|
El dramaturgo Gustavo Ott ha escrito más de treinta piezas teatrales. En reconocimiento a su labor ha recibido el Premio Tirso de Molina 1998, el Premio Juana Sujo en su natal Venezuela y el galardón estadounidense Melharen Playwriting Comedy Competition en 1996, entre otros.
Cito lo anterior para compensar el obsceno anonimato al que fue remitido este autor en el programa de mano de la puesta en escena de su texto Divorciadas, evangélicas y vegetarianas. La desagradable paradoja consiste en leer, en el mismo espacio, elogiosas ponderaciones ¡hasta de los comerciales! que han hecho las actrices del reparto. Y, aunque la concepción del universo femenino de Ott en esta comedia me parece superficial, injusta y a dos segundos de ser patética, me atrevo a vindicar su nutrida tarea escénica.
Aun adaptando este kilométrico texto para zanjar las brechas culturales, la esencia peca de intrascendencia. Las personajas (deme usted licencia de nombrarlas así) están tan desconectadas de su interior, que la aparente solución a sus conflictos deriva casi de un accidente fortuito y luego de una combinación prohibitiva: marihuana y alcohol.
Estas tres mujeres sobreviven evadiéndose, obsesionadas una –la vulnerable suicida- con el autoflagelo candoroso; otra, con el celibato ardiente que a veces se oculta tras el fanatismo religioso y quien además se sueña iluminada; la tercera –quizá la peor- inmolada al consumismo, la egolatría rabiosa y, en contraste, dispuesta a renunciar a sí misma en aras de merecer el amor. En resumen, una tríada escalofriante, carente de raciocinio funcional y espíritu crítico. Una lucha centenaria para contradecir estos estereotipos también fue sepultada esa noche.
A mi entender, la nueva estirpe femenina, las herederas de los cada vez más transitables senderos de la libertad que allanaron las generaciones pasadas, no tienen nada que ver con el retrato pueril y sobrecargado que presenta el Foro Shakespeare. Estas féminas del nuevo siglo no pueden darse el lujo de la evasión, no les basta con trabajar para lograr la independencia económica; deben continuar la lucha por el reconocimiento a sus derechos más allá del cuadrilátero consabido y desgastado: la cama.
Esta comedia extrajo tres modelos del desajuste emocional para retratar el mundo femenino. Pues bien, éste es un muestreo anémico e injusto. ¿Dónde quedaron las mujeres que pagan con soledad y rechazo su evolución neuronal?
Hay que desempolvar los estereotipos y arrojarlos a la hoguera. Nada nuevo amanecerá en el horizonte si persistimos con la mirada enajenada en el pasado...
En materia teatral, la dirección de Jorge Sandoval resulta inconsistente al permitir el uso y abuso de clichés tan añejos que ni el público más entusiasta esbozó media sonrisa. A esta área también es imputable la disparidad de tonos interpretativos que, en un afán por acentuar las diferencias de los caracteres, permitió a una actriz recitar sus diálogos con marcada influencia del peor teatro infantil y, a otra, hablar con tal rapidez que los parlamentos escapaban a la audiencia.
La tarea más rescatable proviene del escenógrafo e iluminador Arturo Nava, quien acostumbra sorprender con sus hallazgos conceptuales y de realización. En este monaje, Nava refrenda su prestigio con ingenio y capacidad creativa por encima del presupuesto: un marco funcional y atractivo para un texto más que objetable.
Desde mi perspectiva de público, el resultado global de este montaje es insípido; una comedia que mueve más al aburrimiento que a la risa. Como feminista moderado, me quedé hambriento de realidad y desencantado por la permanencia de la imagen tristísima de la minusvalía autodestructiva en que vive una mujer sin un hombre. Esta orfandad emotiva que, si bien existe entre los espíritus débiles, tampoco es una realidad generalizada, ¡gracias a Dios! |
|