|
En fascinante abordaje de este meteoro eléctrico, Daniel Danis construye una obra dramática donde equipara este fenómeno con la esencia humana y las eventualidades del destino. En El canto del dime-dime la mañana soleada de una familia no sanguínea termina cuando una tormenta eléctrica irrumpe literalmente en su hogar. Esa explosión de luz se lleva la vida de los padres y malhiere a una de las hermanas. El espíritu de esta energía en los niños sobrevivientes los deja a un tiempo desolados, fortalecidos y secretamente imbuidos de su poder.
El omnipresente “dime-dime” es un jarrón metálico donde los niños, a enseñanza de su “madre de amor”, depositan cual gema la palabra-emoción que descubren. Esta continuada cacería los dota de un arsenal expresivo y perceptivo que los distancia del mundo que los rodea. A esta primer barricada se suma la singular circunstancia que los convirtió en huérfanos y la misteriosa enfermedad de la hermana. El cerco de la “normalidad” se estrecha sobre ellos lenta, inexorablemente: La ignorancia de los munícipes muta en aterrador delirio del paternalismo al fanatismo. El precio que esta “comunidad de amor” pagará por vivir bajo sus propias reglas constituye un material digno de las mejores tragedias clásicas.
El valor poético de la obra se paladea gracias a la traducción de la dramaturga Elena Guiochíns y el director Boris Schoemann. A Boris hay que agradecerle también el montaje de otras delicias teatrales como: El camino de los pasos peligrosos, Los endebles y, por supuesto, la dirección de la obra que nos ocupa. En El canto del dime-dime las palabras no se acumulan, se nos escapan a mitad del deleite por oírlas así combinadas. La alquimia verbal consolida revelaciones, ensueños o manifiestos filosóficos cuyo candor permanece aun en la escena más desgarradora.
El marco escenográfico y lumínico de esta puesta, responsabilidad de Xóchitl González, nos demuestra que la imaginación no está reñida con la economía. Habilidosa como parece ser su norma, Xóchitl concibe un espacio casi desnudo, permeable a la invocación de las palabras y el sufrimiento. Y así como los niños estallan en furia de trueno, la cama-mesa se transmuta a conveniencia. Las luces operan tan sutiles como oportunas en un diálogo perfecto con la acción de los ejecutantes. El canto del dime-dime es sin duda un material complejo, intenso, arrebatado, los traductores lograron una obra accesible a todo espectador, fluida, brillante y quizá un poco larga a mi gusto: Una cirugía reconstructiva de 20 minutos no le vendría nada mal.
En el renglón interpretativo, vale apuntar que el verdadero trabajo en equipo ha sido sangre de esta puesta. Los actores enfrentan terrenos peligrosos; una intención en falso puede colocarlos en el cuadrante de la poesía coral escolar, tanto como una ruptura del tono o un exceso de emotividad podría anular el efecto onírico. Coordinación y disciplina son los primeros adjetivos en mi teclado, sin embargo me aventuro a atribuirles una vena común con el autor y director pues más que recitar los textos o intentar darles vida, los han hecho suyos, los viven suyos en el escenario: Eugenio Bartilotti, Mauricio Isaac, Juan Ríos y, alternando el papel de Noema; Monserrat Marañón y Yuriria del Valle encarnan un grupo envidiable, portentoso en conjunto e individualidad. La prueba ha sido superada con honor, el público se integra gradualmente a este tipo de escenificación poco explotada y se deja mecer en este concierto de truenos.
“Lejos de todos los ojos y oídos, de cualquier palabra pronunciada, muy dentro de nuestro cuerpo, en la profundidad del silencio de silencios nos podemos unir en secreto con el ser espiritual propio y lograr la indiferencia hacia la vida y la muerte para que la pureza pueda llenar nuestros cuerpos” — Daniel Danis. *(Trad. de cita en inglés: Gerardo Lazos) |
|