MISOGINIA DINOSÁURICA
Por: adriano numa.
Obsoleta, misógina, homófoba, y merecedora de pena ajena, resultó la adaptación de Mauricio y Alejandro Herrera para la obra de Ray Cooney y John Chapman, Move over, Mrs. Markham, traducida como ¡Sé infiel y no mires con quién! El hábil señuelo para allegar público al Teatro San Rafael reside en el prestigio de los actores titulares: la guapísima Helena Rojo y Julio Alemán.

Cuando leí en el programa de mano que el espectáculo era producido por el señor
Rubén Lara, el panorama se me clarificó: supresión de expectativas de profundidad y riqueza temática. Sintonizado entonces para una comedia ligera, celé mi butaca desde la primer llamada. La aparición angélica de Helena Rojo acrecentó el deseo. Pero ni su sobrado talento, ni su belleza austriaca, ni su serena elegancia pudieron compensar los sufrido esa noche.

Se trata de una comedia de enredos muy propia para las “buenas conciencias”: castísima, sin desnudos ni palabras altisonantes. El remilgado sentido del humor de Herrera no objetó la parodia cansina a los
gays, ni la misoginia disfrazada de chiste. ¡Qué limitado repertorio! La obra constituye, a pesar de las risas clasemedieras, un gravoso insulto a la inteligencia.

Para empezar, la escenografía: horrible, pretenciosa y, por supuesto, nada original. En realidad parece un set de telenovela barata en donde con mal gusto intentan recrear el hábitat de los ricos. La luz brilla, pero por su monotonía. Su momento cumbre reside en la inclusión de luz estroboscópica para una pequeña escena donde se intenta dar un toque
chaplinesco. Ni cómo ayudarla, la temática de esta obra redunda en lugares comunes y su pobreza creativa sólo evidencia un machismo furioso.
Por ejemplo, en un texto
Helena Rojo dice: “Entonces, yo pienso...” y, asombrado, el personaje de Mauricio Herrera replica: “¿Piensas?” La respuesta del público a este envidiable diálogo es una sonora carcajada. ¿Quién cree que reía con más desparpajo? Adivinó: ¡las mujeres en la sala! Tamaña misoginia y además dinosáurica, es tan solo un botón del repertorio.

Otra variante se encuentra en los
gags (¿?) alrededor del personaje homosexual. Nuevamente la denigración al mariquita. Los roles heterosexuales brincan en el escenario cuando el supuesto gay se les acerca, como si éste tuviera lepra o SIDA digital, pues rechazan con asco todo contacto, por mínimo que sea, con ese personaje. Ni el ébola les produciría tanto espanto. Mensaje: Los homosexuales te pueden contaminar o convertir en uno de ellos.

Amén de torpezas en la construcción dramática que quitan toda coherencia a la obra, todavía tenemos que soportar la incapacidad de síntesis del director o de quien se juzgue responsable de la duración de la obra. Sólo producciones de la envergadura del
Titanic pueden permitirse esa longitud cronológica.

Me estremece que los aplausos y las carcajadas más estrepitosas provengan justamente de las espectadoras. El retrato que de ellas hace este texto proviene de un pincel cavernícola: descerebradas, marchantas de su belleza, impasibles tiros al blanco para el engaño y la burla, objetos, adornos que mienten; en fin, toda una galería patética.

Que valga la libertad de la farsa para acentuar hasta la exageración los rasgos humanos que mueven a la risa, pero también (por favor) que al menos una vez les importe el mensaje denigrante que participan al espectador. Qué pena que en pleno siglo XXI, democracia por delante y alardes de tolerancia en todo rincón, la discriminación siga confundiéndose con el sentido del humor.

Para una obra que no conoció límites presupuestarios, la frontera imaginativa resultó inexpugnable. El señorío histriónico de
Helena Rojo se pasea como una flor en el pantano; su presencia es digna de mejores tareas. Teniendo una estrella de este nivel, se antoja increíble que otros productores no la vean; Helena es lo único rescatable de este montaje.
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Columna publicada de esta obra