DÍA 30
DEMOS HOY GRACIAS AL SAGRADO
CORAZÓN POR LOS BENEFICIOS
QUE ESPERAMOS RECIBIR
EN LA GLORIA
I
Las
misericordias que dispensa el Señor acá en la tierra a sus criaturas no son más
que pálida sombra de las inefables que reserva para ellas en la eternidad
feliz. El cielo ha de ser nuestro estado perfecto, y allí será realizado el
ideal más perfecto de dichas que pueda forjarse ahora el hombre en sus más
lisonjeros ensueños. O mejor, será tal nuestra dicha, que ni en la más pequeña
proporción le es dado imaginarla a la humana fantasía. Si una gota sola de sus
consuelos que derrame hoy el Señor en nuestro corazón basta para que olvide éste
sus mayores tristezas y quebrantos, ¿qué será anegarlo en aquel mar sin fondo
de bienandanza y de paz? Si unos vislumbres que de su perfección y belleza ha
querido dejar el Autor de lo criado en algunas de sus criaturas, y que el arte
inspirado por El reproduce en sus obras maestras, así nos enajena el alma, ¿qué
será ver cara a cara a la suprema Belleza y perfección, que abiertamente y sin
velos se comunica a sus elegidos?
Allí la salud sin el menor riesgo de enfermedad o molestia; allí la vida sin
la dolorosa perspectiva de una muerte próxima o lejana; allí el amor sin
tibieza ni desfallecimiento; allí la fiesta perpetua del alma sin tregua en el
regocijo. El aleluya glorioso que allí se canta no es como acá, mezclado con
los gemidos de la persecución o con los gritos de combate. Ni se vence allí
con fatigas y trasudores, sino que pacíficamente se reina. Vivir con lo que
significa de más absoluto la palabra vida; gozar con lo que tiene de más puro
y embriagador la palabra goce; amar con la mayor plenitud y alcance que es dado
concebir en la palabra amor. He aquí lo que me promete Dios; he aquí lo que me
reserva.
¡Gracias, Corazón de mi amado Jesús, gloria de los bienaventurados, sol esplendente de la felicísima ciudad de Dios! Gracias por esos dones que por Vos esperamos, y que mediante vuestra gracia y nuestras buenas obras estamos seguros de poseer.
Medítese unos minutos.
II
Alza, alma mía, alza los ojos a ese cielo azul tachonado de estrellas por la noche y de día radiante la claridad; álzalos y contempla allí tu patria, el dulce hogar de tu padre, la mansión feliz que en breve, muy en breve, si, va a ser tu patrimonio. Esa región maravillosa de paz, de felicidad y eterna bienaventuranza, con sus Ángeles y Santos, con la Reina gloriosa de ellos, María, con la Humanidad resplandeciente de Cristo, con la augusta majestad de la Trinidad Beatísima, todo, todo es para ti. Ensancha tu corazón, dilata hasta los más remotos confines de tu imaginación, sé codiciosa hasta donde quepa creerlo a tu más exigente anhelo; todo excederá tus esperanzas, todo sobrepujará tu ilusión. No bienes perecederos que la muerte arrebata; no amores inconstantes que la edad marchita y la ausencia entibia; no fortuna incierta y veleidosa que a la menor vicisitud se cambia; nada de eso con que prometiéndote el mundo hacerte feliz te hace profundamente desgraciada, nada de eso será tu recompensa. Contempla la grandeza de tu porvenir, lo magnífico de tus esperanzas. Enciéndete en ardor de poseerlas, y rinde gracias mil al Corazón Divino cuya es la gracia que te las ha de proporcionar.
¡Oh Sagrado Corazón de mi buen Jesús! No quiero aguardar a que reciba vuestro soberano don para mostrarme agradecido. El hijo que lee consignado en el testamento de su padre su heredamiento, no espera a darle las gracias a que esté ya en posesión del patrimonio. No, aquélla página en que se le promete, equivale ya para él a un título de posesión. Y esta página la habéis escrito Vos repetidas veces en vuestro testamento, y en ella cien veces me habéis nombrado a mí, gusanillo infeliz, heredero de vuestra gloria. ¡Gracias, soberano Señor, gracias! Os las tributamos, aquí rendidas y amorosas en este día de vuestro devoto mes, y anhelamos todos los aquí presentes reunirnos con Vos en el cielo para cantárosla allí en unión del Padre y del Espíritu Santo, a quien sea toda alabanza, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén.
Medítese, y pídase la gracia particular.