CUENTOS ESCRITOS EN LA DECADA DEL 7O,  REAPARECIDOS CASUALMENTE
Eduardo Minervino
DARSE CUENTA

Cerró los ojos y comenzó a contar por enésima vez en la noche. Uno a uno vio pasar a cientos de hombres que saltaban sobre una cerca de madera. Ninguno era igual al anterior, había gente de todas las razas y posiciones sociales. Vio pasar gordos y flacos, altos y bajos, ancianos y niños, feos y más feos...
Sintió lástima por algunos que no podían brincar la cerca. En ese supuesto estaba un hombre obeso que se había atorado entre dos maderos, el de un niño que lloraba al pie de la cerca sin haberse atrevido a saltar, y el de una anciana que yacía por los suelos con un pie torcido.
Los que habían saltado exitosamente se perdían más adelante, en la oscuridad de su imaginación. Todo iba bien hasta que a un joven se le ocurrió apoyar sus pies sobre la espalda del obeso y desde allí saltar, lo cual aumentó sus probabilidades de éxito. Eso fue el principio del caos: hubo quien se auxilió de una escalera para pasar al otro lado, hubo también quien comenzó a cortar el seto, y aquel que realizó el salto en motocicleta. Lo último que vio fue a un hombre calvo poniendo dinamita al pie de la cerca. Sobrevino la explosión.
Abrió los ojos: su corazón palpitaba acelerado, en sus sienes aún retumbaba el estruendo. Aquello no había sido un sueño, no era ni el comienzo de un sueño: la vigilia persistía pese al método que acababa de practicar. Aceptó su condición, era claro que también las ovejas sufren de insomnio.

PUNTO FINAL
Esa mañana tomé la decisión de algo que tenía pensado desde hace tiempo: quitarme la vida a las doce en punto del mediodía.
Me senté en la silla del escritorio y concluí el último capítulo de mi novela, que me requirió diez años de acopio de documentos y otros tantos años de trabajo obsesivo. Cuando puse el punto final, sentí que mi vida se vació como el tintero, y con la firme decisión de enfrentarme a la muerte, que me sonreía desde el otro lado de la vida, abrí el último cajón del escritorio, donde estaba la pistola de cacha negra, cañón de metal bruñido y cilindro giratorio, cuya recámara múltiple tenía una sola bala en el eje, lista para ser vaciada de un tiro. Por un instante contemplé la maravilla y el peligro de esa arma que me regaló mi padre la noche en que ocurrió ese suceso que iba a cambiar el curso de mi vida.
Levanté la pistola, alargué el brazo y, poniendo el ojo en el punto de mira, la paseé por el cuarto; pero donde ponía la mirada, mi alma no encontraba más que un vertiginoso abismo de soledad y desesperanza. Entonces, abandonado de mí mismo, recogí el brazo y puse la boca del cañón contra mi sien. Quité el disparador, apreté el gatillo y... ¡PUM!!!... El impacto fue tan fuerte que, luego de sacudirme en el aire, me tumbó boca arriba. La sangre saltó a raudales y el olor de la pólvora impregnó el cuarto, ese cuarto que tenía el techo bajo y las paredes atestadas de libros, una puerta que daba a la calle y una ventanilla por donde se calaba un aire tan frío como la muerte.
Pasó el tiempo y nadie indagó por el vacío que dejó mi ausencia, hasta que la policía me encontró tumbado en medio de un círculo de sangre seca, los sesos destapados y la pistola todavía en la mano, el cuerpo deformado por la obesidad y la barba apelmazada donde los bichos hicieron su madriguera.
La policía, sin salir del estupor, constató que yo, en mi condición de escritor suicida, había dejado un montón de papeles sobre el escritorio y una nota que decía: "Que nadie llore sobre mi cadáver ni deposite flores en mi tumba. Que todos sepan que murió un hombre que no pudo encontrar la felicidad sino a través de la muerte...".
Cuando la noticia saltó a la prensa: "Escritor suicida se quitó la vida a las doce en punto del mediodía...", los lectores se enteraron de que el protagonista de mi novela, hecha de realidad y fantasía, tuvo un desenlace más feliz que mi vida.

ME PODRÁN MATAR, PERO NO MORIR
Te buscan para matarte", le dice su padre por décima vez. Ella cuenta las nueve cicatrices de su cuerpo y contesta: "Me podrán matar, pero no morir...".
Al levantar la cabeza entre paredes calcáreas, se enfrenta al rostro salvaje de sus torturadores. Uno de ellos, el más corpulento, bigote poblado y pistola al cinto, le sonríe mirándola a los ojos. "¿Así que tú eres la inmortal?", dice, mientras le quita los zapatos, el cinturón, los botones y el reloj, para que no pueda huir ni sepa qué hora o qué día es.
Le cubren los ojos con venda y la conducen asida de los brazos por un pasillo. Ella se mueve apenas, como caminando en falso al borde de un precipicio. La introducen en una habitación que apesta a muerte. La desnudan a zarpazos y le arrancan la venda de los ojos.
Por un tiempo, dificultada todavía por la luz hiriente, observa a hombres que entran, salen y entran, y a un perro que se le acerca batiendo el rabo. El perro tiene el hocico babeante. Huele. Lame. Se aleja y se mete entre las piernas de su amo. En la habitación contigua, mira una mesa con mandos electrónicos: un reflector, un recipiente, una radio, un somier y varios ganchos con cadenas en la pared. Al otro lado de la ventana hay una calle oscura y fría, donde el viento sopla con una violencia que puede levantar piedras y arrojarlas contra las puertas.
Un torturador se le acerca por la espalda y la encapucha. Otro la manosea por todas partes y le esposa las muñecas. Aquí comienza el ritual de la tortura. Primero es el simulacro de fusilamiento, después el submarino en el recipiente de orines y escupitajos. La inclinan y sumergen en la "bañera", tirando de sus pezones con ganchos de hierro. Ella, a punto de asfixiarse, abre la boca y se desmaya.
Le sacan la capucha...
Recobra el conocimiento y percibe voces lejanas, como despertando de una pesadilla. Está atada al somier, los brazos y las piernas abiertas. Clava la mirada en el techo y tiene la sensación de estar flotando a cielo abierto. La sombra de un hombre cruza por sus ojos y la brasa de un cigarrillo desciende hasta su pecho. Ella lanza un alarido y ellos suben el volumen de la radio.
Le recorren la picana de punta a punta. La picana tiene dos cables bien trenzados, bien empalmados. Uno le aplican en la boca y el otro en el ano. A la primera descarga, ella siente estallar su cabeza y cuerpo en esquirlas. Seguidamente, hombres y perro la violan hasta reventarla por dentro. No conformes con esto, unos le orinan en la cara y otros le descargan golpes de culata. La levantan esparciendo su sangre en el vacío y la arrastran por unos pasillos hasta la última celda; allí estará incomunicada, las manos esposadas a la pared y sin más consuelo que pan y agua.
Cuando despierte de su horrible pesadilla, mirará un rayito de luz atravesando la oscuridad de la celda. Se tocará el cuerpo que parece inexistente y, mientras un hilo de sangre le escape por los labios, repetirá: "Me podrán matar, pero no morir...".

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