EL PRECIO DEL GUERRERO.

(por Gunnhild)


Gunnhild era una mujer fuerte, capaz de soportar con entereza las pruebas que la vida le iba otorgando. Es en ese campo de batalla donde ella piensa que los guerreros deben medir sus fuerzas, para la lucha en la vida y no en los músculos de sus cuerpos.
A Gunnhild, como a todo buen guerrero, nunca le importó ser la más fuerte o la más hábil de todos. De hecho, ni siquiera se lo cuestionó una sola vez. Para ella lo importante era contar con la capacidad adecuada para salvar, uno tras otro, los obstáculos de su Destino, fueran cuales fuesen y superar del mejor modo las situaciones desagradables, sabiendo hallar el aprendizaje que toda circunstancia, hecha experiencia, nos aporta y encierra en sí.

Jamás, ni siquiera en su más temprana juventud, compitió con otros para medir o demostrar su valía. Nunca se supo sentir superior y tampoco llegó a comprender por qué tanta gente necesita experimentar esa supremacía, una emoción egoísta y ambiciosa que nos lleva a menudo a cometer tantos y tan lamentables errores.
Ella sabía desde niña que sus pasos debían seguir tan sólo su camino. Sabía que su condición era la de una guerrera y su naturaleza actuaba por sí misma, impulsándola a vivir según esas normas inflexibles. No se puede cambiar lo que se es.
No había elegido ser una luchadora. Fue su sino al nacer. Pero sí eligió recorrer el camino trazado por su Destino para ella y aceptar su naturaleza para hacerlo lo mejor posible dentro de sus capacidades., en vez de oponerse a la realidad impuesta por la vida que alentaba. No sabía lo que le esperaba en su caminar. Ni siquiera qué era su persona en sí misma. Lo fue aprendiendo con cada encrucijada.
Buscó similitudes con ella para intentar comprender por qué no se sentía arropada por los demás. Poco a poco, los ejemplos que fue hallando le fueron hablando de sí misma. Fue aprendiendo a observar, a ser cautelosa, a cubrir sus espaldas y también su corazón. Un día se reflejó en las aguas de un lago y vio que era fuerte, orgullosa, decidida y sus armas de acero lucían deslumbrantes en sus manos. Era una guerrera. Su alma tenía ese aspecto y las múltiples cicatrices le recordaron todas las luchas libradas desde el principio. Unas, mas profundas que otras, iban tejiendo la historia de sus días. Tuvo una imagen de sí misma y vio que nunca había observado su propia naturaleza, sino sólo parte de ella.
Había tenido momentos de alegría y también de pena, de dicha y tristeza. Pero su semblante era el de una guerrera de mirada dura y corazón sincero. Se daba a compartir con los demás sus momentos de dicha y a guardar para sí sus penas.
Se dio cuenta de que podía dar ayuda a los más débiles, a aquellos que no poseían su misma capacidad para afrontar con rapidez los conflictos de la vida. Muchos se apoyaban en su hombro o cogían su mano para volverse a poner en pie. Vertían su dolor sobre la bruñida armadura de Gunnhild y seguían con sus vidas y sus corazones le agradecían su gesto con una sonrisa.
Pero cuando la pena, la soledad o la tristeza, bajo cualquiera de sus múltiples formas le acosaba el alma y hacía vacilante su paso, cuando sus agudas estocadas la herían o incluso le hacían caer, entonces, por más que mirase a su alrededor, no supo ver jamás la fuerte mano tendida que necesitaba para volver a levantarse y seguir luchando. La buena intención de los demás la reconfortaba, pero no le ayudaba a ponerse en pie, no era suficiente para aliviar su pena. No era culpa de nadie, era su naturaleza.
El fuerte ayuda al débil. Pero, ¿quién ayuda al fuerte cuando cae? Nadie, al principio, puede hacerlo excepto sí mismo. Estamos solos.
Es el Precio del Guerrero.
Solemos ser amables, de mirada profunda y franca, alegres en las celebraciones y parcos en palabras entre las masas. Deseamos pasar desapercibidos y nos armamos de modestia y humildad. Somos orgullosos y de honor, con principios morales inquebrantables. Nos ofrecemos con sinceridad y buena intención a quienes nos solicitan ayuda. A menudo somos utilizados y malinterpretados por los prejuicios del mundo y la sociedad que nos contempla. Pero no nos importa demasiado.
Somos gentes sencillas que procuramos progresar en nuestro mundo interior, que es cuanto poseemos. A menudo los demás nos ven como distintos, como con una luz especial, como más grandes de lo que en realidad somos. Nosotros en cambio, nos vemos tan pequeños, tan insignificantes, tan imperfectos...
Suelen incluso tomarnos como líderes. Se nos consulta, se nos admira en ocasiones y se nos respeta por nuestra habitual prudencia. Casi todos tienen un buen concepto de los guerreros, sí. Les gusta tenernos como compañeros eventuales y camaradas a quienes relatarles sus avatares.
Pero nada más.
No se nos echa de menos si no estamos. Nadie se para a ver más allá de la imagen casi heroica que nos han impuesto. No lo desean en el fondo. Temen ver que, en realidad, sólo somos hombres y mujeres, como cualquiera, tal y como aseguramos ser y no quieren creer. Temen ver que sus ídolos de acero puedan quedar convertidos en simples figurillas de barro. Temen no tener un ejemplo a seguir, una imagen irreductible y a la vez humana.
Y nos vemos cabalgando a solas, siguiendo nuestro camino, armados de paciencia y conscientes de nuestra soledad, persistente y tenaz, que colgada sobre nuestras espaldas nos acompaña a todas partes y forma nuestra capa, el manto que nos envuelve en la noche, el paño que usamos para soportar en silencio nuestro dolor o desilusión, un modo de arroparnos hasta ver cerradas las heridas del alma y sentirnos capaces de seguir adelante.
Pero no nos importa demasiado.
Parecemos indiferentes, ajenos a nuestro entorno. No somos paladines que van luchando a brazo partido en toda ocasión que se nos presente, gritando exaltados y a voz de cuello que nuestras armas se baten por causas justas o en nombre de la Verdad. Este es un estandarte engañoso y lleno de peligros, pues ¿quiénes somos para decidir sobre la Justicia o la Verdad? Son conceptos demasiado amplios para ser abarcados adecuadamente y de modo certero para un simple mortal, un simple ser humano imperfecto por naturaleza. Suele ese estandarte ocultar la parte más oscura de nuestro ser.
Luchamos cuando no hay más remedio y tras haber considerado prudentemente todo cuanto conocemos referente al caso que nos ocupa. Aún así, pedimos perdón a quienes podemos lastimar por no ser esa nuestra intención. Venimos solos y nos marcharemos solos de este mundo. No nos complace luchar por las verdades ajenas que nada nos aportan, excepto injusticias para quienes no comparten esa postura o aquella y se convierten en víctimas de unos fragmentos de verdades a medias que suelen ser llamadas Causas Justas.
A veces nos tachan de cobardes e indiferentes, sí, de no tener corazón, de ser fríos como el acero. Tampoco entonces dicen la verdad, pues no saben ver nuestro interior. Pero no lo tenemos en cuenta, pues es el camino que seguimos y estamos dispuestos a afrontar toda prueba y aprender de sus situaciones las grandes lecciones que nos muestra la Vida en su breve y perfecto recorrido.
Sabemos que esto es el precio que debemos pagar por ser como somos y Gunnhild le llama el Precio del Guerrero. Es duro y a veces injusto. Pero a nadie le importa demasiado.
No aludimos las llamadas de quienes nos necesitan, pues para bien o para mal, nos reportan experiencia y sabiduría. Si a veces nos causa dolor el resultado de esa vivencia, procuramos aprender más para actuar mejor la próxima vez y no perdemos el tiempo en llantos y lamentaciones innecesarias. Cada éxito que obtenemos, nos compensa de todo fracaso o derrota.
Sabemos que nos lo agradecerán, aunque a veces no lleguen a acertar pronunciar palabra alguna. También sabemos que otros pronto nos olvidarán y pasarán de largo, siguiendo sus caminos sin decir siquiera adiós, como aves migratorias que regresan a su punto de origen tras el duro invierno. Nosotros nos volveremos a quedar solos, hasta la siguiente estación, hasta la siguiente encrucijada. Pero no nos importa demasiado.
Merece la pena ese precio pagado. Merece la pena sufrir esa soledad que, en ocasiones tanto nos pesa. Nuestros corazones son libres, carecen de prejuicios y no existe arrepentimiento en nuestra conciencia. No nos ciega la vanidad, pues de nada presumimos. Preferimos quemarnos con el fuego de la humildad que arder en el frío de la Soberbia.
Pero ni siquiera eso nos importa demasiado. La historia se repite una y otra vez, buscando nuevos resultados y sumando experiencias. Siempre hay más encrucijadas y pruebas que superar. Gente a quien ayudar.
Por todas esas razones, Gunnhild paga el Precio del Guerrero sin rechistar. Por eso Gunnhild, a pesar de todo, sigue caminando sola. Pero es feliz y se siente libre y la paz y la seguridad reinan en su corazón solitario.
Gunnhild tiene esperanzas y sueños y piensa que cuando termine de pagar su precio, la Vida, el Destino o los Dioses, le concederán, si lo merece, la realidad de sus deseos.
Entonces encontrará una encrucijada nueva, como otras tantas antes de ese día. Alguien la mirará, como otras tantas veces sucediera antes de ese día. Pero en vez de ver la luz de la guerrera cubierta de acero, verá los colores que laten intensos detrás de su coraza, una armadura que el mundo le regaló y que desaparecerá cuando se rompa ese hechizo de soledad, cuando al mirar a sus ojos ya no vea a una guerrera, sino a una mujer como otra cualquiera. Sólo entonces sabrá Gunnhild que puede despojarse de sus armas y descansar de su largo viaje para vivir como nunca sucediera antes de ese día.
Y el resto, no le importará demasiado. Habrá superado muchas pruebas y está capacitada para poder vivir sus sueños y, a la vez, continuar su labor.
En el fondo, merece la pena pagar el duro Precio del Guerrero. Merece la pena aceptar las pruebas del Destino y luchar por salir victoriosos. Por cada paso que das a favor de tu sino, el Destino da cien por ti.
Gunnhild está cansada, le duele en alma su soledad. Está harta de ver lo injusto que es a menudo el mundo y sus gentes, de ver tanta desdicha a su alrededor, de ver lo mezquino del egoísmo y lo ciegos que están quienes lo padecen. Gunnhild está cansada de nadar contra corriente, de luchar a veces en vano, de ver como en ocasiones es utilizada y también apuñalada por la espalda por algunos que creyó amigos. Sí.
Pero mira al horizonte y ve a lo lejos otra nueva encrucijada. Entonces sonríe, se seca una lágrima que traía consigo de su última batalla y sigue adelante, cabalgado hacia su Destino, y el resto de cuanto hubo, no le importa demasiado. Tal vez en la siguiente ocasión pueda librarse de su manto de soledad y el sol dorado del amor que tanto espera merecer, de color a su piel y borre las marcas del pasado.
Ni siquiera entonces podrá cambiar su naturaleza. Seguirá siendo una guerrera y pagando su precio. Pero se sentirá capaz de mucho más. Sola llegó hasta este momento. ¿Qué no lograría si encontrara a su guerrero del alma?
Probablemente uno de sus sueños se haría realidad. Podría desprenderse de sus armas y del acero que protege su corazón. Habría alguien con la fuerza suficiente para tenderle una mano cuando cayera al suelo y nunca más tendría frío, ni miraría con pesar cómo alzan su vuelo las aves migratorias para alejarse en el azul del cielo, sin decir adiós.
Esto es lo que piensa mientras cabalga y, mientras ese sueño se dibuja en el horizonte, sonríe feliz y recuerda a aquellos que la aprecian, a todos aquellos que alguna vez ayudó y da gracias a los dioses por darle la oportunidad de vivir la vida que le han otorgado. Y también agradece a aquellos otros que iniciaron su camino antes que ella su labor, ya que a través de sus huellas, Gunnhild aprende a ser mejor y se va dando cuenta de que, en realidad, no está tan sola como siempre creyó.
Gracias a todos por estar ahí.

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