Sus ojos me recorren palmo a palmo. Se detienen en mis manos engarfiadas
y tensas, las uñas largas. Se fijan en mis pechos marchitos, en
mi piel acartonada, en mi pelo sin vida.
Los veo pasar. Uno tras otro se amontonan en el estrecho pasillo,
las caras casi pegadas al vidrio. Sus miradas hieren mis piernas huesudas
rematadas por las medias flojas y los botines de charol polvorientos.
No saben de la obscuridad opresiva y asfixiante, tan lejos de
la luz de los focos que ilumina sus miradas. No se imaginan siquiera los
ruidos enloquecedores. Nuestras muecas de terror les hacen gracia. Piensan
que ellos sí encontrarán la paz, que descansarán,
que si fueron buenos y obedientes no hay nada de qué preocuparse.
Paloma Díaz del Rincón, por la mañana sale
de su casa; el vestido blanco hasta los pies, medias de seda, botines blancos
de charol, azahares en el pelo, gardenias en la mano izquierda, en la cara
una sonrisa forzada. A su derecha va don anastasio Díaz, su padre.
Paloma Díaz del Rincón, por la madrugada regresa
a su casa, desnuda, tapada tan sólo con una sábana blanca
inmaculada, sin zapatos, en el brazo izquierdo tiene los dedos incrustados
del marido que la jalonea. En su cara un moretón ya se empieza a
obscurecer.
Paloma Díaz del Rincón, sentada en la sala de la
casa paterna finge no escuchar la pregunta que su padre le escupe furioso
luego de oir a su marido. ¿Quién fue? Ella calla sin despegar
la vista de sus pies magullados por las piedras del camino. Ni modo de
hablar, de contar lo del rio, de las manos de Simón en su cintura,
ni modo de hablar de los besos bajo el pirul o de la sangre escurriendo
por sus muslos.
Paloma Díaz del Rincón siente el primer contacto
con el cinturón de su padre y piensa que se quiere morir. Al segundo
golpe cree que le falta poco, que lo va a lograr. Con cada golpe, consigue
detener su respiración, apagar su corazón un poco más.
Ya no siente su carne ensangrentada ni la severa mirada de su marido recriminándola.
Ya no la lastima la vergüenza de don Anastasio Díaz.
Paloma Díaz del Rincón sale de su casa al medio
día; el vestido negro hasta los pies, medias de seda, botines de
charol, crisantemos en el pelo, en las manos un rosario. Siguiéndola
con el entrecejo fruncido, va su padre. Doña Maria Luisa del Rincón,
toda de negro, arrastra los pies juto a él. Poco más atras
va el marido con la honra recobrada. Paloma va acostada sintiendo el movimiento
de los hombres que cargan su caja de madera aliñada con cintas negras
por fuera y satín blanco por dentro, la tapa de cristal.
Se detienen y siento que me bajan poco a poco. Llego al suelo
y sigo bajando, despacio, más y más abajo. Veo las caras
asomadas en el rectángulo que es la tierra. Todos me miran compungidos.
Yo sigo bajando. Luego me detengo, ya llegué al fondo. Me avientan
flores y tierra, uno a uno mis deudos se despiden de mí. La tierra
va tapando lentamente la luz y los sollozos de mi madre. Ahora todo es
silencio y obscuridad. Me da miedo y para distraerme trato de pensar en
Simón, sólo en Simón.
Y pienso y pienso pero entonces tengo que dejar de pensar porque
oigo que la caja cruje y tengo frío. No se cuánto tiempo
llevo aquí, si horas, si meses o años. El miedo no me deja
recordar nada, ni siquiera a Simón. Y oigo como algo trata de entrar.
No sé lo que es, pero lo sospecho y mi piel se eriza de terror.
Son los gusanos, miles y miles de gusanos que se arrastran sobre mí,
que me cubren con sus cuerpos blandos, gelatinosos y fríos, que
meten silenciosamente por los oídos y por la boca y por los ojos
y empiezan a comer despacio, casi sin que se sienta, alimentándose
de mi cuerpo y arrancan mi piel centímetro a centímetro con
sus besos. Y entonces logro moverme y trato con todas mis fuerzas de romper
el cristal fortalecido por el peso de la tierra que lo mantiene en su sitio,
y rasgo el satín y araño la madera y grito, grito como nunca
antes, ni viva ni muerta, lo había hecho y mi cara se endurece con
la boca en forma de grito.
Pero no, no son los gusanos los que vienen; lo que trata de entrar
son las voces de los que me rodean, que se quejan y gritan, como yo, de
frío y de miedo. Por las grietas de mi caja van entrando los lamentos
espantando a los gusanos que torpes y ciegos huyen de aquí. Con
las voces entra también la tierra salitrosa y se me pega a la piel
como una costra, endureciéndola.
De pronto entra la luz. No se cuanto tiempo ha pasado, no me
acuerdo. Hay muchos hombres que me miran con curiosidad. Retiran lo que
queda de la caja y cepillan el cuerpo con una brocha tratando de no romperlo.
No pueden evitar que se caigan dos dientes; cuentan los que quedan y apuntan
el resultado en una libreta. Ciudadosamente desprenden los jirones en que
se ha convertido el vestido, dejando sólo las medias y los botines.
Uno de los hombres se mete el rosario al bolsillo cuando cree que nadie
lo ve. Al fin terminan. Satisfechos le amarran una etiqueta al dedo gordo
del pie derecho. Meten el cuerpo en otra caja que ahora tiene el cristal
a la derecha.
Dentro de la vitrina, desde el fondo de mis pupilas blancas de
cal veo los focos que iluminan los pasillos y las caras casi pegadas al
vidrio, de los visitantes que, por cinco pesos, vienen a ver la muerte.