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La obra pertenece al autor, es él y nadie más quien ara las páginas, corta la mala hierba, experimenta injertos y nutre las ideas que florecerán en textos. El teatro mexicano, en deplorable remedo Hollywoodense, insiste en entronizar a los directores y mandar a galera física y presupuestal a los dramaturgos, pero bueno, dejemos por ahora esa harina en su costal ya que, en la otra esquina, la de los directores con “d” mayúscula, existen los que potencian, embellecen e incluso rescatan el discurso escénico. A esos Directores habrá que darles junto con el trono, un pase para reserva ecológica, pocos nos quedan.
Cuando los autores españoles, Isabel Carmona y Joaquín Hinojosa concibieron “Defensa de Dama” no esperaban la tirada que les deparó el destino: Su denuncia airada sobre el maltrato a las mujeres ha sido enrocada en el montaje mexicano por una perspectiva errónea del director a cargo. Benjamín Cann distorsiona esta sinfonía enfebrecida y claustrofóbica que grita desde el texto, al invocar el espíritu de “La mujer del puerto”. El personaje de Rebecca Jones y toda su tragedia, quedan sepultados bajo ese oleaje de recuerdo inoportuno.
Esta óptica sepia no sólo desdibuja al personaje femenino y coarta su voz, sino que caricaturizando a los personajes masculinos minimiza su abyección. Ambos, esposo y padre, han violado a esa mujer, ninguno reconoce a la persona, cuando mucho al instrumento. Los detonadores para la indignación colectiva están ahí, penden de cada párrafo, la ira del espectador se estrella contra la imagen y actitud de una prostituta. Aquí, otro campo minado: La sociedad que las genera, disfruta y reclama no es capaz de compartir con ellas la justicia y derechos que les corresponden por orden natural.
El ritmo, intención y volumen que establece la dirección para los diálogos me hace creer que en verdad es posible escuchar cánticos satánicos reproduciendo un disco de acetato en orden inverso. Verá usted; el marido ha pasado tres años en la cárcel por casi haber matado a la esposa, esa noche será el primer encuentro. La esposa, con mandil reglamentario, se ve frágil a las primeras; lista para servir de ofrenda, estos tres años no han revertido ni un ápice el condicionamiento y, si grita, si “osa” rebatir, no se le escucha, el marido está gritándole al mismo tiempo. ¡Hasta un niño sabe que debe reprimir su miedo al olfato de la fiera! Sobreactuación y limbo. ¿En qué momento perdió el ánimo de luchar, en qué momento la volvió a gobernar el miedo?
La mujer del texto está aterrada, confundida, enamorada de su verdugo, la mujer del texto –como tantas otras- quiere creer que la duodécima es la vencida y que al fin regresará aquél hombre que la cortejó incansable, entonces, con esa conciencia al borde del desahucio; utiliza las armas que le han enseñado que posee: Seduce al ejecutor a fin de ganarse una tregua, sacia su apetito y le brinda la promesa de sus carnes. No es una prostituta, es una víctima, es una mujer acorralada que agotará todo recurso por terminar esa pesadilla recurrente.
La lucha, derrota, frustración y renacimiento del personaje nos pasa de largo. El clímax del rol femenino llega cuando ésta rompe “la cuarta pared” y reflexiona, se confiesa ante su padre. La iluminación que escenas atrás se recreó en el inútil y sexista semidesnudo, se ha ido. Para esta escena clave, vital, no hay énfasis lumínico o close up escenográfico. Rebecca Jones, al igual que el personaje que encarna, sólo cuenta consigo misma y sus talentos.
No bastan la belleza pensante de Rebecca Jones, ni los cuatro hallazgos interpretativos de Alberto Estrella, ni la presencia y genialidad del señor Sergio Ramos para subsanar el impúdico jaque-mate que se da cada noche a los autores de la obra “Defensa de Dama”. Ojalá que este montaje, con todo y sus muletas, sirva para que se empiece a descorrer en México, la cortina que pesa sobre el maltrato a las mujeres, romper el silencio aunque se nos “desborde la muina”. |
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