EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO
Comienza modestamente la vida bucólica y apacible de la comunidad de Rumi, sí, muy modestamente, con la humildad de los arroyuelos de las cresterías andinas, para después, a medida que surgen imprevistos acontecimientos, transformarse en un torrente de complicadas pasiones étnicasy precipitarse en el descenlace, semejante a un cataclismo. Todo el argumento se puede resumir en estas palabras: el abuso del gamonal Alvaro Amenábar, de la hacienda de Umay, contra la comunidad de Rumi, cuyo alcalde Rosendo Maqui, muere humillado en la prisión enarbolando la airada protesta de los comunitarios de Rumi. Esto que es una especie de columna vertebral sirve para en el engarzamiento de numerosos episodios interesantes y conmovedores.
El título de los episodios son los siguientes:

-Rosendo Maqui y la comunidad.
-Zenobio García y otros notables.
-Días van, días vienen.
-El fiero Vásquez.
-El maíz y el trigo.
-El ausente.
-Juicio de linderos.
-El despojo.
-Tormenta.
-Goces y penas de la coca.
-Rosendo Maqui en la cárcel.
-Valencio de Yanañahui.
-Historias y lances de minería.
-El bandolero Doroteo Quispe.
-Sangre de caucherías.
-Muerte de Rosendo Maqui.
-Lorenzo Medina y otros amigos.
-La cabeza del fiero Vásquez.
-El nuevo encuentro.
-Sumallacta y unos futres raros.
-Regreso de Benito Castro.
-Algunos días.
-Nuevas tareas comunales.
- ¿A dónde?... ¿A dónde?... ¿A dónde?

 

PERSONAJES
Estos, étnicamente son de tres clases: indios, mestizos y blancos.
Entre los indios se destacan los siguientes: Rosendo Maqui, alcal de la comunidad, estoico y magnánimo, que se entrega al servicio de Rumi, construyendo caminos y escuelas y que, bajo la ambición de la hacienda Umay, enarbola la defensa del ayllu hasta sucumbir, vejado por las autoridades, en la prisión; Benito Castro, otro comunitario, el cual, deseoso de conocer mundo, abandona el lar nativo, para rondar entre haciendas, caseríos y ciudades, palpando de cerca el dolor de sus hermanos los indios; Demetrio Sumallacta, joven flautista que incorpora hálitos de subjetivismo poético a lo largo de la obra; Nasha Suro, especie de pitonisa que vaticina las desgracias de la comunidad; el fiero Vásquez, bandolero de gran cepa, quijotesco a su manera, que sirve la causa del indio, con pasión y coraje; Amadeo Illas, el que huyendo de la pobreza de Rumi , se interna en una plantación de cocales para ver también por esos ámbitos la explotación del índigena; Augusto Maqui, hijo de Rosendo Maqui y poseedor del cuerpo lunado de Marguicha; se interna en las diábolicas caucherías de la selva; el indio Valencio, temerario secuaz del fiero Vásquez; realiza proseas muy singulares.

Entre los blancos, enemigos sempiternos de los indios sobresalen: Don Álvaro Amenábar, insaciable terrateniente de Umay, el cual, valiéndose de papeles fraguados, sobornando autoridades y corrompiendo conciencias, ensancha sus dominios hasta devorar las tierras de Rumi; Zenobio García, gobernador sin escrúpulos que busca sólo enriquecerse; Bismarck Ruíz, un rábula, tambien inescrupuloso, que defiende a la comunidad para despúes de entregarse al servicio del gamonal Amenábar.

Luego desfilan los personajes mestizos como el mágico Julio Contreras, buscavidas que cae en Rumi y que, entregado a sucios negocios, sirve de testigo acomodado a Amenábar, para finalmente caer en las garras de Doroteo Quispe, que lo sentencia a morir en una ciénaga; Jacinto Prieto, un advenedizo, pero bien intencionado, que sirve a la causa de Rosendo Maqui; Melba Luna, la tísica amante del tinterillo, venida de la Costa, y que merced a sus numerosos cortejantes, pretende encumbrarse, para luego acabar lentamente.

El simbolismo de la novela consiste en haber conjuncionado las tres realidades étnicas del Perú y de Hispanoámerica; el blanco, que representa al usurpador, al gobernante, al poderoso, al amo; el indio, que refleja el poseedor de la tierra, al engañado, al explotado, al huérfano de influencias, al mitimae, al siervo; al cholo, al que no tiene fuerza ni mando, al que oscila entre el indio y el blanco, al que se pervierte en manos del blanco enriquecido, al que sirve de enlace entre el uno y el otro para acabar como el traficante del siervo.

 

CALIXTO GARMENDIA
Déjame contarte - le pidió Remigio Garmendia- a Anselmo, levantando la cara. Todos estos días, anoche, está mañana, aun esta tarde, he recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida... Además, debes aprender. La vida corta o larga no es de uno solamente.

Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas.

- Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería, que al cabo de una lampa o un hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillar el trigo, verdear el maiz, azular las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su crácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintería estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. "Buenos días, señor", decía mi padre y se acabó. Pasaba el subprefecto. "Buenos días, señor", y asunto concluído. Pasaba el alférez de gendarmes. "Buenos día, alférez", y nada más. Pasaba el juez y los mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbraban a todo eso los que mandan. Y no acababa ahi la cosa. De repente venía gente de pueblo, ya sea indios, cholos o balncos pobres. De a diez, de veinte o también en poblada llegaban: "Don Calixto encabécenos para hacer este reclamo". Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y de fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no los dejaba tranquilos. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, para conversar con los amigos. "Lo que necesitamos es justicia", decía, "El día en que el Perú tenga justicia, será grande". No dudaba de que lo habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: "No debemos consentir abusos".

Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los propios muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los más ricos, cuyas haciendad llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron el pretexto que el terreno de mis padres estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setescientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de raclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla, y para ir a lo seguro, tambien un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.

Mi padre no era hombre que renunciaba a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo presidente de la república. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos de Almagro y a los de Lima. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de mi casa y mi padre se le iba detrás y esperaba en la oficina de despacho hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo tambien iba. "¿Carta para Calixto Garmendia?", preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en las casillas de las G, las iba leyendo y al final decía: "Nada, amigo". Mi padre salía cometando que en la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Arizmendi, me ha dicho, que por lo regular, los periódicos creen que asuntos como esos carecen de interés general. Esto, en el caso, de que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades y callen cuanto puedan perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.

Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandado por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo habría el cajón del escritorio y decía como si ahi debiera estar la plata: "No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate Garmendia. Con el tiempo se te pagará". Mi padre padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez lo declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. "Es triste tener que hablar así -dijo una vez-, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía". El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa se fue en cartas y en papeleos.

A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Almagro o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó, también en cuenta de que, viéndole pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo podía valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: "¡Algo mío han enterrado también ahí! ¡crea Ud. en la justicia!". Siempre se había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.

Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltas en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de verse ir al hoyo a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué, hombre tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o negro encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aun para eso hay gusto.

Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo; un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inaguró con banda de música y la gente hablaba del progreso. En mi casa, hubo ropa nueva para todos.Mi padre me lo dió para que gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mi vida: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de los cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó correr entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya nada y si me recibió los dos soles, fue de lo pobre que era.

En la carpintería las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un bául o una mesita o dos o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plata fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse a mi padre , que solía decir: "¡ Se fregó otro bandido, diez soles!" y a trabajar duro el y yo, y a rezar mi madre y sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo.
¿Eso es vida? Como muchacho que era , me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanta la muerte.

La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rapidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera, y ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana , tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había echo incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas de las casas del juez, del subprefecto, del alférez, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas veces, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista en la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía, era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quién odiaba más, el alcalde, para que el agua la dañara, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que puediese calcular tan exactamente en la obscuridad, pero él pensaba que lo hacía por darse el gusto de pensarlo.

El alcalde murío de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de la cólera que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que le hiciera el cajón y me llevó a tomar las medidas en un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando el muerto. El parecía la muerte. Cobró cincuenta soles, adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que le cajón tenía que ser grande, pues el cadáver también lo era, además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: "Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come". Y reía con esa risa horrible. En adelante, dió preferencias a la rotura de tejas del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumabdo así a mi padre. Antes que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y a su hijo, servir a sus amigos y defender a quién lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.

Mi madre le dió esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días.El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Como se lo quisiera tomar, esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que los defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: "¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!
Al poco tiempo, mi padre murió*

*Antenor Samaniego "Literatura Peruana V"