Pentathlón Menor

"SE LLEVARON EL CAÑON PARA BACHIMBA" 

Por: Juan López (*)

Yo no recuerdo si ya he platicado en alguna oportunidad que a mí me ligó una especial amistad con Rafael F. Muñoz. Tal sucedió porque Rafael era el jefe de prensa de la Secretaría de Educación Pública, que entonces estaba al cargo de don Jaime Torres Bodet. Por mi parte ya chichareaba en el Gobierno de don Juan Gil Preciado. Como don Juan Gil fue un gran promotor de la educación, estrechó sus relaciones con el Secretario Torres Bodet, quien cooperó en mucho a la solución de los problemas educativos de nuestra tierra y, en forma muy especial, a la construcción de edificios escolares, entre otros, en Zapotlán, con el tecnológico; en Guadalajara, con parte de la Escuela de Medicina y con porcentaje en las edificaciones de las escuelas de Leyes, de Economía y de Filosofía y Letras, todas dependencias de la Universidad de Guadalajara.

Por ése y otros motivos don Jaime venía lo más que podía a Jalisco; y con el señor Secretario, pues, evidentemente también lo hacía su jefe de prensa don Rafael F. Muñoz.

En uno de los viajes secretariales a Guadalajara de don Jaime, Rafael y yo nos fuimos a comer, menester que Rafael sabía hacer con un entusiasmo digno de mejor causa, tanto en cantidad como en calidad. Ya que toco el tema de las comidas rafaelinas, es histórico, además de ser cierto, que don Jaime y una selecta comitiva estaban en Bogotá cuando tuvieron noticia cierta de que habría un golpe de Estado, al que después se le llamó el BOGOTAZO. Enterado de ello, el embargador especial Torres Bodet ordenó que la intendencia comprara suficiente comida ante la expectativa de lo que pudiera suceder, orden que fue cumplida.

Por la noche, don Jaime comisionó a Rafael para que, como revolucionario que había sido, en sus años juveniles, organizara las necesarias guardias nocturnas en espera de acontecimientos deplorables; al día siguiente, la esposa de don Jaime le informa a su marido que de los embutidos comprados no había ni rastros; don Jaime manda llamar a Rafael y le expone lo informado por su esposa, Rafael con todo el descaro y el gracejo del mundo acuña una frase inmortal: don Jaime, LA GUARDIA MUERE, PERO, NO DE HAMBRE.

Regreso a la comida iniciada, para decir, que en ella se me ocurrió preguntarle a Rafael, quién de los generales revolucionarios había sido el más valiente, a lo que de inmediato me contestó que indudablemente MACLOVIO HERRERA.

- Dime, Rafael ¿en qué te fundas para asegurar eso tan categóricamente? - Le pregunté.

- Mi querido Juan Lobo - así me llamaba Rafael -, me fundo en la irrebatible de la lógica de los hechos; para el caso, baste preguntarte si tú has participado en algún combate.

- Ni en combate de flores, mi estimado Rafa

- Mira, en la Revolución había los de este lado y los de este otro; los de un lado les gritaban a los del otro lado improperio y medio hasta decirles de qué se morirían; los del otro lado les contestaban a los de este lado con el mismo lenguaje hablado, chiflado y mímico; luego no faltaba un tonto, un miedoso o un fanfarrón al que se le disparaba un tiro y, al oír eso, todos disparaban contra los de enfrente y los de frente contra los todos; como las balas, por su velocidad no se ven, sino solamente se escuchan, el miedo entra por los oídos; y, como Maclovio Herrera era más sordo que una tapia, pues, nunca de los nuncas se dio cuenta del miedo, de tal manera que en los combates Maclovio siempre cabalgaba para adelante, sin percatarse de la balacera que cortaba el aire por los cuatro vientos de la escena.



Era de las personas más jocundas que usted puede imaginar; hombre bueno de los que se dan cada y cuando, escribió lo que le permitió su trabajo. Por lo pronto recuerdo una muy buena biografía de Santa Anna y, claro está, su especialidad era escribir sobre la Revolución Mexicana, a la que conocía como a la palma de su mano, por haber andado en ella y por haber convivido con sus muy principales actores.

Rafael F. Muñoz nació en la ciudad de Chihuahua, en 1899, y murió en la Ciudad de México, en 1974. Ya que se toca la muerte de Rafael es oportuno decir que murió como él hubiera querido morir: ni más ni menos que frente a una mesa de dominó en la muy famosa cantina La Ópera, a unos días de pronunciar su discurso como socio de número de la Academia de la Lengua.

Su obra no es más vasta, pero sí muy importante. A los 15 años ingresó como periodista a un diario de la frontera. Con esa calidad trató, viajó y entrevistó a Pancho Villa. Tanto impresionó al joven reportero la figura del Centauro, que quedó decidida y permanentemente clavada en casi toda su obra literaria.

Rafael F. Muñoz ingresó a la narrativa mexicana en 1913 con un cuento. "El Hombre Malo", que fue recogido junto con otros 50 en la colección "El Feroz Cabecilla y Otros Cuentos del Norte". Su novela "Vámonos con Pancho Villa", en 1930, fue la base para una de las películas consideradas como de las más importantes del cine mexicano en los cine-clubes universitarios. "Si me Han de Matar Mañana", es de 1941; "Santa Ana, el que Todo Ganó y Todo lo Perdió" y "Se Llevaron el Cañón para Bachimba", son de 1942.

"Yo quiero ir contigo padre, y el padre respondió: No Alvarito, tú debes quedarte en la casa como un centinela. El viaje que yo voy a emprender es muy largo y difícil. Tú no podrías resistirlo y quizá llegarías a ser un estorbo para mí, porque un hombre solo puede salvar muchos peligros, pero no todos los que se presenten, si va acompañado con un niño como tú.

"Todavía te faltan muchos años para ser un hombre. El señor tomó su pequeña maleta, como doctor que saliera a visitar a sus enfermos; abrió la puerta y abordó un coche que lo esperaba, tras cuya puerta desaparecieron sus ojos azules y su bigote de largos cabellos color ceniza. Alvarito quedó solo e inmóvil en medio del amplio zaguán y sintió sobre su espalda, como un fardo, el pesado silencio de la casa centenaria de los Abasolo: los cuatro corredores con sus veinte arcos abiertos hacia el patio; el árbol plantado en el centro por el bisabuelo, cuando supo que se había consumado la Independencia, las extensas habitaciones donde se aglomeraban objetos reunidos por sus moradores por más de un siglo, la sala de retratos de los que se fueron, la recámara que había permanecido clausurada e inviolada desde la muerte de la madre de Alvarito. Sostener todo eso era demasiado para los hombros juveniles, casi infantiles, del muchacho, que se encorvó bajo su peso.

"Cuando se extinguieron, como agua que se pierde en la arena, los últimos ruidos del carruaje, que iba rodando por el desigual empedrado de la calle, cerró los ojos: quería fijar en ellos la imagen del hombre que había partido. Al oprimirse sus párpados, rodaron dos lágrimas menudas, tímidas, que quedaron acurrucadas sin atreverse a caer. En su mente resonaron las últimas palabras: "Todavía te falta mucho para ser hombre". Días antes, había oído decir, que las tropas estacionadas en el Estado iban a rebelarse.

No eran soldados del Ejército regular, sino revolucionarios victoriosos en una lucha reciente. Su jefe era Pascual Orozco, les llamaban "Los Colorados". Su padre le había dicho que no estaban conformes con las ventajas personales que habían obtenido con el triunfo y querían volver a las armas para acrecentarlas.

"No comprendió Álvaro por qué había salido su papá; no era militar ni servía al Gobierno. Días antes había dicho: "Tengo asco de ver otra guerra civil". Álvaro corrió un pesado cerrojo, echó los hombros hacia atrás. Había en la casa un mozo, que se llamaba Aniceto, a quien la viruela había dejado la cara como la piel de un cerdo. Solía contar historias de brujas, que cesaron esos días. A las cuatro, manos extrañas redoblaron sobre la puerta como si fuera un tambor. Álvaro descorrió el cerrojo y un tropel lo arrolló; hombres y caballos se precipitaron al interior hiriendo la cantera de las losas con los cascos herrados, con las armas y los gruesos zapatones campesinos. Venían al mando del General Marcos Ruiz, quien defendió al muchacho de 13 años contra la turbamulta.

"Álvaro fue sintiendo simpatía por el General y decidió acompañarle cuando salió de la casa. A pesar de su incertidumbre. Álvaro encontró en la vida de los revolucionarios la comprensión que se le había negado en la casa paterna. Trabó gran amistad con Marcos Ruiz, el comandante y llegó a ser su preferido. Todo se inició porque en el despacho de la casa había una máquina de escribir y nadie, sólo Alvarito, sabía manejarla, Marcos le pidió que pusiera en limpio los oficios para los jefes de la Revolución, los recibos, las cuentas, las cartas y hasta un discurso fúnebre pronunciado en una velada conmemorativa de las víctimas de la guerra. También leía el periódico en voz alta para que escucharan los oficiales de la brigada Ruiz.

"Compró el General Marcos Ruiz veinticinco sombreros blancos, suaves, de alas anchas, que ondulaban con leves curvas al golpe del viento y le cedió a Álvaro uno de ellos, entoquillado de cerda e hilos de plata. Lograron algunas victorias, pero, un día, la columna fue derrotada y cundió el desaliento. La tropa federal se multiplicó, creció la desesperación. La fuerza colorada empezó a retirarse lentamente, las deserciones debilitaron sus filas hasta quedar reducidas sólo a Marcos Ruiz y a Alvarito Abasolo.

"El tren en el que iban parecía que estaba enfermo. Se balanceaba sobre la vía y jadeaba la locomotora como un ser poseído de fiebre. Después se les metió la idea de hacer guerrillas contra Pancho Villa, aunque Marcos sabía que era el tipo más mañoso del mundo y "si las liebres saltan donde menos se piensa, Villa se aparece más cerca todavía". En un fugaz encuentro con los federales capturaron una ametralladora americana. Poco después, en el pueblo capturaron a un gringo Fountain, un filibustero, que se había alquilado a Villa para perforarle las barrigas a los mexicanos. El teniente Alvarito de 16 años hizo su debut dirigiendo su fusilamiento.

"No podía Marcos explicar a Alvarito cómo siendo revolucionario el Presidente Madero, otros revolucionarios eran sus contrarios. Se le hizo más intensa esta interrogante cuando vio a dos de los suyos colgando de sendos postes. Los cañones federales les hicieron huir. Borraron toda vía férrea atando a los rieles cadenas sujetas a una locomotora, que echaba a andar levantando las tiras de acero, que se contorsionaban en las formas más inverosímiles. "Ensuciamos un ojito de agua con todo lo que había pasado por las panzas de los caballos y las nuestras. Si nos hubiéramos resignado a la derrota, pero que sin acercarse nunca a tiro de fusil, sin exponerse a nuestro fuego, nos derrotaron con unos tubos de acero que matan desde lejos, nos tenían temblando de rabia".

"Desierto de basalto y arena, eso es el cañón de Bachimba, donde nos refugiamos después de otra derrota. Orozco ordenó, que sus tropas se desmembraran. Marcos y Álvaro se acogieron en una montaña junto al mineral de Batopilas, de donde Marcos se marchó una noche solo. Álvaro fue forzado a rendirse, se le envío solo a Chihuahua. Sacudió el polvo. Irguió el cuerpo y empezó a caminar pensando que tenía una finalidad en la vida: luchar por los pobres.

(*)  Publicado en el periódico MURAL de Guadalajara, 13 de agosto del 2000.