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Paladeando la memoria estética y la lúdica perspectiva de la cinta American Beauty, este redactor llegó seducido por la analogía nominativa hasta La Gruta del Teatro Helénico, para presenciar la obra Mexican Beauty. Lo que se antojaba -en términos teatrales- una revancha nacionalista para este laureado filme gringo, no resistió ni el primer round. Despegando en un tono ríspido, la trama naufragó en un mar de altisonancias. Un contradictorio realismo pigmentado de farsa y un humor negroide que aspiró a comedia, constituye la definición más razonable para este híbrido escenificado del autor Alejandro Cabáñez.
Pidiendo a gritos dirección escénica, los actores revoloteaban en un escenario empeñado en contradecir lo que afirmaba el texto. El espectador ve al llegar un tenderete de camisas y de ropa usada colgada al fondo del escenario, trapos viejos en el piso, un camastro y pósters de rockeros en las paredes. A primera vista se podría creer que se trataba de una venta de garage, pero no; Aquella escenografía intentaba recrear una recámara y para colmo, de ricos. Superada la confusión, la trama comienza con malos presagios: sobreactuación; ladridos que intentan ser parlamentos; golpes sin ton ni son; iluminación inamovible, plana; pasos de lo dramático a la farsa, giros estilísticos presumiblemente intencionados para que, finalmente, el único estilo que prevaleciera fuese el demencial.
El texto carece de substancia, pero además, la dirección de Carmina Narro logra con una habilidad pasmosa, hacerlo insufrible. Bromas anémicas sin ningún eco en el público, trazo escénico neurotizante y absurdo. Por más buena voluntad que exhibieron los actores de esta puesta en escena, ninguno se salvó. Tal vez se puedan rescatar algunos momentos de Adriana Olivera cuyo desempeño constituye el eje anímico de la puesta, o de la personaja que encarna Genoveva Álvarez quien logra con sus matices de voz dotar de lúdico brillo a un personaje, que como los otros, carece de interés. Humberto Leyva y Enrique Arreola hacen una mancuerna que rivaliza por cobrar notoriedad; infructuoso esfuerzo. Las riñas entre el Chavo del Ocho y Quico son más inteligibles, amén de divertidas. Se vuelve notable que dentro de tanto desfiguro actoral, pueda destacar la presencia de Rodrigo Johnson quien, aunque usted no lo crea, logra desmerecer histriónicamente frente al resto del elenco.
La concepción escenográfica incrementa su nivel de error cuando decide montar un comedor frente a las butacas del público. Al menos quien esto escribe y su grata compañía, abandonaron el teatro con doble tortícolis. La música en vivo fue desaprovechada toda vez que el ejecutante disponía de mayores recursos y disponibilidad. A este músico, Jorge Sosa, lo alcanza también una maniobra de este montaje. Único aunque tremendista momento sorpresivo.
Resulta inadmisible el oportunismo del título ya que no guarda relación alguna con el citado filme, pero más triste aún constatar que algunos seudo vanguardistas confundan el teatro moderno con un pretendido realismo costumbrista en donde abundan leperadas y una óptica pesimista que retrata a la juventud como si esta condición fuese sinónima de promiscuidad, ignorancia, violencia genética y falta de intereses. Pobre Juventud, en manos de este microscopio tan limitado. Este retrato no es reflejo mas que de la estulticia de quien la puso en escena y de quienes, por necesidad, se prestaron a representarla.
Con la esperanza de que en el próximo sexenio, quienes reparten las becas, lo hagan con más escrúpulo, no se pierde el optimismo de que en un futuro se vea en los escenarios mexicanos un talento que por ahora está ausente de un buen número de obras auspiciadas. Escritores y escritoras con algo propositivo que escenificar, vagan con sus argumentos bajo el brazo. Para ellos, la oportunidad la pintan calva y demostrado queda; muchas veces sorda. |
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