Coleccionable
Los coleccionistas son gente seria,
ordenada, metódica.
¿Qué juntar? cualquier cosa. La
cuestión es disponer del ánimo y el bolsillo para poseer una muestra,
incompleta siempre, de alguna manifestación de la naturaleza o del hombre:
timbres postales, piedras raras, caracoles playeros, revistas antiguas o modernas;
cualquier cosa. Conocí a un tipo que guardaba en una caja de zapatos los
tornillos que encontraba tirados en la calle. Todo es coleccionable.
Para el coleccionista lo importante es
tener una muestra mayor, la capacidad de allegarse la pieza exacta, la
definitiva, la que haga palidecer de envidia a los que reúnen el mismo tipo de
cosas que él, quien la mostrará orgulloso, con un poco de saña inocua, sabiendo
el efecto que va a causar su contemplación, dando, tal vez, un toque dramático
al revelar el precio de adquisición y narrar cómo tomó la pieza en el mercado
donde la encontró, preguntó el precio y lo redujo a la mitad con hábiles
regateos. Sentirá entonces como propios el lugar de adquisición y la pieza
misma, y será recordado siempre que se vaya al mercado de la Doctores,
Coyoacán, Tepito o de la Lagunilla, a ciertas librerías de viejo de la calle de
Durango, en la Ciudad de México; en cualquier playa que se visitase; ante
cualquier fotografía o en tantos lugares como piezas o colecciones existan o puedan
existir; hasta en los mercados de autoservicio. Se convertirá en ese momento
inolvidable en pieza, lugar e imagen.
Un objeto no es sólo un trozo
inanimado de materia. Un vaso cónico de vidrio, por ejemplo, nos remite a los
jugos de frutas o verduras que bebemos. El que miro ahora enfrente de mí y que
contiene lápices y bolígrafos que utilizo en la oficina, me lleva a reflexionar
con Gorostiza acerca de la muerte sin fin.
Entonces no se puede hablar de vasos
en general. Siempre que pensemos en ellos nos referiremos a uno en particular.
Recuerdo ahora uno de plástico con el popote integrado. Era de color azul de
tono claro. Recuerdo a mi madre al servirme el chocolate caliente y la
sensación de calor en las yemas de los dedos al contacto con el vaso; cómo ante
mis ojos iba bajando el nivel del líquido, hasta oír el ruidito al aspirarlo
con una mezcla de aire: blop blop blop. Recuerdo una ventana con la persiana
corrida hacia abajo, entrecerrada, y al sol pasando por ella hasta posarse en
una colcha rayada de colores, mientras Bienvenido Granda canta "A la
orilla del mar".
Un objeto nos remite a otros objetos,
a otros días. Y no es que haya que tenerlos, sino sentirlos propios, saberlos
nuestros. Los objetos con los que nos topamos todos los días nos remiten a una
parte de nosotros mismos; nunca están solos; nunca son sólo trozos inanimados
de materia: nos repiten a cada instante que estamos vivos, o por lo menos que
lo estuvimos alguna vez.
Hay álbumes de muchas cosas, pero los de
fotografías familiares son tal vez los más enternecedores; aunque de ambos,
como del sol: mientras más lejos, mejor. Así uno vuelve a verlos con gusto.
Desfilan tíos, primos, abuelitas, en fotos grandes o de tamaño credencial, que
van mostrando el paso del tiempo en el papel y sus rostros; hasta de ilustres
parientes desconocidos o colados en las fotos de boda, que nunca faltan. Este
es mi primo Oscar vestido de monaguillo —ahora es un ateo irredento—; esta otra
foto es de un paseo en Xochimilco: unas noventa personas, un sólo rostro
conocido y un hoyito que corresponde a una cara que nunca ví (de la que se
divorció una tía, con una navajita), una guitarra y una xochimilca chinampa al
fondo en la que se lee "Bichita". Esta otra es de una comida de
compañeros de la oficina: los muchachos de hace cuarenta años levantan vasos de
contenido sospechosamente etílico y sonríen —ahí está mi abuelo—; aquí mis tías
en una fiesta de quince años —esta foto huele al almidón de las crinolinas—;
aquí Raquel encueradita —ya murió, la pobre—; acá el rostro desconocido de un
señor —tal vez mi tatarabuelo—: "Un momentito, por favor, no se
mueva", le habrán dicho en ese instante hace tantos años, con los ojos
vivos, él mismo vivo. Las fotos son instantes de vida, adoquines con los que se
pueden reconstruir caminos, historias...
Es seguro que un día mi hijo mirará
este álbum que tengo ahora a la vista, en el que aparece una foto de mi padre
hace treinta años, y una mía, de hace un mes.
Mi familia. Los he recordado a todos.
Cierro el álbum. Estoy de regreso.
Timbres hay hasta de países ignotos,
que producen su propia edición con fines distintos a los de sólo portear una
carta o tarjeta postal: "Mujer: No pude ver en el aeropuerto cómo se llama
la ciudad. Estoy bien. Nadie habla español. Llego el mes próximo. No aguanto
los mosquitos. Papá". Y ahí te van mensaje, timbre y postal, con un poco
de suerte, a su destino correcto; muchas veces países tan ignotos como desde el
que se han enviado. La buena mujer recibe el mensaje, exhibe la tarjeta como
quien no quiere la cosa por algún tiempo, y luego la pone por ahí, fuera del
alcance de los niños que, algunos años después, separarán con cuidado el timbre
de la postal para pegarlo en una hoja cuadriculada tamaño carta, donde se leerá
"Tanzania", y aparecerá solitario y envidioso de las hojas de timbres
correspondientes a los países a los que más hayan viajado los padres de los
ahora jovencitos. Puede ser que alguna novia de ellos se quede con la postal
para su propia colección, hasta que un día se case con otro y se deshaga de
ella; qué diría su marido.
No Tocar
Inmensas naves de piedra venerable
protegen las colecciones de cosas que aparecen, por lo menos, en cualquier
libro escolar de "Vale la pena recordar" o de educación primaria.
Catedrales del conocimiento humano, muestran a los asombrados ojos de sus
visitantes tanto los iconos más extraños como los más comunes: un peine que no
es sólo un peine sino una reliquia del siglo II, A.C., pinturas de los grandes
maestros, clavecines, pájaros de todo el mundo, fotografías, instrumentos de
tortura, pequeñas y complicadas máquinas cuyo giro de manivela nos demuestra
alguna Ley de Newton, péndulos gigantescos, esculturas de piedra, hueso, ámbar,
cera; reflejos de cómo hemos sido en el escurrir del tiempo.
Los museos suelen tener amplios
sótanos en los que se guardan otra bola de cosas que acaso nunca verán la luz
pública: pinturas no tan buenas o no tan famosas, piedras idénticas, aparatos
inservibles; tantos objetos que acumulan, venerablemente, el polvo de los años
y soportan con sabia dignidad su actual destino, con la esperanza de que algún
día los toque el sol y se admire en ellos la gloria y la miseria humanas.
Las Pipas
La costumbre de fumar
cigarrillos se desarrolló en Europa cuando la gente pobre envolvía en papel las
colillas de los cigarros de tabaco enrollado. Paralelamente progresó el uso de
pipas, por influencia oriental. Desde entonces hay quien las coleccione. Su variedad
es infinita; es un buen coto de caza para un coleccionista ávido de emociones.
Algunos hasta fuman en ellas aromáticos tabacos que delectan con placer,
arrojando grandes bocanadas de humo azul a las alturas de la sala, sentados en
un buen sillón y vestidos con elegante bata de franela inglesa. Los
coleccionistas de pipas usadas sufren el problema de lograr su perfecta
desinfección: hay quien las hierve en brandy —método oneroso pero efectivo— y
quien las "cura" en alcohol puro de caña. Quedan listas para usarse.
Sin embargo, su molestia eterna será sentir pequeñas escoriaciones en la
boquilla, ocasionadas por otros dientes, y percibir un vago aliento de su dueño
anterior, acaso ahora polvo, huesos derruidos, aterronados en un ataúd deshecho
por los años.
Allá Adentro
En algunos departamentos existe un
cuarto extra; un cuartito que se utiliza para meter todo tipo de cosas. Todos
los demás cuartos tienen su nombre: la sala comedor, la cocina, el baño, el
patiecito de servicio. A este cuarto sólo se le conoce como "allá
adentro". Un orden relativo contamina todo el departamento, menos a ese
cuartito. Allá adentro habitan los objetos que no queremos ver: "Pon esa
cosa allá adentro, que estorba". Se ocupa únicamente para no verlo vacío,
para no sentirlo ajeno.
Allá adentro está lo que casi no nos
pertenece porque no lo queremos; lo que no usamos. En algunos casos se
encuentra uno con una máquina de escribir descompuesta, tablas que esperan su
turno antes de convertirse en libreros, un poster viejo, los muebles de un
cuñado que acaba de divorciarse, cuadernos de la primaria o secundaria y otras
cosas.
Este texto es tan inútil como lo que
hay ahí y tal vez podrá indignar, con justa razón, a muchas parejas de esposos
que viven con sus cuatro hijos Allá adentro.
1.
Mi abuelo nació en 1904, en su casa de
las calles de Ciprés. Yo viví en una, en la mía, hecha de ciprés en el bosque.
Sueño mi casa, su perfil hacia arriba,
el brillo de las nubes caminando entre la neblina, mi casa me visita mientras
sueño.
Mi casa de madera me mira por las
ventanas, me recuerda caminar por sus pasillos como libre jech entre los pinos.
Los focos me atisban, la tierra roja me reanima.
Las tejas de barro verdean las
goteras. Su seca humedad permanece en sus cimientos, donde descansa la ofrenda.
Ha resistido la rotación y la translación de la Tierra.
Entro en sus cuartos y vuelo como
danzaba una gata en cielo.
La casa que me habita en sueños, la
caja de mi abuelo.
2.
A mi abuelo yo le decía Papi Juan.
Todavía me acuerdo bien del calor en el estómago cuando me contaba cuentos en
los que él era el personaje. El mar de la China, la isla del tesoro, el personaje
de aventuras de cow-boys, a caballo, persiguiendo comanches y pieles rojas, el
prisionero de Zenda, de María Luisa; me enseñaba las cicatrices de los balazos.
En la casa dibujaba el mapa del
tesoro, nos cantaba la canción del cofre del muerto & el lobo feroz.
Él iba por el petróleo, encendía el
bóiler para el baño, preparaba unos huevos con cebolla y chile verde. Se
paseaba por la casa con bata y sueños, echando una calva al aire de cuando en
cuando.
Veía La Ley del revólver en la tele.
Se echaba sus copitas de tarde en
tarde y las peleas de box cada sábado, las corridas de toros cada domingo, el
programa de Pedro Vargas y el Chino Herrera cada jueves.
Me sentaba en sus piernas a ver la
tele con él, o a jalonearlo (N.B. Yo tenía unos cuatro años, creo). Ël me
decía:
—¡No! Picos y pacos —y me picaba la
panza con el índice azulado de venas.
Tenía granitos y lunarcitos, cabezas
de vena —¡Duele, hijito! —, protestaba si se las pellizcaba.
Me ponía los calcetines, me ayudaba a
vestirme, a lavarme la cara. Leía novelas por la noche.
Me contaba cuentos en mi casa de
ciprés, la caja de mi abuelo.
Ó Miguel Ángel Godínez, 1999.