LOS DERECHOS LINGUISTICOS (Jesús Mosterín)
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El ser humano concreto posee una realidad ontológica i una dignidad moral muy superior a la de los grupos, pueblos, naciones i otras exangües ficciones ideológicas o artefactos estadísticos de vaporosa entidad. El cerebro del hombre o la mujer concreta es el lugar geométrico del universo donde existen el goce y la frustración, el recuerdo i la esperanza, los deseos i las metas, los valores, las creencias, las costumbres, las lenguas y el resto de los contenidos culturales. Algunas de estas cosas pueden también existir en los cerebros de otros animales, pero nunca en las enrarecidas abstracciones sociales, a caballo entre el mito y la estadística. Por eso los seres humanos (y quizá también los animales capaces de sufrir) merecemos un respeto moral incondicional, respeto que no merecen las descerebradas abstracciones colectivas.
La democracia antigua o totalitaria consistía en el gobierno de la mayoría, no sometido a ningún tipo de restricción. Fue considerada por los filósofos clásicos como un régimen político indeseable, que necesariamente conducía, a través de la demagogia, a la tiranía. Es un camino que en nuestro siglo han transitado Hitler, Perón, Jomeini y tantos otros enemigos de la libertad. Por el contrario, el ideal moderno de la democracia liberal coloca el principio de la libertad individual por encima del proceso democrático de decisión por mayoría. Las libertades básicas o derechos humanos restringen aquello que los políticos (por muy democráticamente elegidos que estén) pueden acordar.
El principio genérico de la libertad se articula en una serie de libertades, que dan lugar a otros tantos derechos humanos. Aquí solo consideramos la libertad de lengua i los derechos lingüísticos. La libertad de lengua es la libertad que tiene (o debería tener) cualquier ser humano de hablar y usar la lengua que quiera, de educar a sus hijos en la lengua que desee, y de ofrecer o adquirir los bienes y servicios de contenido lingüístico en la lengua que él elija. Lo más frecuente es que uno prefiera usar su lengua materna para todas esas funciones, pero la libertad de lengua abarca también la libertad de cambiar de lengua cuando uno lo considere oportuno.
Los derechos lingüísticos nos protegen (o deberían proteger-nos) de la intromisión de los políticos en el ámbito de nuestra libertad de lengua. A pesar de que la arrogancia de los mandamases no conoce límites, nosotros podemos tratar de ponérselos, invocando el principio de la libertad. El efecto de esta invocación dependerá de hasta qué punto haya cuajado entre nosotros el ideal de la democracia liberal, que es el ideal del respeto a la dignidad, la autonomía y la libertad del ser humano.
Aunque resulte embarazoso, conviene recordar las siguientes obviedades: 1) La libertad de lengua no es la libertad que tiene la lengua de elegir a sus hablantes, sino la libertad que tienen los hablantes de elegir su lengua (cada uno la suya, no la del vecino). 2) Los derechos lingüísticos no son derechos de las lenguas sobre los ciudadanos, sino derechos de los ciudadanos sobre las lenguas.
Las lenguas están cambiando constantemente, tanto en su propia estructura interna como en su difusión e implantación social. Actualmente se hablan unas cinco mil lenguas diferentes. Cada mes desaparecen dos de ellas por fallecimiento de sus últimos hablantes. La futura evolución de sus lenguas (como la evolución de la cultura, en general) es imprevisible. Desde un punto de vista moral lo único deseable es que esta evolución sea la mera resultante estadística de las libres decisiones individuales de los hablantes, y no el efecto de imposiciones coercitivas. Por desgracia en muchos países el trágala sigue primando sobre la libertad de lengua.
En Argelia más de un tercio de la población tiene el berebere (o tamazight) como lengua materna, pero su uso se reprime y no se acepta más lengua oficial que el árabe. En las ciudades también los profesionales e intelectuales francófonos lo tienen crudo. En 1990 se aprobó una ley para erradicar el francés de la administración, la universidad los negocios. La política lingüística oficial (en la que coinciden los militares del FLN con la oposición islamista) consiste en promover la arabización total. No se trata de que todos quieran hablar en árabe. Muchos prefieren hacerlo en bereber o en francés. Pero a militares y ulemas la libertad les importa un pito. Piensan que es Argelia, la patria, la que tiene derecho a exigir que sus habitantes hablen árabe, como corresponde a tan islámica senyora.
En Turquía más de diez millones de kurdos hablan una lengua indoeuropea que no tiene que ver con el turco. Pero Kemal Ataturk –que era laico respecto a las religiones, pero religioso en cuestión de lenguas- decidió que en Turquía, donde de hecho se hablan 23 lenguas, no debería hablarse más que una: el turco. La lengua turca tendría el derecho a ser hablada por todos los turcos. Recientemente se ha abolido una ley de 1982 que prohibía formalmente el empleo del kurdo en las escuelas o de usarlo en la radio.
Turquía es una democracia totalitaria, y su política lingüística oficial cuenta con el consenso de las principales fuerzas políticas. En 1995 ha firmado un tratado de unión aduanera con la Unión Europea, que tampoco es un dechado de libertad de lengua. En su mismo centro, en Bélgica, sólo hay libertad lingüística en Bruselas, donde los habitantes pueden elegir que sus hijos sean educados en francés o en flamenco, e incluso en otra lengua. El resto del país está dividido por un invisible telón de acero en dos regiones (Flandes y Valonia) que practican una política lingüística que no tiene nada que envidiar a la argelina o a la turca en cuanto a totalitarismo. En Flandes no se puede enseñar en francés ni las emisoras de radio pueden emitir en francés. Y lo mismo ocurre en Valonia con el flamenco. También aquí los políticos que atizaron hasta el delirio el odio entre las dos comunidades han llegado a uno de sus famosos consensos a expensas de la libertad de los ciudadanos.
En España el nacionalista Franco agredió los derechos lingüísticos de los españoles de lengua materna no castellana con intenciones parecidas a las de Ataturk, prohibiendo la radiodifusión y la enseñanza en catalán, vasco y gallego. Afortunadamente esa agresión cesó con la llegada de la democracia en 1977. Pero los nacionalistas periféricos no se conformaron con restaurar plenamente los derechos de los hablantes de las lenguas previamente marginadas, como era de justicia. Movidos en parte por un afán de revancha (ahora les toca a ellos pasar por el aro) y en parte por el mito nacionalista de la patria culturalmente homogénea, echaron de nuevo por la borda la libertad de lengua.
Muchos habitantes del País Vasco no tienen ningún interés en hacer (ellos o sus hijos) el enorme esfuerzo que representa el aprender una lengua tan difícil y distinta como el euskera, aunque la respeten y reconozcan su gran interés para los lingüistas profesionales y su entrañable valor para los euskaldunes. La mayoría de los habitantes de Euskadi no son lingüistas profesionales ni euskaldunes, y muchos de ellos no tienen ningún interés en aprender y usar el euskera. Pero, les guste o no, tienen que hacerlo, por imposición del Gobierno. Lo que los vascos concretos quieran da igual. Los políticos ya decidieron por ellos. Para muchos vascos no euskaldunes aprender euskera es como hacer la mili, una obligación a la que uno se somete porque no tiene más remedio. Su derecho a decidir cuáles son las lenguas que uno quiera aprender es sacrificado en aras del presunto derecho del euskera a ser hablado por todos los habitantes de Euskadi.
En Cataluña durante la dictadura de Franco los maestros que militaban en la oposición se reunían en la Escuela de Verano Rosa Sensat y ponían el grito en el cielo ante la barbaridad pedagógica y la crueldad psicológica que suponía la inmersión lingüística en castellano de los niños de lengua materna catalana. Algunos de ellos, tras un cambio de chaqueta de 180 grados, imponen ahora la inmersión lingüística en catalán a los niños de lengua materna castellana, e incluso insultan como antidemócrata a quien se atreva a defender la libertad de lengua, pues la coercitiva política lingüística oficial ya fue aprobada en su día por el consenso de los partidos. Como si el chalaneo de los políticos estuviera por encima del principio de la libertad.
Los nacionalistas y etnicistas de toda laya deberían ocuparse más redefender los derechos de su tribu fuera de sus fronteras que fastidiar al prójimo dentro de ellas. Los turquistas se ocuparían más de defender los derechos de los turcohablantes en Alemania que de reprimir a los kurdos. Los arabistas argelinos pondrían más énfasis en la libertad de hablar árabe en Francia, y menos en aplastar el francés y el berebere en Argelia. Los flamenquistas se ocuparían más de fomentar la libertad de lengua en Valonia que de suprimirla en su propia tierra. Los quebequistas, catalanistas y vasquistas se ocuparían más de los derechos linguísticos de los francófonos, catalanófonos y euskaldunes en Toronto y en Madrid, y menos de asimilar y hacer pasar por el aro a los otros hablantes en su propio territorio.
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Jesús Mosterín, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona. El País, 1996