¡VUELTOS HACIA EL
SEÑOR!
MONSEÑOR KLAUS GAMBER
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En la iglesia de Occidente, las cortinas (vela), que se utilizaban desde los orígenes en la ornamentación del altar y las barreras del coro, no han cesado de ser utilizadas en las iglesias hasta la época barroca, donde todo estaba organizado para la vista y la claridad. Así encontramos en el sacramentario de Angulema (hacia el 800), al final de las fórmulas de consagración para una iglesia, la siguiente rúbrica: "Después se recubren los altares (con los manteles) y se cuelgan las cortinas del templo (vela templi)" [5]. Lo mismo, en el rito de consagración de las iglesias del sacramentario de Drogón (siglo IX) se habla de un "velum" suspendido entre la nave y el altar (ínter aedem et apare) [5]. Pero lo que importa, es que volvamos a tener respeto por el altar. Tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, existe la costumbre de que el sacerdote que se acerca al altar se incline profundamente ante él; y en el libro del Éxodo (29,37) se lee a propósito del altar del tabernáculo: "todo lo que le toque será santificado". El mismo Jesús declara "¡Ciegos!, ¿que es más, la ofrenda o el altar, que santifica la ofrenda?" (cf. Mt. 23,18), y que no se debe depositar en el altar ninguna ofrenda sino después de haberse reconciliado con el hermano (cf. Mt. 5,23). La ofrenda del sacrificio del Nuevo Testamento ha hecho que el altar se convierta en el Trono de Dios. Por lo que San Juan Crisóstomo advierte a sus lectores: "Piensa en el que va hacer su entrada aquí. Tiembla de antemano. Porque aquel que sólo apercibe el trono (¡vacío!) del Rey, se estremece en su corazón cuando espera la llegada del Rey" [6]. En la Iglesia primitiva, y más tarde también, pendía del baldaquino del altar, además de la lámpara circular, un recipiente de oro y plata, generalmente en forma de paloma, donde se guardaba la eucaristía (para la comunión de los enfermos). Para este fin, a menudo se empleaba también un cofre que, como el Arca de la Alianza del Antiguo Testamento (arca), estaba hecho de madera de acacia recubierta de pan de oro o plata (cf. Ex. 37,1‑9). Se conserva en Coire un bello ejemplar del siglo VIII. El copón dorado del emperador Arnoul, antiguamente en San Emmeran de Ratisbona y actualmente en Munich, data del siglo IX. Con sus cuatro columnitas se asemeja mucho al "artophorión" (tabernáculo) que hoy se encuentra sobre el altar de las iglesias bizantinas. Estos receptáculos estaban siempre colocados sobre el altar o en un nicho colocado en su parte posterior. El tabernáculo metálico de la época moderna salió de aquí. En el siglo XIII, Guillaume Durand en su "Rational" o "Manual para los divinos oficios", habla de la instalación de un arca (tabernáculo) encima del altar, dentro del cual "se depositan conjuntamente el cuerpo del Señor y las reliquias de los santos" [7]. Por el contrario la conservación del pan eucarístico en un tabernáculo, situado en la pared izquierda del coro, es más reciente y era habitual sobre todo en la época gótica. La conservación sobre el altar es en todo caso muy atinada. Nada se puede objetar a la conservación de la santa eucaristía en otro lugar de la iglesia, con tal de que sea digno. En
el ábside, donde se encontraba el trono del obispo y las sedes de los Un
muro de ábside totalmente desnudo, como se encuentra en muchas iglesias
modernas, era en otro tiempo algo inconcebible. Cuando se terminaba una nueva
construcción, precisamente este muro era lo primero que se decoraba con
mosaicos o pinturas, y sólo después se hacía con los otros muros. Recuérdense
aquí los magníficos mosaicos de la basílica de Ravena y los de las catedrales
de Venecia, Torcello y Parenzo. Mientras que las pinturas del ábside tenían
ante todo un carácter cultual, pues evocaban la presencia del Señor, sentado
en su trono, dominando la asamblea; las pinturas de la nave, con sus escenas
extraídas del Antiguo y Nuevo Testamento tenían como primer efecto según el
pensamiento occidental, un fin didáctico. Estaban destinadas a enseñar a los
fieles las realidades divinas. Sólo más tarde se impuso la costumbre de pintar en la Cruz la imagen del Crucificado o de fijarla en forma de representación sobre esmalte; pero aún entonces no como un Cristo de dolor o muriendo entre atroces sufrimientos, sino como el que ha vencido a la muerte o como sumo sacerdote. La representación plástica de un cuerpo martirizado, tal como ha llegado a ser habitual en Occidente, por principio se rechaza en Oriente, porque se piensa que resalta demasiado el aspecto físico o humano. Como, según la concepción tradicional, la representación en el ábside del Hijo de Dios en gloria y la cruz sobre o encima del altar son elementos esenciales de la decoración del santuario, jamás se puso en duda que la mirada del sacerdote celebrante debía dirigirse, durante la ofrenda del sacrificio, hacia el Oriente, hacia la cruz y la representación de Cristo transfigurado, y no hacia los fieles que asistían a la celebración, como actualmente es el caso en la celebración versus populum (cara al pueblo). Sin embargo, pocas iglesias modernas tienen tal punto de referencia; parece que en general los artistas modernos temen introducir obras plásticas en las iglesias. Esto se debe a los conflictos interiores que desgarran al hombre moderno y que le impiden crear un arte sacro. En definitiva lo que falta es la tradición que, en las iglesias de Oriente, no ha cesado de impregnar hasta nuestros días el desarrollo del culto, la arquitectura de las iglesias y el arte litúrgico. En la ortodoxia, el artista tiene por misión principal, representar el misterio de la salvación, tal como se describe en las Sagradas Escrituras y ha sido trasmitido por la Tradición, delimitación que le preserva de las arbitrariedades, con frecuencia tremendas, que podemos encontrar en el arte sacro contemporáneo, sin que por ello le limiten demasiado en su realización artística. Mientras que en Occidente (al contrario de lo que ha ocurrido en Oriente), la disposición del santuario y de los altares ha sufrido en diversas ocasiones cambios a lo largo de los siglos, (al fin de la época románica, y sobre todo en la época gótica, se dotó a los altares de retablos, lo que finalmente trajo la aparición de los altares barrocos, tan típicos por su altura), no se puede negar que en nuestros días se ha producido en este aspecto un nuevo cambio, de orden fundamental, después del concilio Vaticano II. Así, después del concilio, en muchos lugares, se ha suprimido el reclinatorio de la comunión, que quedaba de la antigua clausura del coro; y se ha colocado, delante del altar mayor, otro altar destinado a la celebración, cara al pueblo. ¡Y por todas partes micrófonos!, micrófonos en el altar, micrófonos en los sitiales, micrófonos en el ambón. En cuanto al antiguo púlpito, ya no se utiliza más. Se ha procedido a esta nueva disposición del santuario con una unanimidad extraordinaria en casi todo el mundo. Mientras que en las antiguas iglesias el (nuevo) altar cara al pueblo, los sitiales y el ambón se han concebido como objetos movibles, pudiendo en todo momento ser trasladados; en los edificios renovados o de nueva construcción esta disposición es definitiva en función de esta nueva organización que se cree "moderna". Se
conserva la eucaristía en un tabernáculo mural (en medio de la pared del fondo
o en la pared lateral izquierda). El nuevo altar cara al pueblo suele ser de
piedra, su disposición muchas veces sólo permite la celebración versus
populum, los sitiales son también de piedra así como el ambón; todo con una
apariencia de mole y de un estilo con frecuencia dudoso y, en todo caso, sin
ninguna relación con la tradición. Para terminar, una palabra más sobre las celebraciones eucarísticas de masas al aire libre. En estas manifestaciones muchos sienten una verdadera pesadilla, sobre todo en lo relativo a la forma en que se distribuye la comunión a la gente. No lo olvidemos; es verdad que Jesucristo predica a grandes multitudes, que a menudo alcanzaban miles de personas (cf. Mt. 14,21); sin embargo no instituyó la Santa Eucaristía en presencia de masas humanas sino en el círculo restringido de sus apóstoles. Fue parecer de toda la cristiandad, que la misa, ese sacrificio que une el cielo y la tierra, no podía celebrarse sino en locales sagrados preparados al efecto. Se recordará que el cordero pascual judío también sólo podía ser consumido bajo techo y no al aire libre (cf. Ex. 12,46). Es necesario pensar además en el hecho de que la preparación y la consagración de las hostias necesarias para la comunión de varios miles y a menudo hasta un millón de personas, ocasiona enormes dificultades.
Parece que, por razones de principio, no se quiera renunciar a una participación
de los fieles en la comunión -aunque esto hubiera sido la solución más
simple- porque, partiendo del carácter de cena propio de la misa, se piensa,
sin razón, que la recepción de la Comunión es necesaria para poder participar
en cualquier misa. |