JOHANNA HAMANN. Esculturas
Jorge Villacorta Chávez

 
 

I

La obra artística de Johanna Hamann (Lima, 1954) evidencia preocupaciones que se conectan poderosamente con la temática del cuerpo, retomada intensamente durante más de una década, en
propuestas artísticas contemporáneas por artistas de distintas latitudes. Su elección de trabajar la representación de la figura humana en escultura guarda una relación indirecta con los debates culturales en torno a la otredad — por ejemplo, la mujer como cuerpo y experiencia diferentes; el cuerpo enfermo, como vida marcada por la violencia de la degeneración y la muerte —, o al género — la sexualidad como abanico de
estrategias psico-culturales más allá de la genética y la genitalidad —, dominios demarcados por ciertos discursos postmodernos que están ausentes casi por completo del medio local.

    Los signos aparentes de un espíritu de época finisecular que pueden ser percibidos en su obra han sido más bien el resultado de una profunda convicción de que la representación del cuerpo, integral o fragmentaria, es un posible lenguaje para comunicar actualmente la experiencia física y vivencial del ser. Claro está que el lugar desde donde Hamann ha desarrollado su propuesta es el Perú, país bañado en sangre por más de una década y en el cual nación es un término que ante la falta de un real consenso de individuos y un concierto de poderes no representa a un cuerpo integrado y articulado.

    La vocación escultórica de la artista revela una respuesta al problema de la representación del cuerpo, centrada absolutamente en la materia. En su visión, la materia es imagen de una corporeidad densa y opaca, sujeta a la gravedad y al cambio en el tiempo. El
proceso de la escultura es, entonces, el de la comprensión de la corporeidad sujeta a leyes que describen su ocupación del espacio y su temporalidad, pero que no definen su presencia e irradiación.

    El trabajo con cualquier material cobra así para Johanna Hamann la dimensión del doble proceso de adquirir e infundir conocimiento, para transformar. El conocimiento de que esa corporeidad lleva inscritos, precisamente, en sus varias texturas, la emoción, el placer, el sufrimiento y la memoria, hace que con la transformación generada por la voluntad de representar la figura humana quede significada un concepto estructurante. La forma escultórica deviene, entonces, en un estado de lucidez de la conciencia y despliega un momentum metafísico.

    El arte de Hamann, sin embargo, nace de un cuestionamiento metafísico en una perspectiva de espiritualidad sin religión. No es el suyo un impulso religioso, si bien revela hondo interés por representaciones claves del cristianismo y más específicamente del catolicismo. No hay trascendencia ni contemplación porque el horizonte en el cual su arte se yergue ya no sabe de la gracia y no la puede añorar. Hay nervio y angustia, construidos con un potente sentido de drama, sustentado en la tensión surgida entre la materialidad corpórea — sufrida y gozada — y la incertidumbre que se abre al constatar que la riqueza vital desaparecerá con el cuerpo sin dejar rastro. El ideal cristiano de ágape está negado por la asunción de una postura individualista, como estrategia a partir de la cual hay, sin embargo, intención de crear el terreno para reiniciar constantemente un diálogo con el observador. Como en la pintura de Francis Bacon, la estructura visual de una crucifixión puede convertirse para Hamann también en "un magnífico armazón sobre
el que uno puede colgar todos los tipos de sentimiento y sensación" [1].

    La primera exposición individual de la artista en 1983 marcó un sorprendente inicio, inédito en el medio local. La artista exploró la experiencia de la maternidad desde las perspectivas de la gestación biológica, de la presencia de una vida nueva que en su desarrollo se nutre vorazmente de la vida del cuerpo femenino fecundado; y  del resquebrajamiento de la identidad psicológica de la mujer-madre, a la que el cuerpo social señala un rol y un destino [2]. La elección de combinar lo representacional con la forma abstracta o reconocerle el carácter abstracto al fragmento anatómico daba a su escultura "Barrigas" un filo crítico, emblemático de la mirada masculina que domina por reducción a pedazos que luego aísla.

    Sin embargo, ciertas indagaciones preferenciales suyas en torno a la forma humana inevitablemente patentizan una mirada atenta a la configuración de significados que es propio de la religión. Así, en su
obra escultórica posterior es aparente la utilización de una iconografía que privilegia la presencia sacrificial, que en el sistema cristiano infunde dos formas bíblicas: el siervo doliente y el cuerpo crucificado. En la lectura de la Naturaleza como gran texto en el que quedaba revelada la grandeza de Dios, la Iglesia de Occidente encontró múltiples signos recordatorios de lo crístico. La imagen del pelícano, que se abre el pecho para nutrir a su crías hambrientas, fue ficticiamente construida hacia el siglo XI como observación de historia natural y constituida en reflejo de la acción sacrificial y salvífica de Cristo, prueba de que estaba prefigurada en la creación: se autoinflige heridas, atenta contra sí mismo para dar la vida a otros.

    Pero, como quedaría patentizado en su exposición de 1986 y luego en la de 1991, en las que se inclinó por el ejemplo de los creadores del Barroco Tardío, el suyo es un arte marcado por el escepticismo esgrimido a manera de máscara para conjurar la soledad última, en el trance de la muerte. En ello radica su fuerza, aun cuando el encuentro insólito de la ternura y el desgarramiento en ciertas obras suyas instala una clave inesperada de lectura de lo trágico, en el cual asoma la metáfora del sino cruel, con un subtexto perverso. Procede por despojamiento y desnudamiento hacia el desollamiento y la mutilación, lo cual no implica que los signos conduzcan irremediablemente a lo tanático, a la negación de la vida. Hay en lo extremo, en lo descarnado de la presencia, un erotismo de la materia tratada escultóricamente que emerge a través de la intención representacional y le otorga un nivel de placer estético que reactiva lo percibido como exangüe y descompuesto y genera una lectura de paradójicos signos de vida [3].
 
 

II
Durante los últimos años, Johanna Hamann ha trabajado en cuatro  esculturas que forman un conjunto al que ha dado el nombre de "El Cuerpo Blasonado". El cuerpo ha sido indudablemente para ella objeto primordial de fascinación pero puede decirse que hasta ahora no había conjugado su planteamiento escultórico tan claramente con una reflexión de orden cultural acerca de una representación de la figura para el tiempo presente, como en este grupo.

    El lugar preponderante de la imagen del cuerpo en la historia del arte ha llevado a Hamann a reconocer que toda aproximación a esta tradición reviste necesariamente el carácter de una indagación en el
sentido cultural de las prácticas artísticas de representación. El cuerpo no es ni ha sido nunca sólo cuerpo en Occidente. La obsesión por el conocimiento anatómico exacto identificada como propia del
Renacimiento era sólo una cara de una medalla que lleva en el reverso una comprensión esotérica que veía en el cuerpo una imagen del cosmos. Su imagen ha sido siempre una idealización. Una construcción conceptual para representar ejemplarmente al ser humano en relación a la creación, al universo o, más tarde, al mundo de la materia.

    La tensión entre esta representación cultural, encarnada por excelencia en realizaciones del arte visual a través de los tiempos y el conocimiento científico es profunda en la actualidad. La ciencia pareciera no sólo haber limpiado del cuerpo todo referente cósmico
sino que ha despejado además una serie de enigmas en torno de él, por medio de explicaciones de las que emerge como un locus, una locación material de mecanismos simultáneos regidos por un control
interno, que podría ser descrito como la más compleja de las máquinas [4].

    El asombro ante las revelaciones de la ciencia no puede ocultar la sensación de fragilidad y la incertidumbre agudizada de hoy. Capaz de reflexionarse a sí mismo, el ser humano sólo es capaz de percibirse a través de los sentidos del cuerpo: es la prueba de la continuidad de su existencia individual en el tiempo. De esta base material de la existencia ha emanado una soledad no aliviada por la contemplación diaria de cientos o miles de cuerpos en movimiento en torno al propio; y, también, un silencio, en el que el hombre y la mujer creen percibir sólo el rumor de la vida, como una marea que los deja inexorablemente con cada día.

    La elección que Hamann ha hecho del adjetivo blasonado para describir el cuerpo inmediatamente sugiere la reflexión a partir de la cual la escultora ha conceptualizado su más reciente propuesta artística.

    Se trata del cuerpo enaltecido, el cuerpo honrado. Podría decirse que el honor conferido al cuerpo en estas obras escultóricas va transformando su representación, de manera que, de una celebración de la opción de representar fielmente del natural, Hamann conduce al observador a través de decisiones cada vez más exigentes sobre la base de lo reconocible como propio del orden natural, configurando una reflexión material que en la compenetración con los límites de la escultura opera la transmutación de la experiencia personal en universal. La búsqueda de una expresión simbólica es un proceso en el que la visión artística y la conciencia de la artista confluyen vertiginosamente, concretándose en realizaciones cabales en su alcance psico-cultural, que suscitan, en su contemplación, cuestionamientos éticos acerca de la propia imagen e identidad, así como de la construcción utópica de la felicidad individual y de la irradiación de ésta en el mundo.

    Partiendo del principio de la materialidad del cuerpo en su representación escultórica, se establece, a través del conjunto de cuatro trabajos de figura, un universo de corporeidad que apunta a la experiencia humana sintetizada en cuatro estaciones, en un trance de la conciencia que alude a, pero no incorpora, un horizonte metafísico. Así, las cuatro obras asumen en su diálogo con el vacío que las circunda, la naturaleza de hitos en un señalamiento inesperado. Pueden ser asemejadas a cuatro puntos cardinales posibles, en el plano conceptual de lectura de un dominio por el cual el observador se desplaza. La orientación se produce a partir del eco hallado en su experiencia. Sin perder su autonomía de obras plenamente realizadas, las esculturas de Hamann se ubican en un gran silencio atravesado por los ejes existenciales que llevan implícitos en la configuración simbólica que califica y modifica a cada una de ellas.

    El cuerpo en las obras de Hamann está signado por el género femenino. Su manejo de la tradición va imbricado a la comprensión de los alcances de reflexión cultural que el arte entraña actualmente. Figuras alegóricas como la Victoria o la Justicia fueron siempre por convención representaciones de la mujer transpuesta al plano de máxima idealización. Por el uso reiterado que de ellas hizo la cultura occidental, perdieron significado y numen, hasta convertirse en cuerpos femeninos, de una legibilidad banal, signos involuntarios de la ética ausente de un orden desacreditado. Hamann recoge restos de este repertorio de femineidad desechada y rescata el principio que daba origen a la alegoría: el deseo de transformar, sobre la base de un orden simbólico compartido, para propiciar una encarnación. No vacila, por ello, en recurrir a algunas representaciones que se resisten a desaparecer del imaginario humano occidental y que no son en origen alegóricas sino sacras.
     Por ser específicamente religiosas confieren al cuerpo femenino — aquel cuerpo desde siempre percibido como otro, diferente y ajeno al orden patriarcal — aura de naturaleza transfigurada, partícipe de un trance de sufrimiento en el que la muerte milagrosamente prodiga vida y en el que el goce de poseer un cuerpo está en entregarlo totalmente. 


Jorge Villacorta Chávez, Lima, diciembre de 1997.
 
 
   1 David Sylvester, Interviews with Francis Bacon, Thames and Hudson, 1993, p. 44. Traducción al español por Miguel Mora, p. 20, texto mecanografiado.
    2 El interés de la escultora en problematizar la experiencia de la mujer a través de planteamientos visuales surgió simultáneamente a propuestas igualmente orientadas en los Estados Unidos. En 1976 la crítica norteamericana Lucy Lippard señalaba que "... a principios de los 1970s, no se prestaba suficiente atención a la posibilidad de una sensibilidad marcada por el género", como apunta Katy Deepwell en "Pains and Pleasures — Women's Performance and Body Art in the '90s", Contemporary Visuals Arts, 14, 1997, p. 40.

    3 Jean Clair, director de la Bienal de Venecia de 1995 y curador de la exposición central del evento Identidad y Alteridad: figuras del cuerpo 1895-1995, cita la afirmación del poeta francés Charles Baudelaire, "No puedo imaginar un tipo de Belleza en que no haya Tristeza", y prosigue "No la belleza del pensamiento místico opuesta a la belleza "clásica", sino la belleza dolorosa de la modernidad, hecha  de compasión o de fraternidad — lo que los alemanes llamarían quizás Einfühlung, empatía — (...) temas inmundos, horrorosos terribles, "monstruosos". Pero monstruosos en el sentido antiguo: dignos de admiración, de ser "mostrados" (...). Ha sido más grandioso el arte que cuando manifiesta ese poder de hacernos cercano y deseable — en el mejor sentido de la palabra — aquello que es a simple vista
nauseabundo e intolerable, un hombre clavado en una estaca por ejemplo? Ver "Regreso al Cuerpo", versión editada y traducida al español de la entrevista a Jean Clair por Régis Debray, publicada en Artes y Letras de "El Mercurio", Santiago de Chile, julio 9, 1995, p. E24 y E25.

    4 Según el crítico alemán Boris Groys, en el planteamiento de Clair para Identidad y Alteridad, "... no es el arte el que es acusado de deshumanizar a la humanidad, sino la tecnología moderna, incluyendo, por cierto, a la medicina moderna". Ver su artículo "Body trouble", en Artforum International, setiembre 1995, p. 108.

 
 
 
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