De la trascendencia a Dios

Modesta explicación de Aristóteles

 

         Cuando nos encontramos solos con nuestros pensamientos y ponemos un freno momentáneo a la revoltura de ideas causada por la constante presión a la que estamos sujetos, podemos hacernos varias preguntas importantes. ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué estoy aquí? Todas aquellas labores cotidianas que parecen inacabables deben llevar un fin, pero, ¿cuál es?

 

         Nuestra existencia no se limita a sólo vivir por vivir. Somos seres concientes de nuestra existencia, dotados del don de la razón, y es por ello que la existencia del ser humano no puede ser la misma que la del pasto o la liebre. Cada decisión que timamos, lo que elegimos hacer y lo que no hacemos, tiene una finalidad. Normalmente nos preocupamos por el propósito inmediato, una meta que sea fácilmente descriptible, pero el panorama más amplio de nuestro ser, parece no interesarnos tanto…por lo menos hasta que nos volvemos concientes de su existencia. Entonces sí nos preocupa qué será de nosotros una vez que dejemos de vivir, es decir, la trascendencia de nuestro ser.

 

         Aristóteles plantea este problema en términos del acto y la potencia de una sustancia. Así pues, las cosas son y pueden ser: un cachorro es un cachorro y es un perro guía en potencia. Sin embargo, este es un ejemplo del Ser de la materia, no del Ser de la sustancia. Entonces, ¿el propósito del cachorro necesariamente es ser un perro guía? No siempre, también podría ser un guardián o una mascota. Por tanto, la afirmación “el Ser de la materia y el Ser de la sustancia son diferentes” es verdadera. Ahora bien, aplicando lo antes dicho al humano, se puede decir que el humano (materia) es un cadáver en potencia, aunque permanece la pregunta ¿cuál es la potencia (propósito) del ser humano? ¿Existe un Destino?

 

         Es en este punto cuando Aristóteles explica la función del humano, hablando de una sustancia superior:

 

                   De nada sirve, por tanto, ni aunque hagamos eternas las sustancias,

                        […] si no hay en ellas un principio potente para producir el cambio.

                        […] en efecto, como no actúe, no habrá movimiento. […] Hace falta,

                        pues, que haya un principio tal, que su esencia sea el acto.[1]

 

Al hablar de la esencia como acto sin potencia, es decir, de la esencia que no se transforma, está refiriéndose al primer motor inmóvil. Este motor es el causante del cambio en los seres humanos, y es él el que determina la potencia del humano. Seguramente Aristóteles, en su búsqueda por una respuesta última que no diera pie a más preguntas, llegó a la conclusión de esta causa primera que determina el fin del Ser humano.

         Los cristianos llamaron a este motor Dios y a su resolución con respecto al Ser como Destino. Ambos, Dios y Destino definen el Ser del humano, y debido a la pureza de este motor inmóvil llamado Dios, queda aislado el conocimiento de la razón de la existencia al ser humano. Por lo tanto, la respuesta de nuestro propósito es parcial y tentativa hasta el descubrimiento individual de una meta final del Ser en materia, mas siempre quedará la incógnita del Ser en esencia.

 

         Lo importante de esta reflexión es el entender que el Destino material queda a nuestra elección, que nosotros debemos definir qué somos en potencia y luchar por serlo, aunque nuestro fin en esencia permanezca como un misterio que quizás nunca comprenderemos del todo.

 


Filosofar es dudar

 

         Los orígenes de la Filosofía provienen de una insatisfacción hacia nuestro conocimiento del Ser. Por lo tanto, quedan excluidos del filosofar, todos los seres que no están concientes de que existen, en otras palabras, que meramente existen. Aunque tampoco todos aquellos que están concientes que son, filosofan. Sólo aquellos que ponen en duda su existencia pueden filosofar.

 

         Cuando el ser humano se convirtió en sujeto de conocimiento y el mundo que lo rodeaba fue visto como objeto de conocimiento, todas las cosas que componen el mundo del humano dejaron de ser respuestas y se transformaron en dudas. Estas dudas lo llevaron y lo siguen llevando hacia la solución de todas las preguntas que se hace con respecto a lo que percibe y siente.

 

         Cuantas más dudas emane un objeto, mayor es el interés del humano en comprenderlo y más fácilmente es filósofo. Esta insatisfacción es lo que obliga al humano a seguir buscando, a seguir cuestionando, a seguir dudando. Viendo la naturaleza humana de esta forma, podríamos decir que el propósito que persigue el ser humano es el conocimiento y el motor que lo impulsa es la duda. Por lo tanto, la inconformidad puede ser vista como el origen de la evolución del Hombre. El desarrollo de la capacidad cerebral a lo largo de todo el periodo evolutivo del ser humano fue con el propósito de mejorar las formas en que conocía y fomentado por la avidez de conocimiento que crecía.

 

         Cada vez que queremos comprobar que sabemos algo, nos cuestionamos ese conocimiento hasta quedar conformes con las justificaciones producto del razonamiento del problema o cuestión. Esta naturaleza humana de la curiosidad es la que nos ayuda a un mejor entendimiento de nosotros mismos.

 

         La búsqueda final de nuestro cuestionamiento es entendernos nosotros mismos, explicar todos los porqués y paraqués de nuestra existencia. Y si la metodología para encontrar esas repuestas está contenida en una Ciencia, esa es la Filosofía.



[1] Aristóteles, Metafísica, Libro L en Antología filosófica: la filosofía griega de José Gaos.