La
revolución conservadora
Guillermo Almeyra
Un cómico
italiano decía, de otra "revolución pasiva" que "la situación
es grave, pero no seria". En efecto, el populismo de derecha está
preñado de graves peligros, pero también de escándalos
y sorpresas. En primer lugar, porque nadie vota con fe en un supuesto Salvador
sino que lo hace contra un régimen aborrecido y desprestigiado.
De modo que el beneficiario de este movimiento de repudio -y no de este
impulso de confianza- debe ganarse desde el primer día de su mandato
una base popular, convirtiendo en positivo el apoyo electoral que recibió
como resultado del rechazo a su adversario. Ahora bien,
como lo único que une a su electorado es el primitivismo político
del "voto útil", del sufragio por el mal menor y el conservadurismo
implícito en la idea de cambiar pero sin poner en riesgo el sistema,
difícilmente el Demiurgo podrá satisfacer a sus votantes.
Sobre todo porque está ligado con soga doble a la gran finanza nacional
y extranjera que espera de él que acabe, con su populismo de derecha,
con los restos del populismo de izquierda. ¿Acaso Fujimori no llegó
al poder sólo sobre la base del desprestigio total del APRA, el
partido histórico de masas, y lo primero que hizo fue el "fujichoc"
económico en favor de los potentes? La única forma de salir
por la derecha de las consecuencias de la demagogia es, por consiguiente,
reforzar los elementos dictatoriales: Fujimori disolvió el Parlamento,
se apoyó en las Fuerzas Armadas, se hizo reelegir... Porque la característica
esencial de una revolución conservadora es que los votantes que
llevan al poder al Demiurgo no votan por él (al cual realmente no
conocen) ni tienen motivaciones de derecha -porque quieren acabar con la
corrupción, el fraude, la prepotencia- pero votan por un partido
y un hombre de derecha porque, simplemente, no creen en la opción
que le presenta la izquierda. De modo que en la revolución conservadora
hay una doble contradicción entre el Demiurgo y sus votantes: la
que establece la diversidad de objetivos entre ambos y la que fija la inestabilidad
del apoyo que le vino de la impotencia de la izquierda o del su escaso
poder de atracción de la misma, cosas ambas que pueden cambiar a
medio plazo.
La fuerza principal de una
revolución conservadora consiste evidentemente en los cambios sociales
que han disgregado el apoyo social clásico de la izquierda, al golpear
duramente al campo y a los trabajadores urbanos organizados. Los efectos
sociales y económicos de la mundialización hacen, en efecto,
que en varias partes del mundo las protestas sociales sean canalizadas
electoralmente por demagogos populistas derechistas, e incluso asuman formas
regionalistas, xenófobas, racistas. Sólo los ilusos pueden
creer que la crisis del capitalismo conduce inevitablemente hacia la izquierda,
sobre todo cuando la izquierda no cumple con su papel o no existe. Porque
este es otro de los motivos principales de la revolución conservadora:
aquella que se presenta como izquierda no sólo es conservadora y
no ha marcado claramente un diferencia ideológica en todos los terrenos
con la derecha sino que también la ha legitimado políticamente,
realizando con ella sucesivas alianzas o proponiendo incluso programas
comunes y, en su funcionamiento interno o en la selección de sus
aliados, ha demostrado total carencia de principios. Eso le ha quitado
credibilidad y, por consiguiente, ha hecho que aparezca como "igual a todos"
pero con un ingrediente de salto al vacío, que viene de la conciencia
confusa sobre su fondo radical y sobre el odio por ella que tiene el establishment.
La memoria histórica existe, aunque avance con altos y bajos constantes:
si las mayorías dieron varias veces una oportunidad a esa izquierda
esperando un cambio que no se produjo, al ver que no pasaba nada pueden
buscar ese cambio en la orilla política opuesta. De modo que los
cambios sociales desfavorables para los trabajadores dan la base para la
revolución conservadora, pero no la explican totalmente. No se puede
olvidar la responsabilidad de aquéllos cuya impotencia, conservadurismo,
oportunismo o tacticismo suicida hicieron crecer como opción a quienes
ni lo eran ni lo son. Las revoluciones conservadoras, los regímenes
populistas de derecha, utilizan enseguida la corrupción, la prepotencia,
los caciques, los aparatos sindicales de los depuestos. Y les agregan el
control de los medios y de la enseñanza, para lo cual cuentan con
el apoyo de la primera burocracia en la historia y del organismo más
totalitario y fundamentalista que jamás haya existido: la Iglesia
católica. Por eso, o se derrumban al deslizarse su base, hacia la
izquierda, a la prueba de las políticas concretas, o van hacia regímenes
autoritarios. La economía internacional, con sus reflejos sobre
la nacional, por un lado, y la capacidad de la izquierda de aparecer como
tal y de luchar por una alternativa, decidirán
todo.
Publicado en La Insignia