Siempre estuvieron juntos. Aun antes de nacer se miraban a los
ojos conociéndose entre las tinieblas de sus envolturas. Llegado
el momento él se fue sin siquiera despedirse y ella no tuvo más
remedio que seguirlo a donde la luz aturdía y el aire ahogaba, donde
los gritos herían.
La madre se apresuró a ponerle aretitos y el eterno moño
rosa a la niña para evitar confusiones. Aunque a simple vista eran
idénticos, en realidad, uno constituía una imagen invertida
del otro; el lunar en el hombro izquierdo de él, reaparecía
en el hombro derecho de ella. Ella era zurda, él diestro. Hombre
y mujer.
No eran muy sociables. A los cinco años ninguno de los
dos había pronunciado una sola palabra y ni la madre podía
atravesar la barrera de silencio que como una placenta los aislaba del
mundo. Callados, se pasaban el día tomados de la mano, fijas las
miradas en los dibujos que formaban sus dedos entrelazados.
Su infancia trasnscurrió entre las paredes silenciosas
de su casa y los pasos amortiguados de la enfermera contratada para cuidar
de la madre siempre en cama, atormentada por el diagnóstico de autismo
que la dejó fuera del mundo de sus hijos.
Al crecer, el parecido en lugar de mitigarse, se acentuó
aún más; las pequeñas diferencias en sus cuerpos dadas
por el sexo, eran casi invisibles ante la similitud de gestos, de posturas,
de miradas.
Sus manos también crecieron abriéndoles las posibilidades
de ese juego dactilar que practicaban a diario. Se perdían viendo
en sus palmas cómo coincidían perfectamente cada una de las
pequeñísimas lineas que forman el mapa del destino. O la
mano de ella recorría la cordillera de nudillos de su hermano y
él abría y cerraba el puño cambiando el paisaje, desviando
el curso de los ríos que en su caudal hinchaban la piel. O con la
uña dibujaban sobre el dorso, mensajes y versos secretos que había
que descifrar. Pasaban horas con las manos extendidas, palma contra palma,
sin tocarse pero tan cerca una de la otra que sentían el paso de
la luz haciéndoles cosquillas y el chiste era impedir que con el
temblor las manos se juntaran y la luz, aplastada, desapareciera. Él
conocía cada arruga, cada dibujo de la mano izquierda, larga y fina,
de ella como si fuese la suya. Y esta mano femenina podía recordar
cada músculo, cada aspereza, cada vello de la diestra de su hermano.
Ellos y sus manos eran una imagen ante el espejo.
El recelo de la enfermera los acechaba desde los pasillos y en
cuanto empezaban con sus cosas les pegaba hasta dejarles las manos encendidas.
Sin llorar -nunca lloraban- ellos entonces se acariciaban despacito, despacito
y el rojo palidecía con cada caricia hasta desaparecer.
La carga erótica que emanaban sus hijos en sus manipuleos,
acabó con las precarias fuerzas de la madre que murió entre
espantosos delirios febriles dejándolos al fin, jugar en paz.
Y ya sin ruido, sin lamentos, sin pasos amortiguados de enfermera
recelosa, sin madre, invitaron a sus labios a jugar.
Se besaron las manos, con suavidad al principio, furiosa y desesperadamente
después, hasta que los labios hinchados palpitaban de dolor, y entonces
los acariciaron con la yema de sus índices despacito, despacito,
para que con cada caricia, el rojo se volviera más palido y desapareciera,
pero los labios son más apasionados y les gusta el rojo punzante,
doloroso. Y los hermanos, condesendientes, los juntaron, y luego los labios
con la lengua, y la lengua con los dientes, los dientes con el cuello,
el cuello con los senos, los senos con palmas, palmas con pezones, pezones
con labios, labios con vientre, vientre con vientre, uñas con vello,
vello con rodillas, rodillas con talones, talones con muslos, muslos con
clítoris, clitoris con manos con pene con vagina.