Contenido general: Bases operativas
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CARTA ENCÍCLICA PASCENDI
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X
SOBRE
LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS INTRODUCCIÓN Al oficio de
apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló
como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de
la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las
contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no
haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo;
porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres
de lenguaje perverso»(1), «decidores de novedades y seductores»(2), «sujetos
al error y que arrastran al error»(3). Gravedad
de los errores modernistas 1. Pero es
preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el
número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente
nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de
la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de
Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles
al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos
hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido
de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación
el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores
entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor
y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más
perjudiciales cuanto lo son menos declarados. Hablamos,
venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún
más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la
Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e
impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos
errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se
presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y
en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la
obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor,
que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre. 2. Tales
hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la
Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las
intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de
hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo
verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto,
como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino
desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas
de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es
tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que
han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la
raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida
esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol,
y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no
pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen
por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida.
Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con
habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra
parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga
retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a
esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad,
constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a
granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia
intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus
doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda
autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia
mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo
es obra de la tenacidad y del orgullo. A la verdad,
Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón
habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la
severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas.
Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos:
inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo.
Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero
se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio;
prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y
de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad. 3. Y
como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha
razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás
sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto
modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les
juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son
perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar
esas mismas doctrinas en un conjunlo, y hacer ver el enlace lógico que las une
entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y
prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal. I.
EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS Para mayor
claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada
modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por
decirlo asi, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes
todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su
sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas. 4.
Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su
filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón
humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de
las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee
facultad ni derecho de franquear los límítes de aquéllas. Por lo tanto, es
incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún
modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos
cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la
historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia. Después
de esto, ¿que será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de
la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente
todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita
compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo. Nada les
detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos.
Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz
natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las
cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea
excomulgado»(4). Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente
que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre
el culto a él debido, sea excomulgado»(5). Y por último: «Si alguno dijere
que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y
que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración
privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado»(6). Ahora, de qué
manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo
científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación;
y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha
intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa
misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en
efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda.
Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a
saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una
y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados. Pronto veremos
las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada
persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y
ascensión gloriosa. 5.
Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los
modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital. El tránsito
del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo
hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural
y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos
de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa,
resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida,
y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma
de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del
hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la
inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que
tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o
indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que
llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese
de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un
sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte,
como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y
favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al
principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado
de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz
permanece escondida e inaccesible. ¿Quiere ahora
saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a
sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la
ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el
mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible
es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo
incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del
hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre
mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino,
sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma,
naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene
por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el
doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta
manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es
para ellos el principio de la religión. 6. Pero
no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista.
Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con
la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la
revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No
es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que
aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso
se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún:
desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya
que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios
como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación
tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y
sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta
significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige
a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación,
y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya
la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar. 7. Sin
embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se
originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado,
por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas
que de allí, según ellos, se derivan. Porque lo
incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o
singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno,
que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo
sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que
envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones
y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este
caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno,
abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense
dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno,
esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo
cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe
ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno,
pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las
condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de
fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas
cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera
sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo
lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo,
dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de
la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto
presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo
fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta
sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona
de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las
palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado,
educación, lugar y tiempo en que vivió. Extraña
manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista. 8. En
consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los
senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo
de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un
principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano
principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida
humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así
explicado el origen de toda relígión, aun de la sobrenatural: no son sino
aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica
quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la
conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo
ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera. ¡Estupor
causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia!
¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan
atrevidamente hablan asi; católicos hay, más aún, muchos entre los
sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen
restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la
naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más
adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en
Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada,
en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural. Por lo tanto,
el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el
hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere
a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante
un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea
excomulgado»(7). 9. No
hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la
inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su
parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo. En aquel
sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento
y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es
sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que
apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que
el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se
distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y
analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y
después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la
expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe
pensar su fe». La
inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y
trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a
hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica
uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos:
primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción
simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el
pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de
aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas.
Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la
Iglesia, formarán el dogma. 10. Ya
hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al
origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas
pnmitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la
revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de
Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las
fórmulas secundarias. Para entender
su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas
religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será dificil descubrirlo
si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar
al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias
entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su
objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros
instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren
una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo
tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al
hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán
que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento
religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo
absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno,
ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden
ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán
expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así
queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma. ¡Cúmulo, en
verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la
religión! 11. No sólo
puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis
fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios. Pues tienen
por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del
principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean
verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de
ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se
ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas,
hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen,
número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que
importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado
convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como
decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y
que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas
secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales,
deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier
motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro
remedio que cambiarlas. Dado el carácter
tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los
modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo
contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida
religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el
camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de
las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz
como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que
permite que la misma religión se arruine. Ciegos,
ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de
ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la
par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado
un sistema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de
novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las
santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles,
inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos—
pretenden fundar y afirmar la misma verdad(8). Tal es, venerables hermanos, el
modernista como filósofo. 12. Si,
pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo
modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que
el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero
esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es
objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de
los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la
afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el
modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo
divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se
pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los
modernistas: en la experiencia singular de cada hombre. 13. Con
cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión
de los protestantes y seudomísticos. Véase, pues,
su explicación. En el sentimíento religioso se descubre una cierta intuición
del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el
hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su
acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión
científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra
racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es
simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales
requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace
verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido. ¡Cuánto
dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya
reprobadas por el concilio Vaticano. Cómo
franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros
errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir
que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se
infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no
se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo
afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la
experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las
experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos
veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones.
Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus
principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera?
No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la
fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en
todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula
del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al
sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de
su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso
defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más
verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor
plenitud a los orígenes del cristianismo. Nadie, puestas
las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo
que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes
horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin
embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que
prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente
les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las
personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores
que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el
vulgo. 14. Otro
punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad
católica. Pues el
principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta
aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición
entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original
que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula
intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa,
como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para
despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la
experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por
vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es
como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no
sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto
por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros. Pero esta
comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece
al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de
verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos
de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo
no vivirían. 15. Con
lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para
formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la
fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia. Ante todo, se
ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y
separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia
declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia
trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo
contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por
completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre
la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán
encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse. Si tal vez se
objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también
a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas
cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la
fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son
arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así,
al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y
verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los
cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con
todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a
los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la
afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida
de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe. 16. A
pesar de eso, se engañarfa muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe
y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí
se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo
por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer
lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada
su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás,
y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos,
y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le
agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará,
quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la
historia. Además,
aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose
de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la
ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también
a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofia o la ciencia
tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su
desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el
axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral
y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de
subordinarse a ellas». Añádase, en
fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente
experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la
ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este
mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente
de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la
ciencia, debe sometérsele. Todo lo cual,
venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro
predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe
a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer,
sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los
misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente»(9). Los modernistas
invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede
aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de
ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres
por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades
los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas
sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún fprovecho
de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos
por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina
a servir a la esclava»(10). 17. Y
todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los
modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus
escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente
reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y
con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación
mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas
que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página
hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando
escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero
predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las
explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el
catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la
exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica. Igualmente,
apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe,
al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil
maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos
y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero(11);
y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad. Confesando, en
fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran
a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las
opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología
antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos. a) La fe 18. Aquí
ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas
en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a
pocas pálabras. Se trata,
pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una se
sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos
principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a
saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el
procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el
creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es
inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es
cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo
simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en
sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina
son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico. Errores, en
verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus
consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos
son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente,
ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a
la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la
verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose
luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que
semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le
han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor
que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el
magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en
tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta. Qué
opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, dificil es decirlo: no
todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más
íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de
reprensible si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una
misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la
de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último,
hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta,
lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina. 19. A
este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia
divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia
privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un
ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los
sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por
Cristo. Lo prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre,
cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo
prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas
aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de
que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de
circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña cómo
fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe mantenerse
que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo.
Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera
incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de Cristo. Y
como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos
los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la fe, es
divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el
transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con
toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así,
cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los
dogmas. A esto, poco más
o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño
caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia debe ser
siempre y en todo obedecida. Cada uno verá
por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos
de decir. b) El
dogma 20.
Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos
los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros
que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos
puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo
indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el
creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su
conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la
primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico,
sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad,
vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como
ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un
cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público,
puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han
de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque
no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya
para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para
ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán
ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro. En lo que mira
al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este título los
sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El
culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su
sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de
impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de
sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo hacerse
sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos.
Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos
de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras
que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar
ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos
superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los sacramentos
se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si
afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe;
pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si alguno dijere que estos
sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea
excomulgado». c) Los
libros sagrados 21. Algo
hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los libros sagrados. Conforme
al pensar de los modernistas, podría no definirlos rectamente como una colección
de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino de las
extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión. Eso cabalmente
enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo
Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que, aunque la
experiencia pertenezca al tiempo presente, no obsta para que tome la materia de
lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo
vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con
lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los
históricos y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad
por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo
por la inmanencia y permanencia vital. Se preguntará:
¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se distingue
sino, acaso, por el grado de vehemencia, del impulso que siente el creyente de
manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la inspiración
poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al agitarnos El, nos
enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la
inspiración de los Sagrados Libros. Añaden, además,
los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca de
semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos
que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo,
cuando excluyen de ellas las citas que se llaman tácitas. Mero juego de
palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el
agnosticismo, a saber: como una obra humana compuesta por los hombres para los
hombres, aunque se dé al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia,
¿cómo, en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los
modernistas la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido
católico no admiten ninguna. d) La
Iglesia 22. Más
abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea acerca
de la Iglesia. Ante todo,
suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en cualquier
creyente, y principalmente en el que ha logrado alguna primitiva y singular
experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya se ha
hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en
sociedad para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser,
pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las
ciencias particulares, las cuales, en virtud de la permanencia vital, dependen
de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos. Ahora bien:
cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora que tenga por oficio
encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los
elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y
culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una tripe autoridad:
disciplinar, dogmática, litúrgica. La naturaleza
de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen
los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar
que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios;
y por eso, con razón, se la consideraba como autocrática. Pero tal creencia
ahora ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la
colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede
vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia,
brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si
desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época en que
el sentimiento de la libertad ha alcarzado su mayor altura. En el orden civil,
la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la conciencia del
hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar y fomentar la
guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad eclesiástica el
deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si no las usa, le
amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia
de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso.
Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza, y lo
arrastrará todo —Iglesia y religión— juntamente. Así discurren
los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios
para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes. 23. Pero
no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes
conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la
única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede
negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus
deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan sólo
con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han
descrito. En lo cual se
rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se
hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto, según
vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el
Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél, espiritual el de ésta.
Fue ciertamente licito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y
hablar de cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora,
porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios,
como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por filósofos
e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia; como el católico
del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al ser también ciudadano, tiene el
derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de la Iglesia, pospuestos
los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun despreciadas sus reprensiones,
de hacer lo que juzgue más conveniente para utilidad de la patria. Señalar
bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder
eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse. Las teorías
de donde estos errores manan, venerables hermanos, son ciertamente las que
solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en su constitución apostólica
Auctorem fidei(13). 24. Mas
no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separadó de
la Iglesia. Así como la fe, en los elementos —que llaman— fenoménicos,
debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe
someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del
raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en las cosas
temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no
contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como
la administración y recepción de sacramentos, éstos caerán necesariamente
bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la autoridad eclesiástica?
Como ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al
Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión,
suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa
religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual. Y si hasta ese
punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que
la Iglesia, de su voluntad, se dirija adonde ellos la empujan y que se ajuste a
las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad disciplinar. Porque muchísimo
peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática.
Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad
religiosa no puede verdaderamente ser una si no es una la conciencia de los
socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una especie de
inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que
mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia le pertenece
también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula
establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que elige la
fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el
concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el magisterio
nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le
ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende de las mismas
conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas populares. Es, por
lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se concedió para utilidad
prohibir a las conciencias individuales manifestar clara y abiertamente los
impulsos que sienten, y cerrar el camino a la crítica impidiéndole llevar el
dogma a sus necesarias evoluciones. De igual
manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y
templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del
autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que
raya en tiranía. Por lo cual se
ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos todos de
la autoridad y de la libertad. Mientras tanto, el católico debe conducirse de
modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello
cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad. En general, he
aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica
se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y
la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan.
En lo que seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las
almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado
a la autoridad recae en Cristo, que la fundó. e) La
evolución 25. Para
terminar toda esta materia sobre la fe y sus «variantes gérmenes» resta,
venerables hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas
acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas. Hay aquí un
principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y
que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es
casi lo capital, a saber: la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la
Iglesia, el culto sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la
misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de
la evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una
de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución,
hallamos descrita por ellos mismos la forma de la evolución. Y en primer lugar,
en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común
para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hízola
progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas,
sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia.
Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente,
anulando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de familia
o nación; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y
moral del hombre; con ello, la noción de lo divino se hizo más amplia y más
clara, y el sentimiento religioso resultó más elevado. Las mismas causas que
trajimos antes para explicar el origen de la fe hay que asignar a su progreso. A
lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos
profetas, entre los cuales el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y
palabras manifestaron algo de misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya
porque lograron nuevas experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la
exigencia religiosa de cada época. Mas la evolución
del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la
fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto
cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe
se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o
menos divino que en él admitía la fe fue creciendo insensiblemente y por
grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios. En la evolución
del culto, el factor principal es la necesidad de acomodarse a las costumbres y
tradiciones populares, y también la de disfrutar el valor que ciertos actos han
recibido de la costumbre. En fin, la
Iglesia encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de
adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas públicamente ya
existentes del régimen civil. Así es como
los modernistas hablan de cada cosa en particular. Aquí, empero,
antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las
necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la
llaman más expresivamente), pues ella es como la base y fundamento no sólo de
cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico. 26.
Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que,
si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución
fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmenté los fines de la
tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se
encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en
la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro
opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra
pugna por la conservación. La fuerza
conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se contiene en la tradición.
Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto por derecho, pues es propio de
la autoridad defender la tradición, como de hecho, puesto que, al hallarse
fuera de las contingencias de la vida, pocos o ningún estímulo siente que la
induzcan al progeso. Al contrario, en las conciencias de los individuos se
oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores
necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los
particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más
particular e íntimo con la vida. Observad aquí, venerables hermanos, cómo
yergue su cabeza aquella doctrina tan perniciosa que furtivamente introduce en
la Iglesia a los laicos como elementos de progreso. Ahora bien: de
una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la
progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares,
nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos
algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre
las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado. Fácil es
ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto cuando comprenden que
se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como
un deber de conciencia. Nadie mejor
que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran más íntimamente
que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas
necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente.
Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del
deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no
reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay
luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas
y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan
voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga,
porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la
hora de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden
refrenarse, pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino
emprendido; lo continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo
su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan
fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más
atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque
creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es
necesario continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la
conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que
reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no
tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma. 27. Así,
pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los
modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual
sentencia les precedieron aquellos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya
escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas
alabanzas al progeso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía,
introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los
hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda
perfeccionarse»(14). Cuanto a
la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la
doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío
IX, y enunciada así: «La revelación divina es imperfecta, y por lo mismo
sujeta a progreso continuo e indefinido que corresponda al progeso de la razón
humana»(15), y con más solemnidad en el concilio Vaticano, por estas palabras:
«Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invento
filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito
divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e
infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas
sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni
jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia»(16);
con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la
fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo
concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e
incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares
como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de
las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo
dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia»(17). 28.
Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo,
al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al crítico,
al apologista y al reformador. Algunos de
entre los modernistas, que se dedican a escribir historia, se muestran en gran
manera solícitos por que no se les tenga como filósofos; y aun alardean de no
saber cosa alguna de filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que
están llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como
afirman, enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y
crítica respira pura filosofia, y sus conclusiones se derivan, mediante
ajustados raciocinios, de los principios filosóficos que defienden, lo cual fácilmente
entenderá quien reflexione sobre ello. Los tres
primeros cánones de dichos historiadores o críticos son aquellos principios
mismos que hemos atribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo,
el principio de la transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que nos
pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de
cada uno de ellos. Según el
agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente
sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo
humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella. Por lo tanto,
si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano
—como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas de
ese género—, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la
historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los
modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la
historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los de la fe; y
otras muchas a este tenor. Después, el
mismo elemento humano que, según vemos, el historiador reclama para sí tal
cual aparece en los monumentos, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe
mediante la transfiguración más allá de las condiciones históricas. Y así
conviene de nuevo distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a
la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que
sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya
la correspondiente al lugar y edad en que vivió. Además,
en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse también como por un
tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y eliminan y cargan a la
fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica
de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por
ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del
vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe
cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal vez, ¿según
qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del hombre,
de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que
se desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos, según una
norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se
esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose
de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes
a las suyas. Así, pues,
para terminar, a priori y en virtud de ciertos principios filosóficos —que
sostienen, pero que aseguran no saber—, afirman que en la historia que llaman
real Cristo no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y
dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho
de hacer o decir. 29. Así
como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica de
la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador,
divide los documentos en dos partes: lo que queda después de la triple partición,
ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de la fe o
interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien cómo
oponen la historia de la fe a la historia real en cuanto real. De donde se sigue
que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca existió
de verdad y que sólo pertenece a la fe; el uno, que vivió en determinado lugar
y época, y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas especulaciones de la
fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el evangelio de San Juan, libro
que no es, en todo su contenido, sino una mera especulación. No termina con
esto el dominio de la filosofía sobre la historia. Divididos, según indicamos,
los documentos en dos partes, de nuevo interviene el filósofo con su dogma de
la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se contiene en la historia de la
Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Y como la causa o condición
de cualquier emanación vital se ha de colocar en cierta necesidad o indigencia,
se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, históricamente,
es aquél posterior a ésta. ¿Qué hace,
en ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se
hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un
catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo ora al dogma, ora al
culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la Iglesia.
Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano en los
documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad en edad,
de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel principio
de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede alguna
vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el mismo
hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla fija, y
es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar solamente según
la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia. Hay que
distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues
lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del
tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según
hemos dicho, por edades, en dos partes —separando los que pertenecen al origen
de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo—, y luego de nuevo volverá a
ordenarlos según los diversos tiempos. 30. En
este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que
ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la
evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar
sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su
fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al
progreso, los impedimentos que sobrevinieron; en una palabra: todo cuanto
contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución.
Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes
rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los
restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida. Ahora
preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al
crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra
de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en herejías. Causan verdaderamente
lástima estos hombres, de los que el Apóstol diría: «Desvaneciéronse en sus
pensamientos..., pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios»(18);
pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y
barajar los documentos en forma tal que hablen en su favor. Achacan, a saber, a
la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les acusa su propia conciencia. 31. De
esta distribución y ordenación —por edades— de los documentos
necesariamente se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los
autores a quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no
vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el
Pentateuco y los tres primeros evangelios, de una breve narración que en sus
principios eran, fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e
interpolaciones, hechas a modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica,
o simplemente intercaladas tan sólo para unir entre sí las diversas partes. Y para decirlo
con más brevedad y claridad: es necesario admitir la evolución vital de los
Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a
ella. Añaden, además,
que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede
escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que
pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en
las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados. Y, para
confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en
persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen
otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos
modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre
lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar
indebido. Por este
camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el que quiera. Sin
embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los
que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi ningún hombre
antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de
doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los
ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos
doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que
cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a Dios porque así
se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron
los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto
es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que reconoce su origen en
la negación de Dios ni se erigieron a sí mismos como norma de criterio. 32. Nos parece
que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica.
Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de momento, vienen la crítica
interna y la crítica textual. Y porque es propio de la primera causa comunicar
su virtud a las que la siguen, es evidente que semejante crítica no es una crítica
cualquiera, sino que con razón se la llama agnóstica, inmanentista,
evolucionista; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los
errores implícitos de ella y contradice a la doctrina católica. Siendo esto así,
podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje
de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer
lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por
encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la
grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso
científico lo que cualquiera de ellos profiere y con que todos arremeten contra
el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que
lo niega mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan
muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían. A favor, pues,
del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos
ligeros se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra,
difundiendo su pestilencia. 33.
Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del filósofo
por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la historia
escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo; directamente, luego, al
recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación, corriente en
la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las controversias de
religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por lo cual
los apologistas modernistas emprenden su trabajo avisando a los racionalistas
que ellos defienden la religión, no con los Libros Sagrados o con historias
usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas por el método antiguo,
sino con la historia real, compuesta según las normas y métodos modernos. Y
eso lo dicen no cual si arguyesen ad hominem, sino porque creen en realidad que
sólo tal historia ofrece la verdad. De asegurar su sinceridad al escribir no se
cuidan; son ya conocidos entre los racionalistas y alabados también como
soldados que militan bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el
verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las
reprensiones de la Iglesia. Pero veamos ya
cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste:
llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión
católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los
modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto:
uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a
demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud
vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano
juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este
fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que
Cristo fundó, o sea, no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen
introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea
ése; y ellos pretenden significarlo. mediante la fórmula siguiente: Cristo
anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, del
que él sería el Mesías, esto es, su autor y su organizador, ejecutor, por
divina ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre
inmanente en la religión católica y permanente, insensiblemente y según la
historia, se desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de
éstas para sí vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales,
culturales, eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si
alguno salía al paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género
de persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios,
persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras
cosas a ese tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la
Iglesia aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para
explicar plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se
ofrecerá espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este
raciocinio no advierten una cosa: que aquella determinación del germen
primitivo únicamente se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y
evolucionista, y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y
creada según conviene a sus propósitos. 34.
Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la religión
católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana
que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a
decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también en
materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que no
sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación
que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en
los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de
error; pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de
la religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de
una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para
difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de
otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más
perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza
son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su
verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y
hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y
proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida como
al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna
atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo. 35.
Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más
que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por
inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(19), aseguramos que
todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa,
y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en tan alta
autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de
aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o
increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al propósito
o a la condescendencia del autor que miente»(20). De donde se seguirá, como añade.
el mismo santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada
cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera». Pero los
apologistas modernistas, audaces, aún van más allá. Conceden, además, que en
los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doctrina, raciocinios
que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales son los que se apoyan en
las profecías; pero los defienden también como ciertos artificios oratorios
que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman que el
mismo Cristo erró manifestamente al indicar el tiempo del advenimiento del
reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues también El
estaba sujeto a las leyes de la vida. ¿Qué suerte
puede caber después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos
de claras contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no
contradicen a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del
Infinito, el cual tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las
aprueban y defienden, de suerte que no dudan en declarar que no se puede
atribuir al Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas
contradictorias. Mas, cuando ya
se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda legitimarse? 36. Por
otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con
argumentos objetivos, sino tamhién con los subjetivos. Para ello los
apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto, se
empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de su
naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna religión,
y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues ésta,
dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida. En este lugar
conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los católicos no
faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina;
la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto lo hacen tan
sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad
y conveniencia para el orden sobrenatural —lo cual los apologistas católicos
lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas salvedades-—, sino una
verdadera y auténtica exigencia. Mas, para
decir verdad, esta exigencia de la religión católica la introducen sólo
aquellos modernistas que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos
integrales pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está
latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió
a los hombres. Así, pues,
venerables hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas,
que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método
ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas; apto no para edificar,
sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos
católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión. 37.
Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista en cuanto reformador. Ya cuanto
hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se
hallan animados tales hombres; y dicho afán se axtiende por completo a todo
cuanto es cristiario. Quieren que se renueve la filosofía, principalmente en
los seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la
filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos
la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a
nuestros tiempos. Para renovar
la teología quieren que la llamada racional tome por fundamento la filosofia
moderna, y exigen principalmente que la teología positiva tenga como fundamento
la historia de los dogmas. Reclaman también que la historia se escriba y enseñe
conforme a su método y a las modernas prescripciones. Ordenan
que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la
historia. Por lo que se
refiere a la catequesis, solicitan que en los libros para el catecismo no se
consignen otros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que estén
acomodados al alcance del vulgo. Acerca del
sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir
su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en
ello más indulgentes en esta materia. Andan clamando
que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero príncipalmente
en el disciplinar y dogmático, y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior
y exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a
la democracia; por lo cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos
laicos cierta intervención en el gobierno y se ha de repartir la autoridad,
demasiado concentrada y centralizada. Las
Congregaciones romanas deben asimismo reformarse, y principalmente las llamadas
del Santo Oficio y del Indice. Pretenden
asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los
negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos
civiles, sin embargo, se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu. En la parte
moral hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes
activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas
con preferencia a éstas. Piden que el
clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza, pero que en
sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo. Hay, por fin,
algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes, desean que
se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado. ¿Qué queda,
pues, intacto en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus
opiniones? 38. En
toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos,
pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo
punto necesario, ya para que ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus
cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no
hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino
como de un cuerpo definido y compacto, en el cual si se admite una cosa de él,
se siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un
modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que
usan los modernistas. Y ahora,
abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará
si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en
verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia
de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más
perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no
sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado,
absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los racionalistas; y
entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que han logrado,
entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares. 39. Pero
volvamos un momento, venerables hermanos, a aquella tan perniciosa doctrina del
agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que conduzca al
hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma le deparan
otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del ánimo responde
a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o los sentidos
externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los sentidos
exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un nuevo
absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no destruirán
el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier perturbación
o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para investigar la
verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí; esa otra
verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es útil
para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa
principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos debe un día
caer. Para obra tan
grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué añadiría ésta a
aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo una cierta
vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la convicción
sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el sentimiento
deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre expuesta al
engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le ayudan en tal
carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más sentimiento será. En materia de
sentimiento religioso y de la experiencia religiosa en él contenida (y de ello
estamos tratando ahora), sabéis bien, venerables hermanos, cuánta prudencia es
necesaria y al propio tiempo cuánta doctrina para regir a la misma prudencia.
Lo sabéis por el trato de las almas, principalmente de algunas de aquellas en
las cuales domina el sentimiento; lo sabéis por la lectura de las obras de ascética:
obras que los modernistas menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más
sólida y una sutil sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí
mismos. 40. Nos
parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia, tener por
verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del género de las
que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la firmeza de estas
experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye alguna semejante a
la experiencia que aseguran tener muchos millares de católicos acerca de lo
errado del camino por donde los modernistas andan? Por ventura ¿sólo ésta sería
falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron
siempre firmemente que no se logra jamás el conocimiento y la experiencia sin
ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta otra vez, pues, recaer en el ateísmo
y en la negación de toda religión. Ni tienen por
qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del simbolismo
que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos intelectuales no son
otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también un símbolo el
mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es así, podría
llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces ya queda abierto el
camino que conduce al panteísmo. Al mismo término,
es a saber, a un puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de
la inmanencia divina, pues preguntamos: aquella inmanencia, ¿distingue a Dios
del hombre, o no? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la
doctrina católica, o por qué rechazan la doctrina de la revelación externa?
Mas si no lo distingue, ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los
modernistas pretende y admite que todo fenómeno de conciencia procede del
hombre en cuanto hombre; luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de
ahí que Dios es una misma cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo. Finalmente,
la distinción que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra
consecuencia, pues ponen el objeto de la ciencia en la realidad de lo
cognoscible, y el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Pero la
razón de que algo sea incognoscible no es otra que la total falta de proporción
entre la materia de que se trata y el entendimiento; pero este defecto de
proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas;
luego lo incognoscible lo será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo.
Luego si existe alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y,
entonces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del
mundo, según algunos racionalistas afirman. Pero, por
ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos el modernismo
conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el
protestantismo; el segundo corresponde al modernismo; muy pronto hará su
aparición el ateísmo. II.
CAUSAS Y REMEDIOS 41. Para
un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar
remedios a mal tan grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún
tanto las causas de donde este mal recibe su origen y alimento. La causa próxima
e inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como
remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera
prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores. Con razón
escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro(21): «Es muy deplorable hasta qué
punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento
de novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo
que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe
buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más
mínimo sedimento de error». Pero mucho
mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo,
que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de
ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo
conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí
mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente,
como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e
infatuados: "No somos como los demás hombres"; y para no ser
comparados con los demás, abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy
absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la
autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos,
discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia
alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más
corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea
laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana, que nos manda
negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón
el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los
errores de los modernistas! Por lo cual,
venerables hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra resistir
a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e
insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan
elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para dañar.
Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los
seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si
hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del
sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y
constancia que era menester! 42. Y si de
las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece
primero y principalmente la ignorancia. En verdad que
todos los modernistas, sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la
Iglesia, y aunque con palabras grandilocuentes subliman la escolástica, no
abrazaron la primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su
completa ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para
suprimir la confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio
de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por
tantos y tan grandes errores. Táctica
modernista En cuya
propagación, ¡ojalá gastaran memos empeño y solicitud! Pero es tanta su
actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se
consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien
empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para
engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y
buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como
constancia, cuanto les puede servir. Tres son
principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método
escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el
magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por
esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica,
y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas
razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el
odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno
empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método
escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con
que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El
método y los principios con los cuales los antiguos doctores escolásticos
cultivaron la teología no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni
al progreso de la ciencia. Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan
astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su
peso y autoridad». Pero, esto no
obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del concilío II de
Nicea, que condenó «a aquellos que osan..., conformándose con los criminales
herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier
novedad..., o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas
tradiciones de la Iglesia católica». Estará en pie la profesión del concilio
IV Constantinopolitano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas
que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y
celebérrimos apóstoles como de los concilios ortodoxos, tanto universales como
particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y maestro de
la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron
que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente: «Admito y
abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás
observancias y constituciones de la misma Iglesia». Ni más
respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los santísimos
Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente,
como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la crítica
y de la historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían
inexcusables. 43.
Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del
mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen,
naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los
adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que
tan apenado escribió nuestro predecesor: «Para hacer
despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los
hijos de las tinieblas acostumbraron a atacarla en público con absurdas
calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las
cosas, amiga de la oscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y
progreso de las ciencias.»(23) Por ello,
venerables hermanos, no es de maravillar que los modernistas ataquen con
extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan
valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los
hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la
erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia oponiéndoles
la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más
odiosa cuanto que, al propio tiempo, levantan sin ninguna moderación, con
perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten; los libros de éstos,
llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y
aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehúsa la tradición
y el magisterio eclesiástíco, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente,
¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de
ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos medios, sino que
llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad. Con todo este
estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los
entendimientos de los jóvenes, por una parte para no ser tenidos por
ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que estimulados
interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se
dan por vencidos y se entregan al modernismo. 44. Pero
esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías.
Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los
seminarios y universídades andan a la caza de las cátedras, que convierten
poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus
doctrinas predicándolas en los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad
las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones
sociales. Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un
mismo escritor usa varios nombres para así engañar a los incautos con la
fingida muchedumbre de autores. En una palabra: en la acción, en las palabras,
en la imprenta, no dejan nada por intentar, de suerte que parecen poseídos de
frenesí. Y todo esto,
¿con qué resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron
ciertamente de gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio
de la Iglesia, se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos
más que, aun cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un
aire corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud
de lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los
sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes
religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los
modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan a
luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece
arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan
todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian
las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos
el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen
solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entre tanto, tal vez
estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en
realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la intención
que los guía y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los
modernistas. Remedios
eficaces 45. Nuestro
predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse enérgicamente, de
palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores que encubierta y
descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se
intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo respeto o humildad, han
torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano y han aplicado a
otros cualesquiera sus actos; así, el daño se ha hecho de día en día más
poderoso. Por ello,
venerables hermanos, hemos resuelto sin más demora acudir a los más eficaces
remedios. Os rogamos encarecidamente que no sufráis que en tan graves negocios
se eche de menos en lo más mínimo vuestra vigilancia, diligencia y fortaleza;
y lo que os pedimos, y de vosotros esperamos, lo pedimos también y lo esperamos
de los demás pastores de almas, de los educadores y maestros de la juventud
clerical, y muy especialmente de los maestros superiores de las familias
religiosas. 46. I.
En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y
definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento
de los estudios sagrados. A la verdad,
«si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada
inconsideradamente, si hay algo menos concorde con las doctrinas comprobadas de
los tiempos modernos, o finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de
ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para que sea seguido en
nuestro tiempo»(24). Lo principal
que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica,
entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la
cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto
fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea
exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en
alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en
adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a
los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del
Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafisicas, nunca dejará de
ser de gran perjuicio. 47.
Colocado ya así este cimiento de la filosofía, constrúyase con gran
diligencia el edificio teológico. Promoved,
venerables hermanos, con todas vuestras fuerzas el estudio de la teología, para
que los clérigos salgan de los seminarios llenos de una gran estima y amor a
ella y que la tengan siempre por su estudio favorito. Pues «en la grande
abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al entendimientoa codicioso
de la verdad, a nadie se le oculta que la sagrada teología reclama para sí el
lugar primero; tanto que fue sentencia antigua de los sabios que a las demás
artes y ciencias les pertenecía la obligación de servirla y prestarle, su
obsequio como criadas»(25). A esto añadimos
que también nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la
reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico,
se esfuerzan por ilustrar la teología positiva con las luces tomadas de la
verdadera historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo
cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más
cuenta que antiguamente de la teología positiva; pero hagamos esto de modo que
no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera
alaban la teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a
los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas. 48.
Sobre las discíplinas profanas, baste recordar lo que sapientísímamente dijo
nuestro predecesor(26): «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas
naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de
nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los
venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos
esto sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor,
continuando con estas gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales
errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste
principalmente en que en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con
que se cultivan las ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas
más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres;
otras se tratan con negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente
indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas
perversas y con las más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los estudios
de las ciencias naturales se conformen a esta regla en los sagrados seminarios. 49. II.
Preceptos estos nuestros y de nuestro predecesor, que conviene tener muy en
cuenta siempre que se trate de elegir los rectoresy maestros de los seminarios o
de las universídades católicas. Cualesquiera
que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna
clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo
ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente
favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya
censurando la escolástica, o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o
rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere,
y no menos los amigos de novedades en la historia, la arqueología o las
estudios bíblicos, así como los que descuidam la ciencia sagrada o parecen
anteponerle las profanas. En esta materia, venerables hermanos, principalmente
en la elección de maestros, nunca será demasiada la vigilancia y la
constancia; pues los discípulos se forman las más de las veces según el
ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de la obligación de vuestro
oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza. Con semejante
severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes
sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades!
Dios aborrece los ánimos saberbios y contumaces. Ninguno en lo
sucesivo reciba el doctorado en teología o derecho canónico si antes no
hubiere seguido los cursos establecidos de filosofía escolástica; y si lo
recibiese, sea inválido. Lo que
sobre la asistencia a las universidades ordenó la Sagrada Congregación de
Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así seculares como
regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones(28). Los clérigos
y sacerdotes que se matricularen en cualquier universidad o instituto católico,
no estudien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere cátedras en
los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto, mandamos que no se
permita en adelante. Los obispos
que estén al frente del régimen de dichos institutos o universidades procuren
con toda diligencia que se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí. 50. III-
También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas o
que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos;
y, si no lo hubieren sido, no se publiquen. No se permita
tampoco a los adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de 1as
universidades, cualesquier libros, periódicos y revistas de este género, pues
no les harían menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes
bien, les dañarían más por cuanto atacan los principios mismos de la vida
cristiana. Ni hay que
formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás,
sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados
en la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe,
pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se
leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores,
tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo. Y, en general,
venerables hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente
que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada
uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición.
Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en
medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay
fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga
la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación.
Queremos, pues, que los prelados de la Iglesia, depuesto todo temor, y sin dar oídos
a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos, desempeñen cada uno
su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose de lo que en la
constitución apostólica Officiorum prescribió León XIII: «Los ordinarios,
aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren proscribir y quitar de manos
de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados o extendidos en la
diócesis»(29), con las cuales palabras, si por una parte se concede el
derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido con esta
parte de su oficio con delatarnos algún que otro libro, mientras se consiente
que otros muchos se esparzan y divulgen por todas partes. Ni se os debe
poner delante, venerables hermanos, que el autor de algún libro haya obtenido
en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur; ya porque
puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por demasiada
benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta última que
quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así como no
a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferentes en
un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las circunstancias, ser
perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de personas prudentes,
juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su diócesis, le damos
facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta obligacíón. Hágase en
verdad del modo más suave, limitando la prohibición al clero, si esto bastare;
y quedando en pie la obligación de los libreros católicos de no exponer para
la venta los libros prohibidos por el obispo. Y ya que
hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del lucro
comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos se
anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños
elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los obispos, después de
haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y
mucho más del de episcopales, si lo tienen, y delatarlos a la Sede Apostólica
si están condecorados con el título pontificio. Finalmente,
recordamos a todos lo que se contiene en la mencionada constitución apostólica
Officiorum, artículo 26: «Todos los que han obtenido facultad apostólica de
leer y retener libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener
cualesquier libros o periódicos prohibidos por los ordinarios del lugar, salvo
en el caso de que en el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la
facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera que sea». 51. IV.
Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que es
menester evitar su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con
suma severidad la licencia para imprimirlos. Mas porque,
conforme a la constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que
solicitan el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo enterarse
de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento,
censores ex officio en suficiente número. Esta institución de censores nos
mereee los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que absolutamente
prescribimos que se extienda a todas las diócesis. En todas las curias
episcopales haya, pues, censores de oficio que reconozcan las cosas que se han
de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad, erudición
y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y reprobar
doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que, según
los artículos 41 y 42 de la mencionada constitución, necesiten licencia para
publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y, si fuere favorable, el
obispo otorgará la licencia de publicarse, con la palabra Imprimatur, a la cual
se deberá anteponer la fórmula Nihil obstat, añadiendo el nombre del censor. En la curia
romana institúyanse censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás,
los cuales designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el
Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y aprobación del
mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo señalar los
censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así él como
el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces,
presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido
el nombre del mismo censor. Sólo en
circunstancias extraordínarias y muy raras, al prudente arbitrio del obispo, se
podrá omitir la mención del censor. Los autores no lo conocerán nunca, hasta
que hubiere declarado la sentencia favorable, a fin de que no se cause a los
censores alguna molestia, ya mientras reconocen los escritos, ya en el caso de
que no aprobaran su publicación. Nunca se
elijan censores de las órdenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión
del superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del superior general;
el cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las
costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido. Recordamos
a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no
permitir nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos sin que medie la
licencia suya y la del ordinario. Finalmente,
mandamos y declaramos que el título de censor, de que alguno estuviera
adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias
opiniones privadas. 52.
Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con
diligencia lo que en el art. 42 de la constitución Officiorum se decreta con
estas palabras: «Se prohíbe a los individuos del clero secular tomar la
dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su ordinario».
Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados sean
privados de ella. Por lo que
toca a los sacerdotes que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece
con frecuencia que publiquen en los periódicos o revistas escritos inficionados
con la mancha del modernismo, vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles
y hasta prohíbanles seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los
superiores religiosos para que hagan lo mismo; y si obraren con alguna
negligencia, provean los ordinarios como delegados del Sumo Pontífice. Los periódicos
y revistas escritos por católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado;
el cual deberá leer oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de
publicados; y si hallare algo peligrosamente expresado, imponga una rápida
retractación. Y los obispos tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio
favorable del censor. 53. V. Más
arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser
reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar sus
opiniones. Los obispos no
permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima
vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de
cosas tocantes a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o
reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad, y que no se hable en
ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o
laicismo. A estos
congresos, cada uno de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo
oportuno, no podrán concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras
comendaticias del propio obispo. Y todos los
sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con estas
gravísimas palabras(30): «Consideren los sacerdotes como cosa intangible la
autoridad de sus prelados, teniendo por cierto que el ministerio sacerdotal, si
no se ejercitare conforme al magisterio de los obispos, no será ni santo, ni
muy útil, ni honroso». 54. VI.
Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandatos y
preceptos si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que felizmente
suceda, conforme a nuestros deseos, nos ha parecido conveniente extender a todas
las diócesis lo que hace muchos años decretaron prudentísimamente para las
suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar —decían— los errores ya
esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan todavía maestros
de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que de aquella divulgación
procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo,
decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones probados de uno
y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y con qué
artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para que,
tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su mismo
principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas, o,
lo que es peor, crezca de día en día y se confirme». Mandamos,
pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido
cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán
elegirse del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los
censores. En meses alternos y en día prefijado se reunirán con el obispo y
quedarán obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o
dispusiere. Por razón de
su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con vigilancia los
indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las cátedras;
prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que conduzca a la
incolumidad del clero y de la juventud. Eviten la
novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede
aprobarse en los escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo
las malas novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda
proclamando un nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia,
nuevas aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero,
nueva civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». Tales
modos de hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones. No descuiden
aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o
sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los periódicos
o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que huelan a
desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si, como
suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la
probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas. 55.
Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los obispos, a
quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna
reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas»
de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por
cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino
después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento
de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto
tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por
la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente
tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han
tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento
cierto de ser falsas o supuestas». Cuando se
tratare de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones, conviene recordar
que la Iglesia usa en esta materia de prudencia tan grande que no permite que
tales tradiciones se refieran por escrito sino con gran cautela y hecha la
declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque esto se haga como se
debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad del hecho; se limita a no
prohibir creer al presente, salvo que falten humanos argumentos de credibilidad.
Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de
Ritos(33): «Tales apariciones o revelaciones no han sido aprobadas ni
reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean píamente,
con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, confirmada con idóneos
documentos, testimonios y monumentos». Quien siguiere esta regla estará libre
de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al
hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita la condición de la
verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por
cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo propio
debe afirmarse de las reliquias. Encomendamos,
finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y
diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos
de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino
que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos. 56. VII.
Para que estos mandatos no caigan en olvido, queremos y mandamos que los obispos
de cada diócesis, pasado un año después de la publicación de las presentes
Letras, y en adelante cada tres años, den cuenta a la Sede Apostólica, con
Relación diligente y jurada, de las cosas que en esta nuestra epístola se
ordenan; asimismo, de las doctrinas que dominan en el clero y, principalmente,
en los seminarios y en los demás institutos católicos, sin exceptuar a los
exentos de la autoridad de los ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores
generales de las órdenes religiosas por lo que a sus súbditos se refiere. CONCLUSIÓN Estas
cosas, venerables hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la
salud de todo creyente. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciertamente de
ellas para refrescar la antigua calumnia que nos designa como enemigos de la
sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para oponer algo nuevo a estas
acusaciones, que refuta con perpetuos argumentos la historia de la religión
cristiana, tenemos designio de promover con todas nuestras fuerzas una Institución
particular, en la cual, con ayuda de todos los católicos insignes por la fama
de su sabiduría, se fomenten todas las ciencias y todo género de erudición,
teniendo por guía y maestra la verdad católica. Plegue a Dios que podamos
realizar felizmente este propósito con el auxilio de todos los que aman
sinceramente a la Iglesia de Cristo. Pero de esto os hablaremos en otra ocasión. Entre tanto,
venerables hermanos, para vosotros, en cuyo celo y diligencia tenemos puesta la
mayor confianza, con toda nuestra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana
que, en medio de los peligros tan grandes para las almas a causa de los errores
que de doquier nos invaden, os ilumine en cuanto os incumbe hacer y para que os
entreguéis con enérgica fortaleza a cumplir lo que entendiereis. Asístaos con
su virtud Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe; y con su auxilio e
intercesión asístaos la Virgen Inmaculada, destructora de todas las herejías,
mientras Nos, en prenda de nuestra caridad y del divino consuelo en la
adversidad, de todo corazón os damos, a vosotros y a vuestro clero y fieles,
nuestra bendición apostólica. Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1907, año quinto de nuestro
pontificado. Notas 1. Hch 20,30. 2. Tit 1,10. 3. 2 Tim 3,13. 4. De revelat.
can.l. 5. Ibíd.,
can.2. 6. De fide
can.2. 7. De revelat.
can.3. 8. Gregorio
XVI, enc. Singulari Nos, 25 junio 1834. 9. Brev. ad ep.
Wratislav., 13 jun. 1857. 10. Ep. ad
Magistros Theolog. París, non. iul. 1223. 11. Prop. 29
damn. a Leone X, Bulla Exsurge Domine, 16 maii 1520: «Hásenos abierto el
camino de enervar la autoridad de los concilios, contradecir libremente sus
hechos, juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que parezca verdadero,
ya lo apruebe, ya lo repruebe cualquier concilio». 12. Sess. 7.
De sacramentis in genere can. 5. 13. Prop. 2:
«La proposición que dice que la potestad ha sido dada por Dios a la Iglesia
para comunicarla a los Pastores, que son sus ministros, en orden a la salvación
de las almas; entendida de modo que de la comunidad de los fieles se deriva en
los Pastores el poder del ministerio y régimen eclesiástico, es herética».
Prop. 3: «Además, la que afirma que el Pontífice Romano es cabeza
ministerial, explicada de suerte que el Romano Pontífice, no de Cristo en la
persona de San Pedro, sino de la Iglesia reciba la potestad de ministerio que,
como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia,
posee en la universal Iglesia, es herética». 14. Enc. Qui
pluribus, 8 nov. 1846 15. Syll. pr.5. 16. Const. Dei
Filius c.4. 17. L. c. 18. Rom
1,21.22. 19. Conc. Vat.
I, De revelat. c.2. 20. Ep. 28,3. 21. Enc.
Singulari Nos. 22. Syll. pr.13. 23. Motu pr.
Ut mysticam, 11 mart. 1891. 24. León
XIII, Enc. Aeterni Patris. 25. León
XIII, Litt. ap. In magna, 10 dic. 1889. 26. Alloc. 7
mar 1880. 27. L. c. 28. Cf. ASS 29
(1896) 359. 29. Ibíd., 30
(1897) 39. 30. Enc.
Nobilissima Gallorum, 10 febr. 1884. 31. Act.
Consess. Ep. Umbriae, nov. 1849, tit.2 a.6. 32. Instr. S.
C. NN. EE. EE., 27 en. 1902. 33. Decr. 2
mayo 1877.
Relativismo teológico: un nuevo reto para la fe El hundimiento de los sistemas
de gobierno de inspiración
La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, me parece probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total. Relativismo: la filosofía dominante El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe en la hora actual. Sin duda, ya no se presenta tan sólo con su vestido de resignación ante la inmensidad de la verdad, sino también como una posición definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento dialógico y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara la existencia de una verdad válida para todos. A su vez, el relativismo aparece como fundamentación filosófica de la democracia. Ésta, en efecto, se edificaría sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera, y se nutriría del hecho de que todos los caminos se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor; por eso, buscan en diálogo algo común y compiten también sobre conocimientos que no pueden hacerse compatibles en una forma común. Un sistema de libertad debería ser, en esencia, un sistema de posiciones que se relacionan entre sí como relativas, dependientes, además, de situaciones históricas abiertas a nuevos desarrollos. Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta condición podría permanecer libre y abierta al futuro. En el campo de la política, esta concepción es exacta en cierta medida. No existe una opinión política correcta única. Lo relativo -la construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente- no puede ser algo absoluto. Pensar así era precisamente el error del marxismo y de las teologías políticas. Pero, con el relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca se convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un individuo o a un grupo el derecho a su dignidad o a la vida correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca pueden ser injustas. Por eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo socio-político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética. Trataré de esbozar brevemente los desarrollos que en este punto definen hoy el diálogo teológico. La llamada teología pluralista de las religiones se había desarrollado progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo ahora se ha situado en el centro de la conciencia cristiana (1). De algún modo, esta conquista ocupa hoy -por lo que respecta a la fuerza de su problemática y a su presencia en los diversos campos de la cultura- el lugar que en el decenio precedente correspondía a la teología de la liberación. Además, se une de muchas maneras con ella, e intenta darle una forma nueva y actual. Sus modalidades son muy variadas; por eso, no es posible resumirla en una fórmula corta ni presentar brevemente sus características esenciales. Es, por una parte, un típico vástago del mundo occidental y de sus formas de pensamiento filosófico; por otra, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un particular empuje. Relativismo en teología: la retractación de la cristología Esta realidad se muestra claramente en uno de sus fundadores y eminentes representantes, el presbiteriano americano J. Hick, cuyo punto de partida filosófico se encuentra en la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno: nosotros nunca podemos captar la verdad última en sí misma, sino sólo su apariencia en nuestro modo de percibir a través de diferentes lentes. Lo que nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí misma, sino un reflejo a nuestra medida. En un primer momento, Hick intentó formular este concepto en un contexto cristocéntrico; después de permanecer un año en la India, lo transformó -tras lo que él mismo llama un giro copernicano de pensamiento- en una nueva forma de teocentrismo. La identificación de una forma histórica única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo, el Dios vivo, es relegada ahora como una recaída en el mito. Jesús es conscientemente relativizado como un genio religioso entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no puede darse en la historia, sino sólo modelos, formas ideales que nos recuerdan lo que en la historia nunca se puede captar como tal. De este modo, conceptos como Iglesia, dogma, sacramentos, deben perder su carácter incondicionado. Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas, o, más aún, considerarlos encuentros reales con la verdad universalmente válida del Dios que se revela sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de absoluto; de este modo, se perdería la infinitud del Dios totalmente otro. Desde este punto de vista, que domina más el pensamiento que la teoría de Hick, afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad. Por otra parte, la noción de diálogo -que en la tradición platónica y cristiana ha mantenido una posición de significativa importancia- cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia del credo relativista y en la antítesis de la conversión y de la misión. En su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros, sin reconocerle por principio más verdad que la que se atribuye a la opinión de los demás. Sólo si supongo por principio que el otro puede tener tanta o más razón que yo, se realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta concepción, el diálogo ha de ser un intercambio entre actitudes que tienen fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son mutuamente relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación e integración entre las diferentes formas religiosas (2). La disolución relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte, pues, en un mandamiento central de la religión. Para volver al pensamiento de Hick: la fe en la divinidad de una persona concreta -nos dice- conduce al fanatismo y al particularismo, a la disociación de fe y amor; y esto es precisamente lo que hay que superar (3). El recurso a las religiones de Asia Bajo el signo del encuentro de las culturas, el relativismo parece presentarse aquí como la verdadera filosofía de la humanidad; este hecho le otorga visiblemente -en Oriente y en Occidente, como se ha señalado antes- una fuerza ante la que parece que ya no cabe resistencia alguna. Quien se resiste, se opone no sólo a la democracia y a la tolerancia -es decir, a los imperativos básicos de la comunidad humana-, sino que además persiste obstinadamente en la prioridad de la propia cultura occidental, y se niega al encuentro de las culturas, que es notoriamente el imperativo del momento presente. Quien desea permanecer en la fe de la Biblia y de la Iglesia, se ve empujado, de entrada, a una tierra de nadie en el plano cultural; debe, como primera medida, redescubrir la «locura de Dios» para reconocer en ella la verdadera sabiduría. Para ayudarnos en este intento de penetrar en la sabiduría encerrada en la locura de la fe, nos conviene tratar de conocer mejor la teoría relativista de la religión de Hick, y descubrir por qué caminos conduce al hombre. A fin de cuentas, la religión significa para Hick que el hombre pasa de la «self-centredness» como existencia del viejo Adán a la «reality-centredness» como existencia del hombre nuevo, y de este modo se extiende desde el propio yo hacia el tú del prójimo (6). Suena hermoso, pero, considerado con profundidad, resulta tan hueco y vacío como la llamada a la autenticidad de Bultmann, que, a su vez, había tomado ese concepto de Heidegger. Para esto no hace falta religión. Consciente de estos límites, el antes sacerdote católico P. Knitter ha intentado superar el vacío de una teoría de la religión reducida al imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa, más concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta tiende a dar a la religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la religión pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse efectivo prácticamente, fundándolo sobre un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a la ortodoxia» (8). Este poner la praxis por encima del conocer es también herencia claramente marxista. Pero mientras el marxismo concreta sólo lo que proviene lógicamente de la renuncia a la metafísica -cuando el conocer es imposible, sólo queda la acción-, Knitter afirma: no se puede conocer lo absoluto, pero sí hacerlo. La cuestión, sin embargo, es: ¿es verdadera esta afirmación? ¿Dónde encuentro la acción justa, si no puedo conocer en absoluto lo justo? El fracaso de los regímenes comunistas se debe precisamente a que han tratado de cambiar el mundo sin saber qué es bueno y qué no es bueno para el mundo, sin saber en qué dirección debe modificarse el mundo para hacerlo mejor. La mera praxis no es luz. Éste es el punto crucial para un examen crítico de la noción de ortopraxis. La anterior historia de la religión había comprobado que las religiones de la India no conocían en general una ortodoxia, sino más bien una ortopraxis; de ahí ha entrado probablemente la noción en la teología moderna. Pero en la descripción de las religiones de la India esto tenía un significado muy preciso: se quería decir que estas religiones no tenían un catecismo general obligatorio y que la pertenencia a ellas, por tanto, no estaba definida por la aceptación de un credo particular. Más bien estas religiones tienen un sistema de acciones rituales que consideran necesario para la salvación, y que distingue al «creyente» del no creyente. En ellas, el creyente no se reconoce por determinados conocimientos, sino por la observancia escrupulosa de un ritual que abarca toda la vida. El significado de ortopraxis, es decir, el recto obrar, está determinado con gran precisión: se trata de un código de ritos. Por otra parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente, en la Iglesia primitiva y en las Iglesias orientales, casi la misma significación. Porque en el sufijo «doxia», por supuesto, doxa no se entendía en el sentido de «opinión» (opinión verdadera): las opiniones, desde el punto de vista griego, son siempre relativas, doxa era más bien entendido en su sentido de «gloria, glorificación». Ser ortodoxo significaba, por tanto, conocer y practicar el modo justo con el que Dios quiere ser glorificado. Se refiere al culto, y, a partir del culto, a la vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para un diálogo fructuoso entre el Este y el Oeste. Pero volvamos a la recepción del término ortopraxis en la teología moderna. En este caso nadie piensa ya en el seguimiento de un ritual. La palabra ha cobrado un significado nuevo, que nada tiene que ver con el auténtico concepto indio. A decir verdad, algo queda de él: si la exigencia de ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la tapadera de la carencia de obligatoriedad, entonces se debe dar también una praxis común, reconocible por todos, que supere la general palabrería del «centramiento en el yo» y la «referencia al tú». Si se excluye el sentido ritual que se le daba en Asia, entonces la praxis sólo puede ser comprendida como ética o como política. La ortopraxis supondría, en el primer caso, un «ethos» claramente definido en cuanto a su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión ética relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo en sí mismo. Pero si se entiende la ortopraxis en un sentido socio-político, vuelve a plantearse la pregunta por la naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de la liberación, animadas por la convicción de que el marxismo nos señala claramente cuál es la buena praxis política, podían emplear la noción de ortopraxis en su sentido propio. No se trataba en este caso de no-obligatoriedad, sino de una forma establecida para todos de la praxis correcta -o sea, ortopraxis-, que reunía a la comunidad y distinguía de ella a los que rechazaban el obrar correcto. En esta medida las teologías de la liberación marxistas eran, a su modo, lógicas y consecuentes. Como se ve, esta ortopraxis reposa, sin embargo, sobre una cierta ortodoxia -en el sentido moderno-: un armazón de teorías obligatorias acerca del camino hacia la libertad. Knitter se encuentra en las proximidades de este principio cuando afirma que el criterio para diferenciar la ortopraxis de la pseudo-praxis es la libertad (9). Pero todavía tiene que explicarnos de una manera convincente y práctica qué es la libertad, y qué sirve a la verdadera liberación del hombre: la ortopraxis marxista seguro que no, como hemos visto. Una cosa sin embargo es clara: las teorías relativistas desembocan en el arbitrio y se vuelven por ello superfluas, o bien pretenden una normatividad absoluta, que ahora se sitúa en la praxis, erigiendo en ella un absolutismo que no tiene lugar. A decir verdad, es un hecho que también en Asia se proponen hoy concepciones de la teología de la liberación como formas de cristianismo presuntamente más adecuadas al espíritu asiático, y que sitúan el núcleo de la acción religiosa en el ámbito político. Donde el misterio ya no cuenta, la política debe convertirse en religión. Y, sin duda, esto es profundamente opuesto a la visión religiosa asiática original. New Age Tareas de la teología ¿Qué tipo de certeza le corresponde? Supongamos -lo que se puede dudar- que la mayoría de los exegetas piensa así; todavía permanece la pregunta: ¿Hasta qué punto está fundada dicha opinión mayoritaria? Mi tesis es la siguiente: el hecho de que muchos exegetas piensen como Hick y Knitter, y reconstruyan como ellos la historia de Jesús, se debe a que comparten su misma filosofía. No es la exégesis la que prueba la filosofía, sino la filosofía la que engendra la exégesis (17). Si yo sé a priori (para hablar con Kant) que Jesús no puede ser Dios, que los milagros, misterios y sacramentos son tres formas de superstición, entonces no puedo descubrir en los libros sagrados lo que no puede ser un hecho. Sólo puedo descubrir por qué y cómo se llegó a tales afirmaciones, y cómo se han ido formando gradualmente. 1. Una visión panorámica sobre los exponentes de mayor relieve de la teología pluralista se encuentra en P. Schmidt-Leukel, "Das Pluralistische Modell in der Theologie der Religionen. Ein Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para una crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien (QD 143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit Jesu Christi im Horizont der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke ofrece una excelente introducción a las posiciones de dos representantes principales de esta corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que me sirvo ampliamente para las siguientes reflexiones. En el desarrollo de estos problemas Menke ofrece, en la segunda parte de su obra, indicaciones importantes y dignas de ser tomadas en consideración, pero suscita también algún problema. Un interesante esfuerzo por afrontar sistemáticamente la cuestión de las religiones en una perspectiva cristológica es el efectuado por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der christliche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995). También se ocupa del problema de la teología pluralista de las religiones un documento de la Comisión Teológica Internacional, que está en preparación. [Regresar] 2. Cf. al respecto el
instructivo editorial de la revista Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp.
107-120: "Il cristianesimo e le altre religioni". Ahí se establece
una estrecha confrontación sobre todo con Hick, Knitter y P. Panikkar. [Regresar] 3.
Cf. por ejemplo J. Hick, An Interpretation of Religion. Human Responses to
Transcendent (London 1989); Menke, loc. cit., 90. [Regresar] 4. Cf. E. Frauwallner, Geschichte der indischen Philosophie, 2 vol. (Salzburg 1953 y 1956); H. v. Glasenapp, Die Philosophie der Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.); S.N. Dasgupta, History of Indian Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B. Ramakrishna Rao, Ontology of Advaita with special reference to Maya (Mulki 19ó4). [Regresar] 5.
Se mueve decididamente en esta dirección F. Wilfred, Beyond settled foundations.
The Journey of Indian
Theology (Madras 1993); Id., "Some tentative reflections on the language of
Christian uniqueness: An Indian Perspective", en Pont. Cons. pro
Dialogo inter Religiones. Pro Dialogo. Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57. [Regresar] 6. J. Hick, Evil and the God of Love (Norfolk 1975, 4a. ed.) 240s; An Interpretation of Religion, 236-240; cf. Menke, loc. cit., 81s. [Regresar] 18.
M. Waldstein, "The foundations of Bultmann"s work", en Communio
am. 1987, pp. 115-145. [Regresar] 19. Cf. por ejemplo el volumen colectivo, dirigido por C.E. Braaten y R.W. Jensson: Reclaiming the Bible for the Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la aportación de B.S. Childs, "On Reclaiming the Bible for Christian Theology", ib., pp.1-17. [Regresar]
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