A lo largo de las últimas décadas,
garantizar un entorno de libertad ha sido divisa primordial del esfuerzo
educativo de padres y profesionales. La libertad que vieron rebajada
nuestros mayores se ve en nuestros días ensanchada por la disponibilidad
de cada vez más medios y ofertas educativas al alcance de pequeños y
adolescentes.
Pero tanta profusión de recursos tiene también el peligro de la merma de
la iniciativa y el aliento de la apatía.
La libertad deja de ser un bello logro si no se forja fuerza, ingenio y
habilidad para modelarla con éxito. Tanta comodidad, tanta seda puede
alumbrar jóvenes faltos del coraje preciso para encarar el mañana con
valor, independencia y optimismo.
En lo que el tiempo libre se refiere esta carencia es evidente. Al
muchacho le llueven las ofertas pero no los deberes. Existe un déficit
de compromiso que a menudo propician los propios educadores.
Avanzando ya el estío, no puedo resistirme a la tentación de recordar
aquellos otros veranos, lejanos pero vivos, plenos de enseñanza.
Quiero evocar en estas líneas la escuela de iniciacion y compromiso que
para mí representó el ESCULTISMO. Con ello no pretendo respaldar un
movimiento concreto, una "marca" en este caso, sino insistir en
la necesidad olvidada de propiciar el encuentro del muchacho con la madre
naturaleza, desnudo de lujos, en ambiente de grupo, en medio de un espíritu
de armonía y solidaridad.
Si los padres así lo desean y lo procuran, la vida regalará al muchacho
más allá del aula, cuantas escuelas necesita para apurar con plenitud el
presente y para preparar su mañana . Sin embargo sólo la ruptura de la
monotonía y cotidianidad, las situaciones diferentes, adversas, cuando no
"limites", guardando todas las precauciones debidas, le permiten
desarrollar todo su inmenso potencial latente, su fuerza interior que la
vida fácil debilita, cuando no termina definitivamente ahogando.
Recuerdo los días pasados junto a los Scouts, -no sin añoranza-, como un
tiempo precioso, de constante exigencia y pleno disfrute, una escuela a la
vez que un intenso entrenamiento. Vivíamos una temprana iniciación, sin
tener conciencia de ello. Se nos iniciaba en el arte de la entrega, el
amor a la madre naturaleza, el sentido de la responsabilidad,...Entonces
no alcanzábamos a ver la razón de toda aquella vida compartida que después
nos habría de resultar tan útil.
Apenas lográbamos comprender aquella hermosa oportunidad de crecer a
marchas forzadas.
Agradezco que en cada instante se nos exigiera tanto, que en el campamento
hubiera que levantarlo de la nada, que antes de la comida hubiéramos de
pensar en el fuego para cocinar, que el trabajo fuera grande y que el río
estuviera lejos....
Se nos pedía mucho, tanto como lo que nos daba. Se nos concedía la
oportunidad de diseñar nuestro campamento, nuestros menús...., nuestra
vida en el espacio de veinte días. Todo quedaba por hacer y en un alarde
purista nos prohibíamos incluso aprovechamos del "vil metal",
los clavos, para realizar nuestras construcciones de madera.
Nadie sabía cocinar, pero entre las salchichas ,el arroz y el tomate de
lata, aprendíamos a agradecer las virtudes culinarias de nuestras
madres.
El fregado en cunclillas era incómodo, pero a fuerza de rascar los platos
y cazuelas de aluminio con barro y arenilla, amigábamos con aquél río
que nunca escatimaba risa y momentos de paz.
Recogíamos leña seca al atardecer. El fuego de la velada era excusa para
sumergirse en silencio en la magia del bosque. Cada noche era una
patrulla, un grupo diferente el que pujaba por elevar más alto el cono de
ramas. Con la llamada al fuego se apuraba el fregado de la cena, se
desenfundaban guitarras, se cerraba el círculo entrañable del campo.
Las noches eran frescas, pero apelotonados bajo la tienda constatábamos
también el gozo de sentirnos piña en el descanso. La lona dejaba
penetrar el silencio desconocido e inmenso del campo oscuro. Frenando el
sueño lográbamos disfrutar de esa gozosa paz amenizada por grillos,
negada sobre el asfalto.
Las dificultades de la vida en la naturaleza generaba una fraternidad que
entonces apenas percibíamos. Aprendíamos a compartir las raciones, el
esfuerzo, la alegría... se nos animaba a no pensar siempre en primera
persona, a tomar conciencia de las necesidades del grupo.
Al anuncio de la ruta, nos distribuíamos cazuelas, comida, tiendas....Con
el peso del campamento a nuestras espaldas, cada año más fornidas, y
tras esfuerzos de días, descubríamos la impresionante hermosura de los
altos valles pirenaicos. La fragilidad, la indefensión humana en medio de
aquella aplastante soledad, tornaba nuestra mirada y esperanza hacia lo
Alto.
La verdadera prueba venía con los días de supervivencia. Antes de
abandonar el recinto del campamento, nos vaciábamos los bolsillos de
monedas. Durante tres días y por parejas, debíamos de enfrentarnos al
mundo y ganarnos el pan con nuestras manos. Nos sentíamos orgullosos del
bocadillo que nos obsequiaban tras quitar rastrojos, acarrear piedras,
limpiar trasteros, graneros...
En aquellos escasos días de valernos por nosotros mismos, nos preparábamos
para el mundo que nos aguardaba.
A quienes la realidad nos había tratado con dulzura, a quienes el mundo
todavía nos había sido leve, la vida nos manifestaba también su faz de
diario esfuerzo.
Eran los campamentos Scouts. Allí aprendíamos algo de la entrega
necesaria, del respeto y amor a cuanto nos rodea.
Antes de que se inventara la palabra ecologista , nadie osaba dañar la
tierra y sus criaturas. Más allá del rígido formalismo que a menudo se
le ha achacado, me siento en deuda con este movimiento, con cuantos nos
empujaron más allá de la ciudad, nos ayudaron a reunir troncos, periódicos,
piñas...., nos acercaron a un fuego.
Me siento agradecido con cuantos sobre el crepitar de las llamas, nos
animaron a elevar a la Tierra un canto de madre, con aquellos jefes que
cuando la noche callaba, nos invitaban a agradecer a DIOS tanta dicha,
tanto gozo.
Desde entonces todos los fuegos son recuerdos de un mismo fuego, todas las
hogueras son evocación de aquellas veladas que disfrutábamos entre
teatros y cantos al borde de las tiendas.
Añoro para los muchachos de hoy aquella vida en grupo que exigía
constantemente a cada cuál ir más allá de sí mismo.
Con el tiempo vinieron las "colonias" de a mesa puesta, de
hogueras de artificio y dormitorios con neón. Todo venía ya hecho, no
había nada que crear y los muchachos deambulaban despistados por las
instalaciones a la espera del próximo silbato.
No faltaba el aprendizaje, pero si la iniciación, es decir la posibilidad
de pasar a ser sujetos activos y protagonistas. Comida a la carta, grandes
frega-platos, ordenada programación de actividades...., pero los
muchachos dejaron de ser algo artífices de sus días, responsables de su
tiempo libre. El llevar la comodidad de su casa al campo, amén de mermar
voluntades, les impediría ir más allá de lo cotidiano, conocer las
privaciones que después permiten apreciar más el confort habitual.
Hoy faltan verdaderas iniciaciones que promueven en el adolescente la
responsabilidad y la autonomía del adulto. A diferencia de los pueblos
indígenas, no disponemos de una selva cercana para enviar a los muchachos
a que "sobrevivan" entre las alimañas. Sin embargo disponemos aún
de magníficos bosques y montes donde los muchachos pueden empezar a tomar
autonomía, vivir la plena libertad en contacto con la naturaleza y
autovalorarse desarrollando habilidades, forjando su propio poder y dando
prueba de su
compañerismo.....
|