EL PROTECTORADO ESPAÑOL EN MARRUECOS (1912 - 1956). Una perspectiva histórica


Por Eloy Martín Corrales

Edición digital del capítulo V del libro editado por J. Nogué y J.L. Villanova España en Marruecos (1912-1956). Discursos geográficos e intervención territorial, Editorial Milenio, Lleida, 1999, páginas 145-158.

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Aún hoy se admite con demasiada despreocupación que el colonialismo español en el noroeste de África se produjo como respuesta a la pérdida en 1898 de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. A continuación se añade que los sectores más reaccionarios y conservadores, entre los que el ejército estaría en primera fila, empujaron a España a una nueva aventura colonial en África del Norte que se saldó, tras enormes pérdidas de vidas de españoles y marroquíes, con la independencia de Marruecos en 1956, aunque aún quedaron pendientes los asuntos de Tarfaya (1958), Guinea (1968), Ifni (1969) y Sahara (1975).

Lo anterior es sólo una parte de la verdad. En realidad, la intuición de que la pérdida de Cuba era inevitable comenzó a manifestarse hacia mediados del siglo XIX, un sentimiento que se fortaleció tras la Guerra de los Diez Años (1868-1878). A partir de ese momento, los esfuerzos coloniales españoles se dirigieron a buscar una alternativa a la previsible y temida pérdida de la provechosa isla antillana. En un primer momento las miradas se volvieron hacia Filipinas, cuya puesta en explotación se pensaba que podía compensar la separación cubana (Delgado, 1998). Sin embargo, no se dejó de prestar atención a otras zonas más cercanas a la península: el golfo de Guinea, la costa sahariana y Marruecos. Hacia estos lugares se dirigieron en exclusiva las miras colonialistas tras la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898. En las líneas siguientes centraré mi atención en el norte del territorio marroquí, dejando de lado las otras zonas.

El creciente interés español por Marruecos a lo largo del siglo XIX

El interés hispano por el imperio marroquí venía de antiguo. Sin remontarnos a períodos pretéritos, conviene señalar que a partir de la segunda mitad del si­glo XVIII se observa un estrechamiento de las relaciones entre ambos países, especialmente a raíz de la firma del Tratado de Paz, Comercio, Navegación y Pesca de 1767 (García & Bunes, 1992). Como consecuencia se produjo un importante aumento del comercio hispano-marroquí entre 1767 y 1830, aunque con un crónico déficit de la balanza comercial española. Paralelamente fue en aumento la influencia española en el país vecino: en Cádiz se llegó a acuñar la moneda marroquí, mientras que técnicos, militares y aventureros españoles jugaron un papel más o menos relevante en la vida del sultanato (Martín Corrales, 1988). A partir de 1830 la presencia hispana en Marruecos se hizo más agresiva. Su influencia política aumentó notoriamente gracias a que un grupo de españoles continuó desempeñando un papel de cierta importancia en puestos claves del país. Paralelamente, el comercio sufrió un cambio sustancial con motivo de la prohibición española de importar trigo extranjero y el incremento, por modesto que fuera, de las exportaciones españolas hacia Marruecos, con el resultado de que la balanza comercial entre los dos países pasara a saldarse positivamente para España. Sin embargo, los conflictos no estuvieron ausentes de este panorama, especialmente el hostigamiento a los presidios españoles en el litoral marroquí (Ceuta, Melilla, Peñón de Vélez y Alhucemas) y los ataques de los cárabos rifeños a las embarcaciones que se aproximaban en demasía a la costa del Rif (Castel, 1954; Fernández Rodríguez. 1985; Pennell, 1991; Martín Corrales, 1996a).

La combinación de los deseos de aumentar la influencia española en Marruecos, así como los de acabar con los conflictos en el litoral rifeño, se enfrentaban con la realidad de una España políticamente dividida (absolutistas contra liberales, moderados contra progresistas, guerras carlistas) y empobrecida que, paralelamente, perdía importancia en el conjunto de la sociedad interna­cional. Máxime cuando aumentaban sus problemas para controlar sus colonias antillanas y asiáticas. De ahí que se haya hecho, justificada pero exageradamente, una lectura de la guerra de África de 1859-60 en clave de política interior: búsqueda de la unión nacional ante los enemigos extranjeros (Lecuyer & Serrano, 1976).

Sin embargo, y a pesar de esta afirmación, no es posible olvidar que la aventura africana también hay que entenderla en función del creciente interés que despertaba el noroeste africano. No fue casual que previamente, en 1848, España ocupara las islas Chafarinas situadas frente a la desembocadura del Muluya. Tampoco lo fue la citada guerra de África. En realidad, ambos acontecimientos hay que considerarlos como los primeros y titubeantes pasos de un proceso que terminó desplazando los intereses colonialistas españoles del área antillana a la africana. Significativa es al respecto la participación de la naviera «A. López y Cía.» (futura Compañía Trasatlántica) de Antonio López (futuro Marqués de Comillas) en el conflicto mediante el flete de sus barcos para transportar tropas y pertrechos a Ceuta. Como recompensa, el Estado le concedió el correo oficial con las colonias antillanas, actividad a la que muy pronto unió el servicio postal entre la península, el Marruecos atlántico y el golfo de Guinea (Rodrigo, 1996). Su actividad simboliza perfectamente a aquellos sectores económicos firmemente anclados en la economía cubana pero que oteaban el horizonte en busca de otras zonas en las que aumentar sus beneficios y, en caso de que la desgracia llegase, reemplazar la perla antillana por el mercado africano, filipino y magrebí.

La deteriorada situación política, económica y social hispana de mediados del siglo XIX, juntamente con la supeditación de la política exterior española a los designios de Francia e Inglaterra, explican que, a pesar de lo apuntado con anterioridad, los resultados obtenidos en lo que se refiere al reforzamiento de la influencia hispana en el país vecino fueran escasos. Sin embargo, se suelen infravalorar algunos aspectos cuya importancia es mayor de la que generalmente se le concede. Primero, que la guerra de África («guerra grande de la paz chica») se inscribe en el proceso incipiente del imperialismo europeo, en especial en la zona (Francia ocupó Argelia en 1830). Segundo, España consiguió en la práctica la ampliación de los límites territoriales de Ceuta y Melilla, imprescindibles para que llegado el momento ambas plazas pudieran convertirse en la punta de lanza, y también en la retaguardia, de la penetración española en territorio marroquí. Tercero, se consolidó y se extendió la red consular española. Cuarto, España consiguió el reconocimiento marroquí a sus pretensiones de «proteger» (sustraer de la legislación local y colocar al amparo legislativo español) a súbditos del imperio. Quinto, se arrancó del sultán el derecho español sobre el ignorado solar en el que en tiempos pretéritos se había erigido la factoría-fortaleza de Santa Cruz de la Mar Pequeña de Berbería. Sexto, también se obtuvo el reconocimiento a la influencia española sobre las tribus de la costa sahariana frontera a las islas Canarias. Indudablemente, estos factores influyeron decisivamente (aunque no con la contundencia que por parte española se deseaba) para que España fuera incluida en el club de los países que debían repartirse Asia y África en las siguientes décadas. En otras palabras, España consiguió que se le admitiera, aunque con limitaciones, en las filas imperialistas en el momento en el que iba a celebrarse el festín colonial.

El impulso colonial del africanismo económico

Teniendo en cuenta estos precedentes no debe sorprender que en la segunda mitad del siglo XIX se produjera el surgimiento del africanismo español (corriente que abogaba por la penetración pacífica basada en los intercambios mercantiles), que se concretó en la celebración de una serie de conferencias y encuentros: Conferencia de Madrid (1880), Congreso Español de Geografía Colonial y Mer­cantil (1883), Mitin del Teatro Alhambra de Madrid (1884), Congresos Africanistas de Madrid (1907 y 1910), Zaragoza (1908) y Valencia (1909). Se crearon diversos organismos colonialistas españoles: Sociedad Geográfica de Madrid (1876), Sociedad Española de Africanistas y Colonistas (1883) y Liga Africanista Española (1913). Paralelamente, surgieron numerosas firmas para fomentar el comercio hispano-marroquí: Compañía Comercial Hispano Africana (1885), Centros Comerciales Hispano-Marroquíes de varias ciudades, entre otros. También se llevaron a cabo diversas expediciones a la zona de influencia reclamada por esta corriente (Rodríguez, 1996).

Dentro del panorama citado es importante resaltar el papel de buque insignia del colonialismo español que jugó la Compañía Trasatlántica (vinculada a la zona desde la guerra de África de 1859-60). En 1886, la compañía se benefició de la firma de un importante contrato con el Estado por el que se establecieron tres líneas de navegación a vapor que unían diversos puertos peninsulares, entre ellos Barcelona, con varios africanos, entre los cuales figuraban Tánger, Larache y Ceuta. Su dedicación a las actividades comerciales, al transporte colectivo de viajeros, a la conducción de la correspondencia oficial y a la prestación, en caso necesario, de servicios auxiliares de guerra fue subvencionada generosamente. Los intereses de la Compañía fueron determinantes a la hora de la creación, el mismo año, de la Cámara de Comercio Española en Tánger, cuyos miembros más influyentes, el vicepresidente Francisco Torras y Riera y Rodolfo Vidal, fueron representantes de firmas catalanas. Al año siguiente, la Compañía creó el Centro Comercial Español en la ciudad tangerina. Ambas instituciones contaron con varias sucursales en diferentes ciudades marroquíes, siendo uno de sus objetivos el de dar a conocer la producción catalana. Desde 1887 la Trasatlántica se asoció a la mayor parte de las iniciativas comerciales en dirección a Marruecos, incluida su participación en el Banco Hispano-Colonial. Contó con factoría y taller en la ciudad y en 1891 creó la primera empresa tangerina de alumbrado público a través de la firma Vidal y Compañía. A comienzos del nuevo siglo, en un departamento de la Compañía, y a su cuidado, estuvo el servicio de Cajas del Banco de España. Asimismo, organizó diversas misiones comerciales (Bonelli, 1887 y 1889; Francisco Ruiz, 1888), la creación de escuelas y la expansión misionera (con el encargo, que finalmente no se llevó a cabo, dado a Gaudí para erigir la sede de las misiones franciscanas en Tánger) como medios para fomentar la influencia española, apoyó ante la corte marroquí el proyecto de construcción en Tánger de un barrio europeo, de una banca marroquí y de una fábrica textil. Igualmente, estuvo interesada la construcción del ferrocarril, líneas Tánger-Fez y Ceuta-Tetuán, así como la colonización agrícola de la zona y, finalmente, en la construcción del puerto de Ceuta (Martín Corrales, l996a y b).

En definitiva, la expansión colonialista europea de la segunda mitad del siglo XIX, junto con la existencia de una sólida tendencia africanista en el interior y la pérdida de las colonias antillanas y filipina en 1898, actuaron como factores que legitimaron las aspiraciones de unos determinados y concretos sectores del capital español interesados en participar, por muy modestamente que fuera, en el nuevo reparto colonial. Como en el caso de otras potencias europeas, las miradas se dirigieron hacia la explotación de los recursos indígenas, las concesiones ferroviarias, la industria de armamento y los monopolios, tanto industriales como comerciales.

De ahí que fueran el capitalismo industrial financiero vasco, el industrial catalán y el financiero madrileño los más decididos agentes de la nueva aventura colonial. También se sumaron a la escalada expansionista numerosos comerciantes y modestos capitalistas levantinos y andaluces interesados en aumentar sus exportaciones y en obtener beneficios en su labor de intermediación con el mercado marroquí, haciendo valer la ubicación estratégica de sus puertos. El celo colonialista desplegado en las salas de bandera de los cuarteles, en las redacciones de los diarios y en otros lugares fue alimentado y sostenido por los citados sectores económicos. Así pues, la conjunción de variados intereses, débiles por separado, pero vistos como sólidos en la amalgama vocinglera colonialista, colocaron a España frente a una nueva andadura colonial. Esta abigarrada conjunción de motivaciones fue la que, a la postre, marcó las características del dominio colonial español en Marruecos.

El protectorado español (1912-1956)

El marco exterior favorable a la expansión colonialista en Marruecos se concretó en la celebración de la Conferencia de Algeciras de 1906, en la que, al legitimarse la «protección» europea sobre el citado país, se dio luz verde a las aspiraciones españolas, que fueron sin embargo recortadas debido a la pugna imperialista que enfrentaba a Francia, Inglaterra y Alemania.

Finalmente, el protectorado español de Marruecos fue instaurado en 1912. Sin embargo, desde una fecha anterior, 1909, hasta 1927, su viabilidad estuvo seriamente comprometida por la resistencia de los marroquíes a aceptar el dominio español en la zona, lo que se tradujo en violentos enfrentamientos que produjeron innumerables bajas para la población civil (Ayache, 1981). Para doblegarlos no se tuvo contemplaciones: bombardeo de poblados, quema de viviendas y campos de cultivo, etc. No fue la única resistencia que hubo que vencer, ya que, como es bien sabido, en la misma España el rechazo a la expansión colonial estuvo a punto de dar por terminada la aventura: rebelión popular de la Semana Trágica en Barcelona y otras ciudades catalanas en 1909 (Connelly, 1972), movilización anticolonialista del movimiento obrero organizado (Bachoud, 1988; Prieto,1990; Serrano, 1998) y desacuerdos en el mismo seno del ejército (Sueiro,1993).

La Dictadura de 1923 facilitó (junto con las elevadas bajas causadas por los rifeños a los soldados españoles) el silenciamiento de las citadas protestas. El nuevo clima de forzada «unanimidad» creada por la represión militar y el deseo de venganza tras Annual y Monte Arruit (por desgracia bastante extendido) facilitaron el despliegue de las energías necesarias para imponerse a la recién creada República del Rif en el campo de batalla. El desembarco de Alhucemas supuso el principio del fin del sueño de independencia de los rifeños: las rudimentarias bases del aparato estatal rifeño, lideradas por Abdelkrim el Jatabi, fueron destruidas por el avance del ejército español, ante el silencio (en buena parte forzado) de las fuerzas de izquierda metropolitanas (AA.VV. 1976; Woolman, 1971; Martín, 1973).

En 1927 el dominio español fue efectivo por primera vez en el conjunto del territorio que le tocó proteger. La potencia colonial tardó 15 años (la tercera parte del tiempo que duró el protectorado) en «pacificar» y en controlar la zona que la Conferencia de Algeciras le había asignado. La labor civilizadora y protectora (justificadora de la presencia de España en Marruecos) se demostró mediocre, tal como hacían prever las escasas fuerzas del país colonizador.

Las condiciones materiales de la zona y su desconocimiento

En realidad, en 1912 se desconocía casi todo acerca de Marruecos: ni siquiera se sabía con exactitud la extensión de la zona sometida a la tutela española (unos 20.000 km2, en los que las zonas montañosas y las áridas llanuras dejaban poco espacio para las tierras cultivables). Se ignoraba el número de habitantes al que había que proteger (las estimaciones oscilaban entre los 600.000 y una cifra superior al millón), aunque era conocido que se trataba de un poblamiento fundamentalmente rural con sólo dos ciudades (Tetuán con unos 20.000 habitantes y Larache con apenas 10.000, pues Tánger, internacionalizada, quedó fuera del protectorado). No debe extrañar que tampoco se supiera casi nada de las riquezas, reales o potenciales, que encerraba la región. No existía una red de comunicaciones que facilitara la penetración en el territorio y su posterior control. La explotación de sus recursos agrícolas, ganaderos y pesqueros apenas si cubría las necesidades de la población, por lo que era necesario importar diversos productos (especialmente cereales) para asegurar su alimentación, así como recurrir a la emigración temporal a las llanuras argelinas en busca de trabajo en las explotaciones de los colonos europeos.

La noción de protectorado suponía el mantenimiento de las formas de gobierno tradicionales de los marroquíes, aunque tuteladas por las instituciones políticas creadas por los colonizadores para desarrollar su correspondiente labor «civilizadora»). En la cúspide de la estructura política indígena se encontraba el jalifa (representante del sultán de Marruecos en la zona), asistido por el Majzen (gobierno presidido por el gran visir). Paralelamente, las ciudades eran regidas por los bajás, mientras que los caídes hacían lo propio en el ámbito rural. Por su parte, la estructura colonial pivotaba en torno al alto comisario asistido de delegaciones (Servicios Indígenas, Fomento y Hacienda) (Salas, 1992). En este esquema, la figura de los interventores, interlocutores coloniales ante los notables locales, tuvo una importancia extraordinaria (Mateo, 1997). La financiación de este aparato político-administrativo corrió por cuenta de la potencia colonizadora, para la que supuso un continuo y oneroso esfuerzo.

La explotación económica y sus protagonistas

A medida que geógrafos, geólogos, naturalistas, ingenieros, militares, científicos y empresarios fueron explorando la zona se puso en evidencia que las supuestas riquezas del territorio asignado a España eran más bien modestas (especialmente si tenemos en cuenta los medios disponibles para su explotación en la época) (García & Nogué, 1995; Albet & Nogué & Riudor, 1997).

Entre dichos recursos hay que destacar la riqueza minera del Rif, basada en los yacimientos de hierro, plomo, manganeso y antimonio y disputada por los franceses y los alemanes, que pugnaban por hacerse con su control desde la segunda mitad del siglo XIX. En 1908, poco después de la Conferencia de Algeciras, se constituyó la Compañía Española de Minas del Rif, que adquirió los derechos de las minas de Uixán y Axara y el derecho para construir un ferrocarril de 30 kilómetros desde los yacimientos hasta Melilla. En el accionariado de la empresa estuvieron presentes el capital vasco, especialmente el ligado a la siderurgia, las finanzas madrileñas y la catalana Compañía Trasatlántica. Por esas fechas también se constituyeron la Compañía Minera Hispano-Africana, la Compañía del Norte Africano, la Compañía Minera Setolázar y la compañía Alicantina. Estas empresas estuvieron entre las quince más importantes que operaron en Marruecos entre 1907 y 1952. Aunque la explotación fue importante, especialmente en el caso de la primera firma (que extrajo unos 30 millones de toneladas de mineral de hierro entre 1914 y 1958, correspondiendo sus mejores resultados a los años comprendidos entre 1927 y 1939), no fue el maná que se esperaba. El mineral extraído fue exportado en su casi totalidad (sin apenas elaboración) a Inglaterra, Holanda, Alemania, Francia, Italia y otros países europeos (Morales, 1976 y 1984: Madariaga, 1987). Está por ver si los beneficios obtenidos por las compañías mineras se invirtieron en la industria española contribuyendo a su fortalecimiento.

Paralelamente se crearon numerosas empresas para fomentar la explotación agrícola, entre ellas la Sociedad Española de Colonización, que junto con otras iniciativas empresariales pusieron en cultivo la zona del Lucus, así como parte de la cuenca del Kert. Surgieron poblados fundamentalmente agrícolas en Zeluán, Sengangan y Monte Arruit. Todo parece indicar que una de las actividades más importantes fue el cultivo del algodón, tal como lo indican las diversas empresas que se crearon al respecto (Algodonera Hispano-Marroquí, Algodonera Marroquí, Agrícola Textil Bilbao y Agrícola de Kert). Sin embargo, las cifras conocidas de extensión de cultivos y de los volúmenes de la producción no terminan por aclarar el verdadero peso de la agricultura colonial en el conjunto de la economía del protectorado (Morales, 1984; Gozalves, 1993). No deja de ser significativo que la granja creada por la Legión en su acuartelamiento de Dar Riffien fuera considerada como granja modelo del protectorado.

Menos conocida es la evolución de la explotación de los recursos pesqueros de la zona, especialmente por el hecho de que la actividad llevada a cabo desde los puertos de Ceuta y Melilla, especialmente desde el primero de ellos, con­tribuyera a ensombrecer el desarrollo de la actividad pesquera en puertos como el de Larache (Salas, 1992).

El grueso de la actividad industrial estuvo enfocada a satisfacer las más perentorias necesidades de las ciudades existentes en la zona y las de los núcleos urbanos creados por los colonizadores (en esta síntesis dejo deliberadamente de lado el caso de Ceuta y Melilla, puesto que jurídicamente no formaron parte del protectorado). En los primeros años de la colonia destacó especialmente la creación de empresas eléctricas (Eléctricas Marroquíes, en Tetuán; Eléctricas del Rif, en Alhucemas) y de la construcción. La depresión económica de los años treinta, que también tuvo sus repercusiones negativas en el protectorado, explica el ritmo lento de la aparición de empresas importantes en el citado periodo: Industrial Marítima (del sector químico, en 1927), Canariense Marroquí de Tabaco (en 1932), etc. El ritmo de la actividad industrial se agilizó a partir de la Guerra Civil española, sin duda alguna debido a las penurias y escaseces creadas por el propio conflicto en la España golpista. Posteriormente, el aislamiento internacional al que fue sometido el régimen franquista favoreció la aparición de empresas en los sectores del textil (Textil Hispano-Marroquí, 1945; Yanin Benarroch, 1950), del cuero (Industrias del Cuero, 1940; Sociedad Anónima Marroquí de Industria y Comercio, 1948), de la construcción (Cementos Marroquíes, 1945) y otros sectores (Compañía Industrial del Norte de África, 1944; Industrias Hispano-Marroquíes, 1950; Fábricas Reunidas de Crin Vegetal, 1952). Por su parte, la actividad conservera sólo alcanzó cierta importancia en Larache.

Hay que destacar que la explotación de los yacimientos mineros no favoreció prácticamente en nada el desarrollo industrial. Apenas hay que destacar la cons­trucción de hornos de desulfuración y de unos rudimentarios lavaderos en el caso de las empresas más importantes, como ocurrió con la Compañía Española de Minas del Rif. Aunque la explotación fue pronta y ampliamente mecanizada, buena parte de la maquinaria utilizada fue adquirida en el extranjero. Algo similar ocurrió con el trazado de la red ferroviaria de la zona: sólo contribuyó con los poco más de 30 kilómetros de Melilla hasta San Juan de las Minas, a los que hay que sumar la línea más corta entre Nador y Zeluán. El ínfimo desarrollo del ferrocarril en la zona oriental fue superado, aunque no espectacularmente, en el occidente del protectorado: la línea Tánger-Fez con 90 kilómetros, el trazado del ferrocarril Ceuta-Tetuán con 41 y la línea Larache-Alcazarquivir con 33 (Morales, 1976 y 1984).

Sin ningún género de dudas el sector más importante y activo fue el terciario, especialmente la actividad comercial. Del total de las 54 firmas más importantes en el protectorado entre 1927 y 1952, 12 se dedicaron al comercio (5 entre las 25 más importantes), aunque es posible que su número fuera más elevado, ya que algunas de las empresas ubicadas en los sectores primario y secundario casi con toda seguridad se dedicaron preferente o exclusivamente a actividades de importación y exportación. La relación de las empresas más importantes no debe hacernos olvidar que fueron muchísimas más aquellas de menor entidad que se extendieron por todo el protectorado.

La importancia del comercio, y de las firmas comerciales, nos indica cuál fue el verdadero negocio del protectorado español de Marruecos: abastecer de los productos necesarios al ejército colonial y al conjunto de la población civil española asentada en Marruecos. El abastecimiento de las tropas españolas e indígenas (vestuario, calzado, armamento, alimentación) fue la oportunidad para muchas empresas españolas de conseguir jugosos contratos para proveer al ejército. Lo mismo hay que decir respecto al contingente de colonos españoles que se desplazaron a Marruecos, aposentándose preferentemente en las ciudades, dado que fueron continuamente abastecidos desde España.

Esta labor abastecedora de colonos y ejército se refleja claramente en la evolución de la balanza comercial hispano-marroquí a lo largo del período estudiado. Un continuo desequilibrio basado en el hecho de que las exportaciones españolas siempre superaron ampliamente a las importaciones procedentes de Marruecos: escasos productos marroquíes hacia la península, mientras que los remitidos desde ésta hacia tierras norteafricanas alcanzaban unos volúmenes y valores sensiblemente más elevados.

La actividad del sector terciario se reforzó con la incorporación de una serie de firmas dedicadas a la hostelería, radiodifusión, seguros, transporte urbano (tranvías en Tetuán) y por carretera (La Valenciana, que compaginó el transporte de mercancías y viajeros) (Morales, 1976 y 1984). Respecto a este último punto hay que señalar que no se avanzó mucho en la construcción de carreteras modernas, aunque sí se creó una red de pistas de tierras a través de todo el territorio, más con fines de control que con el ánimo de fomentar la actividad mercantil y el desplazamiento de pasajeros. La ausencia de un moderno y eficaz eje viario este-oeste explica que las zonas oriental y occidental apenas estuvieran comunicadas entre sí, por lo que no debe extrañar que tras la independencia los marroquíes construyeran la «Carretera de la Unidad».

Detrás de las empresas más rentables citadas (minería, ferrocarril, eléctricas y de colonización en general) estuvo la oligarquía financiera española, representada por el capital vasco, madrileño y catalán, gracias a su control de la banca privada. Esta última, a medida que transcurrieron las décadas, fue teniendo un papel cada vez más importante en la economía marroquí (Bilbao, Urquijo, Vizcaya, Español de Crédito, Hispano-Americano, Hispano-Colonial, Unión Minera). El sector naviero también supo sacar provecho de las relaciones con la colonia, especialmente la Trasatlántica, la Transmediterránea y Sota y Aznar. Igualmente cabe citar llegadas más tardías, aunque sumamente prove­chosas, como la de Juan March, gracias a la concesión del monopolio del tabaco. No obstante, no hay que perder de vista que se trató de una modesta penetración financiera efectuada bajo la cobertura protectora estatal.

El papel protagonista del ejército

Llegados a este punto interesa destacar que los militares consiguieron hacerse con el control de la organización política y administrativa del territorio. De su seno surgieron los «africanistas», quienes consiguieron un gran prestigio gracias a su importante papel en la victoria contra los rifeños, a sus conocimientos de Marruecos y a las sólidas posiciones que ocuparon en la burocracia colonial. Este grupo, que aceptó con reservas la instauración del régimen republicano, se mostró especialmente descontento con las medidas introducidas por Azaña. Entre ellas, las que tenían como objetivo la reducción de los efectivos del ejército marroquí y el propósito de colocar las riendas del protectorado en manos del elemento civil (primacía del alto comisario, civil, sobre el jefe militar de la zona, sustitución de los interventores militares por otros civiles). A pesar de ello, la incompleta «desmilitarización» de los organismos políticos y administrativos que regían la vida del protectorado no supuso un cambio espectacular.

La burocracia civil que comenzó a surgir en los años treinta terminó aliándose con el ejército colonial para repartirse el poder y la participación en los negocios que generaba la misma presencia española en el protectorado. No en balde se ha hablado del complejo burocrático-militar en Marruecos. Este nuevo grupo se destacó como el principal beneficiario de la «protección» dispensada por España a la colonia. No debe extrañar que de los gastos del Estado español en Marruecos la parte del león correspondiera al ejército. Ahora bien, si durante el período bélico (1912-1927) se puede entender este desequilibrio, no ocurre lo mismo con los años comprendidos entre 1927 y 1935, cuando el presupuesto del Ministerio de la Guerra para Marruecos se mantuvo prácticamente inalterable, mientras que los desembolsos en concepto de «Acción en Marruecos» seguían una tendencia decreciente entre 1927 y 1935. En esta última fecha se redujo a aproximadamente un tercio de la cantidad desembolsada en 1927 (Morales, 1976 y 1984).

Los africanistas (aunque no unánimemente) terminaron por sublevarse contra la República. Su victoria, tras la cruenta Guerra Civil, se vio facilitada por el hecho de contar con la seguridad y los recursos que la retaguardia marroquí les proporcionó a lo largo del conflicto. Especialmente importante fue la participación de contingentes marroquíes (rifeños, yebalas, gomaras e, incluso, combatientes originarios de la zona bajo dominio francés) en el bando de los africanistas. Conviene recordar que no hacía ni una década que el ejército español, base de la sublevación antirrepublicana, había aplastado la resistencia marroquí.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial, así como la política de neutralidad y no beligerancia del régimen franquista, favoreció el mantenimiento de un importante contingente militar en Marruecos (que contempló, entre otros episodios, la efímera ocupación española de Tánger en 1940). Nuevamente, el ejército absorbió buena parte del presupuesto español en el protectorado. Esta tendencia se mantuvo incluso hasta la independencia de Marruecos en 1956.

El escaso desarrollo económico del protectorado explica que tampoco se convirtiera, a pesar de la labor propagandística ejercida por los voceros del colonialismo español, en tierra de promisión para los campesinos españoles que en buena medida tuvieron que seguir emigrando hacia tierras americanas (cuando tales desplazamientos fueron posibles en el primer tercio del siglo xx) y hacia Cataluña y Madrid en su segunda mitad (Bonmatí, 1992).

Repercusiones de la presencia española

¿Tuvo aspectos positivos para Marruecos la labor «civilizadora» española? Sin duda, aunque hay que añadir que fueron escasos y modestos. Posiblemente, los más importantes e incuestionables se refieran a la actuación en el campo sanitario. También se podría citar la incipiente, y aún más limitada, vertebración del territorio gracias a la construcción de vías férreas (con un total que apenas llegó a los 200 kilómetros), carreteras, pistas, puertos (Larache y Alhucemas) y aeropuertos (Sania Ramel en Tetuán).

Sin embargo, y a pesar del pobre panorama presentado, las modificaciones introducidas por España en el protectorado fueron importantes. El Marruecos rural, con su tradicional organización tribal, con la explotación de tipo comunal y con sus zocos, que continuaba presente en 1956 en el momento de la inde­pendencia, fue estando cada vez más integrado en la economía de mercado.

Aunque queda mucho por hacer acerca de la historia del mercado del trabajo en el protectorado, se puede avanzar que en algunos sectores ocupacionales se produjo la integración de trabajadores marroquíes (minería, trabajos públicos) (Aziza, 1994). Sin embargo, conviene no olvidar que en el caso del colonialismo español se observa la competencia por el empleo entre colonos y colonizados en actividades que en otras experiencias coloniales nunca se produjeron, o se produjeron con una menor intensidad, como consecuencia del rechazo de los colonos a ejercerlas (comercio, transporte) (Bonmatí, 1992). En todo caso, es indudable que bajo el dominio español se formó el proletariado de la zona norte que tuvo un papel importante en la lucha por la independencia. Igualmente hay que señalar el enrolamiento de algunos miles de marroquíes tanto en el ejército español (Regulares) como en las fuerzas del Majzen marroquí (Mehallas, Mejaznías), lo que integró a los citados individuos y sus familias en una economía monetaria.

Estos procesos tuvieron consecuencias de cierta importancia en lo que a la distribución espacial de la población se refiere. Si a comienzos del protectorado la población urbana (descontada la ciudad de Tánger) apenas llegaba al 5%, en 1945 alcanzaba el 18% (el 12% si excluimos al total de los españoles que vivían en la ciudad o en el ámbito rural) (García & Roda, 1950). El citado porcentaje se incrementó en la década siguiente, especialmente con el éxodo hacia los centros urbanos espoleado por el abandono de los colonos españoles a partir de la independencia. Paralelamente, se produjo el desplazamiento de numerosos rifeños hacia la zona occidental del protectorado. El crecimiento de las ciudades existentes, Tetuán y Larache, a las que se sumaron otras que alcanzaron este status (Chauen, Alcazarquivir, Alhucemas, Nador, Arcila) atestigua la progresión, aunque todavía en proporciones modestas del porcentaje de la población urbana.

Los cambios económicos introducidos, en especial el retroceso de la economía de subsistencia en beneficio de la economía de mercado, junto con el avance del fenómeno urbano, repercutieron en la renovación de la resistencia marroquí contra el dominio español. Se pasó de una lucha abierta con base rural a una lucha política de carácter urbano. La resistencia estuvo dirigida y articulada por una generación de intelectuales y políticos marroquíes que supieron aglutinar en torno a sus ideales las aspiraciones de los diversos sectores de la sociedad: la burguesía con su doble componente reformista e innovadora, el proletariado emergente, las capas campesinas y, finalmente, los integrantes del gobierno jalifiano (representantes del Majzen). La fuerza liberada por la unión nacional terminó por desalojar de Marruecos a la potencia colonial.

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Para concluir hay que valorar el protectorado desde el doble punto de vista del país colonizador y del colonizado. En el caso de España, la escalada militar, con la consiguiente sangría presupuestaria acumulada año tras año y el tremendo coste en vidas humanas, no pudo evitar desastres de la magnitud del de Annual y Monte Arruit. El deterioro de la situación política que generaron tales hechos favoreció el surgimiento de los militares africanistas y su ofensiva victoriosa contra el legítimo gobierno de la República. La influencia de la aventura colonial en Marruecos en los destinos de la España contemporánea hasta 1975 no puede por tanto ser más evidente.

El modesto alcance de la tarea de modernización llevada a cabo por España en el protectorado hipotecó el futuro de la zona norte de Marruecos en el momento de la independencia. En efecto, la empobrecida zona norte quedó irremediable­mente supeditada a los intereses y necesidades del resto del país, más desarrollado gracias a la mayor potencia y recursos de la potencia colonial (Francia) que le cupo "en suerte". Superar el desequilibrio regional resultante sigue siendo uno de los problemas que tiene planteados el país vecino.

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