me ocurrió la posibilidad de ir a ver a la anciana comadrona, la obligaría a confesarme si Ana María le había pedido que abortara nuevamente.
Pasé una semana atormentado por la incertidumbre, no lo pensé más, ayer fui nuevamente con la anciana. El camino no había cambiado, la bruma entre los árboles, la hojarasca cubriendo el piso daban un aspecto fantasmal. Al llegar a la ranchería, no había señales de ella, bajé de la camioneta y me asome a las diferentes chozas, en la primera encontré una gran olla de frijoles en cocimiento, entré, al fondo había otra habitación en la que el piso estaba lleno de excremento de cabras, era una costumbre en la región que debido al frío los animales tenían que estar a cubierto por las noches. Me pareció extraño que en chozas tan grandes sólo hubiese visto en la primera ocasión a la anciana, no vi a otras mujeres o a niños, seguí recorriendo las chozas. Al llegar a la choza del centro, la más grande, estaba tan oscura que necesitaría la linterna para entrar, fui a la camioneta por ella.
Una vez dentro encendí la linterna, las paredes de adobe estaban recubiertas por una capa de cal sobre la que había pinturas de apariencia prehispánica. Me quedé perplejo, se trataba de una serie de imágenes, la primera representaba a la anciana introduciendo un cuchillo de obsidiana dentro de la matriz de una mujer embarazada, la siguiente la mostraba sacando un feto completo con las dos manos. La tercera, representaba a la anciana en una especie de rito ofreciendo el feto vivo ante una figura grotesca en piedra, la última mostraba a la anciana amamantando al feto.
Escuché gritos y chillidos que se acercaban, al llegar a la puerta
vi decenas de semihumanos, se me revolvió el estomago, llevaban
túnicas blancas como los había descrito Ana María,
sus caras estaban contrahechas, todos similares, se abalanzaron hacía
mi, me quede pasmado, tarde unos segundos en correr hacía la camioneta,
algunos lograron asirme las manos, comenzaron a mordisquearme con dientes
diminutos, los azoté contra la camioneta antes de abrir la puerta.
Una vez dentro, se treparon al toldo, al cofre, al parabrisas, no podía
ver, arranqué, choqué contra el muro de una de las cabañas,
las túnicas de varios quedaron ensangrentadas, me eché en
reversa y enfile hacía el camino, a los veinte segundos el velocímetro
marcaba cien kilómetros por hora, no quité el pié
del acelerador hasta que llegué a casa.
Ferrante d’Esté