Plástica, maternidad y sujeción
Sebastián Gris

 
 
 
 
 
A pesar de sus buenas intenciones es realmente poco lo que se pueda decir en descargo de "Pintura en movimiento", la esforzada labor de Sandra Campos por establecer en Fórum una relación expresiva entre música, plástica y danza. Tres disciplinas victimadas por las incoherencias y desmedidas pretensiones de un proyecto sobre el que intentaremos volver. Por el contrario, la primera exposición individual de Johanna Hamann en la sala contigua de la misma galería pone en evidencia un maduro trabajo de emociones y desgarramientos sobriamente expresados en torno a la maternidad como vivencia conflictiva.

    Una maternidad que al excluir de su representación a la presencia paterna radicaliza los términos de la relación madre-hijo. Asume así ya no tan sólo las categorías tradicionales de dependencia y ternura sino inclusive aquellas que derivan del sentimiento de pérdida o — más directamente — del aborto como metáfora o como realidad tangible y cotidiana. Una notable amplitud de recursos, pero también la propia naturaleza del tema escogido, le permiten a Hamann alternar sin eclecticismos entre distintos medios para obtener los diversos niveles de una muestra tras cuya expresión íntima surge un comentario mayor.

    De esta manera las connotaciones viscerales de las tintas expuestas guardan estrecha relación con la  violencia de líneas y manchas serigrafiadas sobre documentos fotográficos del embarazo. Menos explícitas, aunque tal vez más inquietantes por su fuerte carga personal, son las esculturas en que Hamann toma a su hijo como modelo. La propia selección de materiales, técnicas y estilos manifiesta en estas tres piezas la complejidad de la relación explorada. El cuerpo del niño trabajado con un conmovedor apego a la semejanza física revela a partir del pecho una estructura informalista cercana — como ya otros han señalado — a una anterior identidad plástica de la artista. El brusco encuentro de lenguajes es también el de momentos distintos en una realidad personal y una práctica escultórica cuya doble transición se resume en la imagen alterada del hijo. El rostro formará así parte de una obra distinta, una cabeza delicadamente modelada en cera que — es significativo — la artista ha decidido preservar en ese material, protegiéndolo con una urna, un útero de cristal por así decirlo.

    Pero la pieza fundamental del conjunto está en las tres barrigas moldeadas directamente sobre el vientre de una mujer encinta y colgadas de ominosos ganchos como en una carnicería. El yeso blanco y las gasas en que progresivamente se fragmentan contrastan eficazmente con las fibras de poliester trabajadas al interior de las concavidades para obtener el color y la consistencia del tejido humano. No hay una intención revulsiva en estos detalles — como la puede haber en el trabajo radicalmente visceral del argentino Norberto Gómez, por ejemplo — pero sí una respuesta instintiva, una agresión devuelta a un sistema que interiorizamos también en las relaciones personales a través del orden natal y sexual establecido. En esta pieza la exposición culmina y se reinicia bajo otro signo. Su controlado expresionismo sirve de eje y otorga coherencia a los demás trabajos integrando la dimensión personal a un testimonio de sujeciones y afectos impositivamente reservados a la mujer. Más allá de su vocación íntima y de sus cualidades formales, hay implícita en esta muestra un rechazo no por cierto a la maternidad sino a su definición opresiva. En más de un sentido — aunque no en todos — la dominación comienza por el sexo.

 
 
 
  
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