Marx y los marxismos
Francisco Fernández Buey
Prólogo del libro Marx (sin ismos)
Editado por: Los Libros de El viejo topo
Barcelona, 2ª ed., 1999
I
Karl Marx ha sido, sin duda, uno de los faros intelectuales
del siglo XX. Muchos trabajadores llegaron a entender, a través de la
palabra de Marx, al menos una parte de sus sufrimientos cotidianos, aquella
que tiene que ver con la vida social del asalariado. Muchos obreros, que apenas
sabían leer, lo adoraron. En su nombre, se han hecho casi todas las revoluciones
político-sociales de nuestro siglo. En nombre de su doctrina, se elevó
también la barbarie del Estalinismo. contra la doctrina que se creó
en su nombre se han alzado casi todos los movimientos reaccionarios del siglo
XX.
El siglo acaba. Prácticamente toda forma de poder que haya navegado durante
estos cien años bajo la bandera del comunismo ha muerto ya. No sabemos
todavía lo que darán de sí las "revoluciones pasivas"
de este final del siglo XX, que han nacido del temor al espectro del comunismo
y del horror que produjo la conversión de la doctrina comunista en Templo.
Sería presuntuoso anticipar lo que se dirá en el siglo XXI sobre
esta parte de la historia del siglo XX.
Pero una cosa parece segura: en el siglo XXI, cuando se lea a Marx, se le leerá
como se lee a un clásico.
A veces se dice: los clásicos no envejecen. Pero eso es una impertinencia:
los clásicos también envejecen, aunque, ciertamente, de otra manera.
Un clásico es un autor cuya obra, al cabo del tiempo, ha envejecido bien
(incluso a pesar de sus devotos, de los templos levantados en su nombre o de
los embalsamamientos académicos).
Marx es un clásico, un clásico interdiciplinario, un clásico
de la filosofía mundanizada, del periodismo fuerte, de la historiografía
con ideas, de la sociología crítica, de la teoría política
con punto de vista, sobre todo un clásico de la economía que no
se quiere sólo crematística. Contra lo que se dice a veces, no
fue Marx quien exaltó el papel esencial de lo económico en el
mundo moderno. Él tomó nota de lo que estaba ocurriendo bajo sus
ojos en el capitalismo del siglo XIX. Fue él quien escribió que
había que rebelarse en contra de las determinaciones de lo económico.
Fue él quien llamó la atención de los contemporáneos
sobre las alienaciones implicadas en la mercantilización de todo lo humano.
Leen a Marx al revés quienes reducen sus obras a determinismo económico,
como leyeron a Maquiavelo al revés quienes sólo vieron en su obra
desprecio de la ética en favor de la razón de Estado.
II
Marx no cabe en ninguno de los cajones
en que se ha dividido el saber universitario en este fin de siglo. Pero está
siempre ahí, al fondo, como el clásico con el que hay que dialogar
y discutir cada vez que se abre uno de estos cajones del saber clasificado:
economía, sociología, historia, filosofía.
Cuando uno entra en la biblioteca de Marx la imagen con la que sale es la de
que allí vivió y trabajó un "hombre del Renacimiento".
Tal es la diversidad de temas y asuntos que le interesaron. Y eso que hizo lo
que él llamaba "la ciencia", su investigación socioeconómica
de las leyes o tendencias del desarrollo del capitalismo, casi toda, en una
biblioteca que no era la suya: la del Museo Británico.
Una obra que no cabe en los cajones clasificatorios de nuestros saberes es siempre
una obra incómoda y problemática. Ante ella hay dos actitudes
tan típicas como socorridas. Una es la de los devotos. Consiste en proclamar
que el Verdadero y Auténtico Saber es, contra las clasificaciones establecidas
por la Academia, el de Nuestro Héroe. La otra actitud consiste en agarrarse
a los cajones y despreciar el saber incómodo, como diciendo: "si
alguien no ha sido filósofo profesional, economista matemático,
sociólogo del ramo, historiador de archivos ni neutral teorizador de
lo político, es que no es nada, o casi nada".
La primera actitud convierte al clásico en un santo de los que ya en
su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes (aunque
sea un santo laico). La segunda actitud ningunea al clásico y recomienda
a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo (aunque luego
éstos acaben revisitándolo casi a escondidas).
Si el clásico tiene que ver, además, con la lucha de clases y
ha tomado partido en ella, como es el caso, la cosa se complica. Pues los hagiógrafos
convertirán la Ciencia de Nuestro Héroe en Templo y los académicos
le imputarán la responsabilidad por toda villanía cometida en
su nombre desde el día de su muerte. Por eso, y contra eso, Bertolt Brecht,
que era de los que hacen pedagogía desde la Compañía Laica
de la Soledad, pudo decir con razón: se ha escrito tanto sobre Marx que
éste ha acabado siendo un desconocido.
¿Qué decir de un conocido tan desconocido sobre el que se ha dicho
ya de todo y todo lo contrario? Pues, una vez más, que lo mejor es leerlo,
como si no fuera de los nuestros, como si no fuera de los vuestros; como se
lee a cualquier otro clásico cuyo amor el propio Marx compartió
con otros que no compartían sus ideas: a Shakespeare, a Diderot, a Goethe,
a Lessing, a Hegel. Tratándose de Marx, y en este país en el que
estamos, conviene precisar: leerlo, no "releerlo", como se pretende
aquí siempre que se habla de los clásicos. Porque pare releer
de verdad a un clásico hay que partir de una cierta tradición
en la lectura. En el caso de Marx, aquí, entre nosotros, no hay apenas
tradición. Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán
hace ahora veintitantos años. Ese bosquejo de tradición quedó
truncado. Hablando de Marx, casi todo lo demás han sido lecturas fragmentarias
e intermitentes, lecturas instrumentales, lecturas a la búsqueda de citas
convenientes, lecturas traídas o llevadas por los pelos para acogotar
con ismos a los otros o para demostrar al prójimo, con otros ismos, que
tiene que arrepentirse y ponerse de rodillas ante eso que ahora se llama Pensamiento
Único.
Marx sin ismos, pues: tal es la intención de este libro: entender a Marx
sin los ismos que se crearon en su nombre y contra su nombre.
III
Karl Marx fue un revolucionario que
quiso pensar radicalmente, yendo a la raíz de las cosas. Fue un ilustrado
crepuscular: un ilustrado opuesto a toda forma de despotismo, que siendo, como
era, lector asíduo de Goethe y de Lessing, nunca pudo soportar el dicho
aquel de todo para el pueblo pero sin el pueblo. Karl Marx fue un ilustrado
con una acentuada vena romántica, en muchas cosas emparentado con el
poeta Heine, pero que nunca se dejó llamar "romántico"
porque le producía malestar intelectual el sentimentalismo declamatorio
y añorante.
Karl Marx fue, de joven, un liberal que, con la edad y viendo lo que pasaba
a su alrededor (en la Alemania prusiana, en la Francia liberal y en el hogar
clásico del capitalismo), se propuso dar forma a la más importante
de las herejías del liberalismo político del siglo XIX: el socialismo.
Karl Marx se hizo socialista y quiso convencer a los trabajadores de que el
mundo podía cambiar de base, de que el futuro sería socialista,
porque en el mundo que le tocó vivir (el de las revoluciones europeas
de 1848, el de la liberación de los siervos en Rusia, el de las luchas
contra el esclavismo, el de la guerra franco-prusiana, el de la Comuna de París,
el de la conversión de los EU en potencia económica mundial) no
había más remedio que ser ya --pensaba él-- algo más
que liberales.
Desde esa convicción, la idea central que Marx legó al siglo XX
se puede expresar así: el crecimiento espontáneo, supuestamente
"libre", de las fuerzas del mercado capitalista desemboca en concentración
de capitales; la concentración de capitales desemboca en el oligopolio
y en el monopolio; y el monopolio acaba siendo negación no sólo
de la libertad de mercado sino también de todas las otras libertades.
Lo que se llama "mercado libre" lleva en su seno la serpiente de la
contradicción: una nueva forma de barbarie. Rosa Luxemburgo tradujo plásticamente
esta idea a disyuntiva: socialismo o barbarie.
IV
Como Marx era muy racionalista, como
aspiraba siempre a la coherencia lógica y como se manifestaba casi siempre
con mucha contundencia apasionada, no es de extrañar que su obra esté
llena de contradicciones y de paradojas. Como usaba mucho en sus escritos la
metáfora aclaradora y abusaba de los ejemplos, tampoco es de extrañar
que algunos de los ejemplos que puso para ilustrar sus ideas se le hayan vengado
y que no pocas de sus metáforas se le hayan vuelto en contra. Así
es el mundo de las ideas.
Algunas de esas contradicciones llegó a verlas él mismo. Una de
ellas, la más honda, la menos formal, las más personal, la vio
incluso con cierto humor negro: "Nunca se ha escrito tanto sobre el capital
-dijo el autor de El capital-careciendo de él hasta tal punto". Otras
de esas contradicciones le hicieron sufrir hasta el final de su vida. Él,
que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que
así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la
contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los
hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre
todo como un filósofo de la historia. Él, que despreciaba todo
dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que hay que dudar
de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de hacer
entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de
ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico
para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave
maestra para abrir las puertas de la explicación de todo.
V
Este Marx (sin ismos) tiene algo de
paradójica grandeza y de conficto interior no asumido. Creyó que
la razón de su vida era dar forma arquitectónica a la investigación
científica de la sociedad, pero dedicó meses y meses a polemizar
con otros sobre asuntos políticos que hoy nos parecen menores. Creyó
que la historia avanza dialécticamente por su lado malo (e incluso por
su lado peor), y tal vez acertó en general, pero no pudo o no supo prever
que la verdad concreta, inmediata, de esa razón fuera a ser otra forma
de barbarie. ¿Acaso podemos, entre humanos, hablar de progreso tan en
general?
Karl Marx amó tanto la razón ilustrada que se propuso, y propuso
a los demás, un imposible: hacer del socialismo (o sea, de un movimiento,
de un ideal) una ciencia. Hoy, cuando el siglo acaba, nos preguntamos si no
hubiera sido mejor conservar para eso el viejo nombre de utopía, seguir
llamando al socialismo como lo llamaban el propio Marx y sus amigos cuando eran
jóvenes: pasión razonada o razón apasionada. Pero en un
siglo tan positivista y tan cientificista como el que Marx maduro inauguraba
tampoco podía resultar extraño identificar la ciencia con la esperanza
de los que nada tenían. Hasta es posible que por eso mismo, por esa identificación,
los de abajo lo amaran luego tanto. Es seguro que por eso casi todos los poderosos
lo odiaron y aún lo odian (cuando no se quedan con su ciencia y rechazan
su política).
VI
Marx quería el comunismo, claro
está, pero no lo quería crudo, nivelador de talentos, pobre en
necesidades; aunque su tono a veces profético, como el del trueno, parecía
negar el epicúreo que había en él. ¿Será
el escándalo moral que produce la observación de las desigualdes
sociales lo que hace proféticos a los epicúreos? Sea como fuere,
Marx estableció sin pestañear que la violencia es la comadrona
de la historia en tiempos de crisis, pero al mismo tiempo criticó sin
contemplaciones la pena de muerte y otras violencias. Marx postuló que
la libertad consiste en que el Estado deje de ser un órgano superpuesto
a la sociedad para convertirse en órgano subordinado a ella, aunque al
mismo tiempo creyó necesaria la dictadura del proletariado para llegar
al comunismo, a la sociedad de iguales.
Marx, el Marx que se leerá en el siglo XXI, nunca hubiera llegado a imaginar
que un día, en un país lejano cuya lengua quiso aprender de viejo
sería objeto de culto cuasirreligioso en nombre del comunismo, o que
en otro país, aún más lejano, y del que casi nada supo,
se le compararía con el sol rojo que calienta nuestros corazones . Pero
aquel tono profético con el que a veces trató de comunicar su
ciencia a los de abajo tal vez implicaba eso o tal vez no. Quizá el que
esto haya ocurrido fue sólo la consecuencia de la traducción de
su pensamiento a otras lenguas, a otras culturas. Toda traducción es
traición. Y quien traduce para muchos traiciona más.
VII
Marx sin ismos, digo. Pero ¿es
eso posible?¿No será eso desvirtuar la intención última
de la obra de Marx? ¿Puede separarse a Marx de lo que han sido el marxismo
y el comunismo modernos? ¿Acaso puede escribirse sobre Marx sin tener
en cuenta lo que han sido los marxismos en este siglo? ¿No fue precisamente
la intención de Marx fundar un ismo, ese movimiento al que llamamos comunismo?
¿No es precisamente esta intención, tan explícitamente
declarada, lo que ha diferenciado a Marx de otros científicos sociales
del siglo XIX?
Para contestar a esas preguntas y justificar el título de este libro
hay que ir por partes. Marx fue crítico del marxismo. Así lo dejó
escrito Maximilien Rubel en el título de una obra importante aunque no
muy leída. Rubel tenía razón. Que Marx haya pretendido
fundar una cosa llamada marxismo es más que dudoso. Marx tenía
su ego, como todo hijo de vecino, pero no era Narciso. Es cierto, en cambio,
que mientras Marx vivió había algunos que lo apreciaron tanto
como para llamarse a sí mismos marxistas. Pero también lo es que
él mismo dijo aquello de "yo no soy marxista".
Con el paso del tiempo y la correspondiente descontextualización, esta
frase, tantas veces citada, ha ido perdiendo el significado que tuvo en boca
de quien la pronunció. Escribir sobre Marx sin ismos es, pues, para empezar,
restaurar el sentido originario de aquel decir de Marx. Restaurar el sentido
de una frase es como volver a dar a la pintura los colores que originalmente
tuvo: leerla en su contexto. Cuando Marx dijo a Engels, al parecer un par de
veces, entre 1880 y 1881, ya en su vejez, "yo no soy marxista", estaba
protestando contra la lectura y aprovechamiento que por entonces hacía
de su obra económica y política gente como los "posibilistas"
y guesdistas franceses, intelectuales y estudiantes del partido obrero alemán
y "amigos" rusos que interpretaban mecánicamente El capital.
Por lo que se sabe de ese momento, a través de Engels, Marx dijo aquello
riendo. Pero más allá de la broma queda un asunto serio: a Marx
no le gustaba nada lo que empezaba a navegar entre los próximos con el
nombre de marxismo. Por supuesto, no podemos saber lo que hubiera pensado de
otras navegaciones posteriores, pero lo que sabemos da pie a restaurar el cuadro
de otra manera. No querría engañar a nadie: hacer de restaurador
tiene algunos peligros, el principal de los cuales es que, a veces, uno se inventa
colores demasiado vivos que tal vez no eran los de la paleta del pintor, sino
los que aman nuestros ojos. Tratándose de texto escrito pasa algo parecido.
Pero afrontar ese riesgo vale la pena. Y afrontarlo no tiene por qué
implicar necesariamente declarase marxista. Esa es otra cuestión. No
hay por qué entrar en ella aquí. De la seria broma del viejo Marx
sólo pueden deducirse razonablemente dos cosas. Primera: que al decir
"yo no soy marxista" el autor de la frase no pretendía descalificar
a la totalidad de sus seguidores ni, menos aún, renunciar a sus ideas
o a influir en otros. Y segunda: que para leer bien a Marx no hace falta ser
marxista. Quien quiera serlo hoy tendrá que serlo, como pretendía
el dramaturgo alemán Heine Muller, necesariamente por comparación
con otras cosas. Y con sus propios argumentos.
VIII
Queda todavía la otra pregunta:
¿Puede escribirse hoy en día sobre Marx sin entrar en el tema
de su herencia política, es decir, haciendo caso omiso de lo que ha sido
la historia del comunismo en el siglo XX? Mi contestación a esa pregunta
es: no sólo se puede (pues, obviamente, hay quien lo hace), sino que
se debe. Debe distinguirse entre lo que Marx hizo y dijo como comunista y lo
que dijeron e hicieron otros, a lo largo del tiempo, en su nombre. Querría
argumentar esto un poco.
La prostitución del nombre de la cosa de Marx, el comunismo moderno,
no es ya responsabilidad de Marx. Mucha gente piensa que sí lo es e ironiza
ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores.
Yo pienso que no. Diré por qué. Las tradiciones, como las familias,
crean vínculos muy fuertes entre la gente que vive en ellas. La existencia
de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido
de quién es cada cual en esa tradición: las personas se quedan
sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden
el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo.
Pero de la misma manera que es injusto culpar a los hijos que llevan un mismo
apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también
sería una injusticia histórica cargar al autor del Manifiesto comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena
o mala voluntad, su apellido.
Seamos sensatos por una vez. A nadie se le ocurriría hoy en día
echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los
delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron
el apellido de cristianos, desde Torquemada al general Pinochet, pasando por
el General Franco. Con toda seguridad, tildaríamos de sectario o insensato
a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón
de la Montaña y la Inquisición romana o española. No sé
si en el siglo XVI alguien pensó que Jesús de Nazaret tenía
que pedir perdón a los indios de América por las barbaridades
que los cristianos europeos hicieron con ellos en el nombre de Cristo. Sólo
conozco a uno que, con valentía, escribió algo parecido a esto.
Pero ese alguien no dijo que el que tuviera que pedir perdón fuera Jesús
de Nazaret; dijo que los que tenían que hacerse perdonar por sus crímenes
eran los cristianos mandamases contemporáneos.
¿Comparaciones odiosas? No conozco otra forma más ecuánime
de hacer historia de las ideas. Eso aprendí de Isaac Berlin, con cuya
obra sobre Karl Marx, muy conocida, discuto en este libro, precisamente porque
en este caso Berlin no me parece ecuánime y porque discutiendo con los
maestros se aprende.
Puesto ya a las comparaciones odiosas, añadiré que también
hay algo que aprender de la restauración historiográfica reciente
de la vida y los hechos de Jesús de Nazaret, a saber: que ha habido otros
evangelios, además de los canónicos, y que el estudio de la documentación
descubierta al respecto en los últimos tiempos (desde los evangelios
gnósticos a algunos de los Manuscritos del Mar Muerto) muestra que tal
vez esas otras historias de la historia sagrada estaban más cerca de
la verdad que la Verdad canonizada. En esa odiosa comparación, me he
inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores que no
fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas:
Korsch, Rubel y Sacristán. Hay varias cosas que diferencian la lectura
de Marx que hicieron estos tres. Pero hay otras, sustanciales para mí,
en las que coinciden: el rigor filológico, la atención a los contextos
históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo
que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia
del comunismo. También ellos hubieran podido decir (y, de hecho, lo dijeron
a su manera) que no eran marxistas. Sin embargo, pocas lecturas de Marx seguirán
siendo tan estimulantes como las que ellos hicieron.
IX
Recupero ahora el final del punto primero
de este escrito para concluir sobre la relación entre Marx y el comunismo
moderno.
No sólo me parece presuntuoso, sino manifiestamente falso, deducir de
la desaparición del comunismo como Poder la muerte de toda forma de comunismo.
Concluir tal cosa ahora, en 1998, es un contrafáctico, es una afirmación
contra los hechos: en el mundo sigue habiendo comunistas, personas, partidos
y movimientos que se llaman así. Los hay en Europa y en América,
en Africa y en Asia. Nuestros medios de comunicación, que han publicado
numerosísimas reseñas del Libro
negro del comunismo, apenas si se han
fijado en ello, pero, con motivo del 150 aniversario de la aparición
del Manifiesto comunista, este mismo año se reunieron en París
mil seiscientas personas, llegadas de Asia y de Africa, de las dos Américas
y de todos los rincones de Europa, que coincidían en esto: la idea de
comunismo sigue viva en el mundo. Tampoco es habitual ahora tener en cuenta
la opinión de historiadores, filósofos y literatos que, como el
ruso Alexander Zinoviev o el italiano Giorgio Galli, hacen hoy la defensa del
comunismo, del otro comunismo, sin ser comunistas y después de haber
cantado en decenios pasados verdades como las del lucero del alba que les valieron
la acusación de anticomunistas. Son los otros ex, de los que casi nunca
se habla, los que cambiaron de otra manera porque atendieron, en contra de la
corriente, las otras verdades.
Antes de ofrecerse como fiscal para la práctica, tan socorrida, de los
juicios sumarísimos en los que, por simplificación, se mete en
un mismo saco a las víctimas con los victimarios conviene ponerse la
mano en corazón y preguntarse, sin prejuicios, por qué, como decía
el título de una película irónica, hay personas que no
se avergüenzan de haber tenido padres comunistas, por qué, a pesar
de todo, sigue habiendo comunistas en un mundo como el nuestro.
Si sigue habiendo comunistas en este mundo es porque el comunismo de los siglos
XIX y XX, el de los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres de los jóvenes
de hoy, no ha sido sólo poder y despotismo. Ha sido también ideario
y movimiento de liberación de los anónimos por antonomasia. Hay
un Libro Blanco del comunismo que está por reescribir. Muchas de las
páginas de ese Libro, hoy casi desconocido para los más jóvenes,
las bosquejaron personas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en
la lucha por la libertad en países en los que no había libertad;
en la lucha por la universalización del sufragio en países en
los que el sufragio era limitado; en la lucha en favor de la democracia en países
donde no había democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales
de la mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados
sólo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en
España y en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal,
y en tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni
tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despóticamente
a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se mancharon
las manos con la apropiación privada del dinero público.
Al decir que el Libro Blanco del comunismo está por reescribirse, no
estoy proponiendo la restauración de una vieja Leyenda para arrinconar
o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los Libros Negros. No es
eso. Ni siquiera estoy hablando de inocencia. Como sugirió Brecht en
un poema célebre, tampoco lo mejor del comunismo del siglo XX, el de
aquellos que hubieran querido ser amistosos con el prójimo, pudo, en
aquellas circunstancias, ser amable. La historia del comunismo del siglo XX
tiene que ser vista como lo es, como una tragedia. El siglo XX ha aprendido
demasiado sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que uno
se atreva ahora a emplear la palabra "inocencia" sin más. Hablo,
pues, de justicia. Y la justicia es también cosa de la historiografía.
X
¿Qué historiografía
puede proponerse a los más jóvenes? ¿Cómo enlazar
la biografía intelectual de Karl Marx con las insoslayables preocupaciones
del presente? Estas son preguntas que pueden tomarse como un reto intelectual
hoy en día.
Tal vez la mejor manera de entender a Marx desde las preocupaciones de este
fin de siglo no pueda ser ya la sencilla reproducción de un gran relato
lineal que siguiera cronológicamente los momentos claves de la historia
de Europa y del mundo en el siglo XX como en una novela de Balzac o de Tolstoi.
Durante mucho tiempo esa fue la forma, vamos a decirlo así, "natural",
de comprensión de las cosas; una forma que cuadraba bien con la importancia
colectivamente concedida a las tradiciones culturales y, sobre todo, a la transmisión
de las ideas básicas de generación en generación. Pero
seguramente ya no es la forma adecuada. El gran relato lineal no es ya, desde
luego, lo habitual en el ámbito de la narrativa. Es dudoso que pueda
seguir siéndolo en el campo de la historiografía cuando la cultura
de las imágenes fragmentadas que ofrecen el cine, la televisión
y el vídeo ha calado tan hondamente en nuestras sociedades. El posmodernismo
es la etapa superior del capitalismo y, como escribió John Berger con
toda la razón, "el papel histórico del capitalismo es destruir
la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos
y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir".
Así ha sido. Y así es.
Si así ha sido y así es, entonces a quienes se han formado ya
en la cultura de las imagenes fragmentadas hay que hacer una propuesta distinta
del gran relato cronológico para que se interesen por lo que Marx fue
e hizo; una propuesta que restaure, mediante imágenes fragmentarias,
la persistencia de la centralidad de la lucha de clases en nuestra época
entre los claroscuros de la tragedia del siglo XX.
Imaginemos una cinta sin fin que proyecta ininterrumpidamente imágenes
sobre una pantalla. En el momento en que llegamos a la proyeccción, una
voz en off lee las palabras del epílogo histórico a Puerca tierra
de John Berger. Son palabras que hablan de tradición, supervivencia y
resistencia, del lento paso desde el mundo rural al mundo de la industria, de
la destrucción de culturas por el industrialismo y de la resistencia
social a esa destrucción. Estas palabras introducen la imagen de la tumba
de los Marx en el cementerio londinense presidida por la gran cabeza de Karl,
según una secuencia de la película de Mike Leigh, Grandes ambiciones, en la que el protagonista explica, en la Inglaterra thatcheriana,
"cuando los obreros se apuñalan a sí mismos por la espalda",
por qué fue "grande" aquella cabeza. La secuencia acaba con
un plano que va de los ojos del protagonista a lo alto del busto marmóreo
de Marx mientras la protagonista, a quien va dirigida la explicación,
se interesa por las siemprevivas del cementerio ( "y tuvimos que mirar
la naturaleza con impaciencia", dice Brecht a los por nacer; "en casa
siempre tengo siemprevivas", dice la protagonista de la película
de Leigh).
La explicación de la grandeza de Marx por el protagonista de Grandes ambiciones enlaza bien con la reflexión de Berger y permite pasar directamente
a la secuencia final de La tierra de
la gran promesa de A. Wajda, la de
la huelga de los trabajadores de la industria textil en Lodz, que sintetiza
en toda su crudeza las contradicciones del tránsito sociocultural del
mundo rural al mundo de la industria en la época del primer capitalismo
salvaje. Entre el Lodz de Wajda y el Londres de Leigh, hay cien años
de salvajismo capitalista. Vuelve la imagen de Marx en el cementerio londinense.
Pero en la cinta sin fin hemos montado, sin solución de continuidad,
otra imagen: la que inicia la larga secuencia de La mirada de Ulises de Angelopoulos
con el traslado de una gigantesca estatua de Lenin en barcaza por el Danubio.
Es esta una de las secuencias más interesantes del cine europeo del último
decenio, por lo que dice y por lo que sugiere. Presenciamos, efectivamente,
el final de un mundo, una historia que se acaba: el símbolo del gran
mito del siglo XX navega ahora de Este a Oeste por el Danubio para ser vendido
por los restos de la nomenklatura a los coleccionistas del capitalismo vencedor
en la tercera guerra mundial. Es una secuencia lenta y larga, de final incierto,
que se queda para siempre en la retina de quien la contempla. La cortamos, de
momento, para introducir otra. Estamos viendo ahora la secuencia clave de Underground
de Emir Kusturica: la restauración del viejo mito platónico de
la caverna como parábola de lo que un día se llamó "socialismo
real". El intelectual burócrata ha conseguido hacer creer al héroe
de la resistencia antinazi, en el subterráneo, que la vida sigue igual,
que la resistencia antinazi continúa, y maneja los hilos de la historia
como en un gran guiñol mientras un personaje secundario, pero esencial,
repite, entre charangas y esperpentos, una sola palabra: "la catástrofe".
Ninguna otra imagen ha explicado mejor, y con más verdad, que esta de
Kusturica, el origen de la catástrofe del "socialismo real".
Hay muchas cosas importantes en esta película en la que los simples sólo
ven ideología proserbia. Pero fragmentamos Underground para volver
a La mirada de Ulises, ahora con otra verdad a cuestas, la del pecado original
del "socialismo real". La barcaza sigue deslizándose por el
Danubio con la gigantesca estatua de Lenin también fragmentada. Lo hace
lentamente, muy lentamente. Desde la orilla del gran río la gente la
acompaña, expectantes unos, en actitud de respeto religioso otros, seguramente
asombrados los más. Da tiempo a pensar: el mundo de la gran política
ha cambiado; una época termina; pero no es el final de la historia: las
viejas costumbres persisten en el corazón de Europa. Tal vez no todo
era caverna en aquel mundo. Cae la noche y la gran barcaza con su estatua de
Lenin montada para ser vendida enfila a la bocana del puerto fluvial. Cortamos
la secuencia al caer la noche. Donde antes estaba el Danubio está ahora
el Adriático, hay ahora otro barco, el Partizani: es la secuencia final
de Lamerica de Gianni Amelio con la imagen, impresionante, del barco atestado
de albaneses pobres que huyen hacia Italia mientras el capitalismo vuelve, gozoso,
a sus negocios y nuestro protagonista ha conocido un nuevo corazón de
las tinieblas, premonición de lo que no había de ser el hegeliano
Final de la Historia sino el comienzo de otra historia, por lo demás
muy parecida a las otras historia de la Historia.
Cinta sin fin. Otra vez las palabras de Berger, la cabeza de Marx en el cementerio
londinense, la gran estatua de Lenin que navega, lenta, muy lentamente, por
el Danubio. ¿Llega realmente a su destino? Puede haber pensamiento en
la fragmentación: la explicación de Leigh en Grandes ambiciones, que
se repite: "Era un gigante. Lo que él (Marx) hizo fue poner por
escrito la verdad. El pueblo estaba siendo explotado. Sin él no habría
habido sindicatos, ni Estado del bienestar, ni industrias nacionalizadas...."
Lo dice un trabajador inglés de hoy que, además (y eso importa),
no quiere rollos ideológicos ni ama los sermones. Tampoco es la suya
la última palabra. La cinta sigue. Cinta sin fin.
En esa cinta está Marx. Ha habido muchas cosas en el mundo que no cupieron
en la cabeza de Marx. Cosas que no tienen que ver con la lucha de clases, cierto.
Pero de la misma manera que nunca se entenderá lo que hay en el Museo
del Prado sin la restauración historiográfica de la cultura cristiana,
tampoco se entenderá el gran cine de nuestra época, el cine que
habla de los grandes problemas de los hombres anónimos, sin haber leído
a Marx. Sin ismos, por supuesto.