Macedonio Fernández y Borges
conversación
Jorge Luis Borges - Oswaldo Ferrari
-Esta vez me gustaría que nos ocupáramos, Borges, de un hombre que los argentinos no terminan de conocer, y de quien usted ha dicho que aún no se ha escrito su biografía. Hablo de Macedonio Fernández. -Yo
heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Hicieron juntos la
carrera de abogacía, y recuerdo, de chico, cuando volvimos de Europa -esto
fue el año 1.920-, ahí estaba Macedonio Fernández esperándonos en la dársena.
De modo que, bueno, ahí estaba la patria. Ahora, cuando me fui de Europa,
la última gran amistad mía fue la amistad tutelar de Rafael Cansinos Asséns.
Y yo pensé: ahora me despido de todas las bibliotecas de Europa. Porque
Cansinos me dijo: Puedo saludar las estrellas en diecisiete idiomas clásicos
y modernos". Qué linda manera de decir puedo hablar, conozco
diecisiete idiomas, ¿no?; "puedo saludar las estrellas", lo
cual ya da algo de eternidad y de vastedad, ¿no? Yo pensé, cuando me
despedí de Cansinos Asséns -aquello ocurrió en Madrid, cerca de la
calle de la Morería, donde él vivía, sobre el viaducto (yo escribí algún
poema sobre eso)-, pensé, bueno, ahora vuelvo a la patria. Pero cuando lo
conocí a Macedonio, pensé: realmente no he perdido nada, porque aquí
hay un hombre que de algún modo puede reemplazar a Cansinos Asséns. No
un hombre que puede saludar a las estrellas en muchos idiomas, o que ha leído
mucho, pero sí un hombre que vive dedicado al pensamiento; y vive
dedicado a pensar esos problemas esenciales que se llaman -no sin ambición-
la filosofía ola metafísica. Macedonio vivía pensando, de igual modo
que Xul Solar vivía recreando y reformando el mundo. Macedonio me dijo
que él escribía para ayudarse a pensar. Es decir, él no pensó nunca en
publicar. Es verdad que, en vida, salió un libro suyo, Papeles de Recién
venido, pero eso se debe a una generosa conspiración tramada por Alfonso
Reyes, que ayudó a tantos escritores argentinos. Y... me ayudó a mí,
desde luego. Pero también hizo posible esa primera publicación de un
libro de Macedonio Fernández. Yo le "robé" un poco los papeles
a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en
publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a
pensar, y le daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de
una pensión a otra -por razones, bueno, fácilmente adivinables, ¿no?-,
y eran siempre pensiones, o del barrio de los Tribunales o del barrio del
Once, donde había nacido, y abandonaba allí sus escritos. Entonces,
nosotros lo recriminábamos Por eso, porque él se escapaba de una pensión
y dejaba un alto de manuscritos, y eso se perdía. Nosotros le decíamos:
"Pero Macedonio, ¿por qué hacés eso?"; entonces él, con
sincero asombro, nos decía: "¿Pero ustedes creen que yo puedo
pensar algo nuevo? Ustedes tienen que saber que siempre estoy pensando las
mismas cosas, yo no pierdo nada. Volveré a pensar en tal pensión del
Once lo que pensé en otra antes, ¿no? Pensaré en la calle Jujuy lo que
pensaba en la calle Misiones". -Pero
usted ha dicho que la conversación de Macedonio lo impresionó... -Era
lo principal, sí; yo nunca he oído a una persona cuyo diálogo
impresionara más, y un hombre más lacónico que él. Casi mudo, casi
silencioso. Nos reuníamos para escucharlo todos los sábados en una
confitería que está o estaba en la esquina de Rivadavia y Jujuy: La
Perla. Nos reuníamos más o menos alrededor de medianoche, y nos quedábamos
hasta el alba oyéndolo a Macedonio. Y Macedonio hablaba cuatro o cinco
veces cada noche, y cada cosa que decía, él la atribuía -por cortesía-
al interlocutor. De modo que empezaba siempre diciendo -él era muy
criollo para hablar-: "Vos habrás observado, sin duda"; y luego
una observación en la que el otro nunca había pensado (ríen ambos).
Pero a Macedonio le parecía más... más cortés atribuir sus
pensamientos al otro, y no decir "yo he pensado tal cosa",
porque le parecía una forma de presunción o de vanidad. -Atribuía
también su inteligencia a la inteligencia de todos los argentinos. -Sí,
también, sí. -Yo
recuerdo que usted ha comparado con Adán a dos hombres. -Es
cierto. -A
Whitman y a Macedonio. -Es
cierto. -En
el caso de Macedonio, por su capacidad para pensar y resolver los
problemas fundamentales. -Y en el caso de Whitman, por el hecho de, bueno, de descubrir el mundo, ¿no? En el caso de Whitman, uno tiene la impresión de que él ve todo por primera vez, que es lo que debe de haber sentido Adán. Y lo que sentimos todos cuando somos chicos, ¿no?: vamos descubriendo todo. -Y esa admiración que sintió usted por Macedonio, de alguna manera fue equivalente a la que sintió por Xul Solar, ha dicho varias veces, creo. -Sí, pero Macedonio se asombraba de las cosas y quería explicárselas. En cambio, Xul Solar más bien sentía cierta indignación y quería reformar todo. Es decir, era un reformador universal, ¿no?. Xul Solar y Macedonio no se parecían en nada, se conocieron -realmente esperábamos mucho de ese encuentro- y nos sentimos defraudados, porque a Xul Solar, Macedonio le pareció un argentino igual a todos los argentinos. En cambio, Macedonio Fernández dijo -lo cual, de algún modo es más cruel-: "Xul Solar es un hombre que merece todo respeto y toda lástima". Entonces, ellos no se "encontraron", de hecho. Pero creo que después llegaron a ser amigos, pero el primer encuentro fue más bien, y... un desencuentro, como si no se hubieran visto. Eran dos hombres de genio, pero, a primera vista, invisibles el uno para el otro. -Es curioso. Ahora, usted dijo también que Macedonio identificaba los sueños, lo onírico, con la esencia del ser. Últimamente usted identificó, también, el acto de escribir con el de soñar. -Es que yo no sé si hay una diferencia esencial, creo que esa frase "Ia vida es sueño", es estrictamente real. Ahora,
lo que cabe preguntar es si hay un soñador, o si es simplemente un... ¿cómo
podemos decir?: un soñarse, ¿no? Es decir, si hay un sueño que se sueña...
quizás el sueño sea algo impersonal, bueno, como la lluvia, por ejemplo,
o como la nieve, o como el cambio de las estaciones. Es algo que sucede,
pero no le sucede a nadie; eso quiere decir que no hay Dios, pero que habría
ese largo sueño que podemos llamar "Dios" también, si queremos.
Supongo que la diferencia sería ésa, ¿no? Ahora, Macedonio negaba el yo.
Bueno, también lo negó Hume, y el budismo, curiosamente, lo niega también.
Qué raro, porque los budistas no creen estrictamente en la transmigración
-en las transmigraciones del alma-, creen, más bien, que cada individuo,
durante su vida, fabrica un organismo mental que es el "karma".
Que luego ese organismo mental es heredado por otro. Pero, en general, se
supone que no; por ejemplo, creo que los hindúes que no son budistas
imaginan que no, que hay un alma que va pasando por diversas
transmigraciones, es decir, que va alojándose en diversos cuerpos, que va
renaciendo y muriendo. Por eso, el dios Shiva -aquí hay una imagen cerca,
que usted podrá ver-, un dios danzante, con seis brazos, bueno, es el
dios de la muerte y la generación; ya que se supone que ambas cosas son
idénticas, que cuando usted muere, otro hombre es engendrado, y si usted
engendra, usted engendra para la muerte, ¿no?; de modo que el dios de la
generación es también el dios de la muerte. -Cierto. Me pareció también significativo, Borges, el sentido que usted le da a la soledad de Macedonio. A la nobleza de esa soledad, que usted asocia, en este caso, con el carácter de los argentinos, antes, digamos, de la llegada de la radio, la televisión y hasta del teléfono. -Es
cierto; quizá la gente antes estuviera más acostumbrada a la soledad. Y
si eran estancieros, de hecho vivían solos buena parte del año, o buena
parte de la vida, ya que, bueno, ¿qué serían los peones?, gente muy
inculta, el diálogo sería imposible con ellos. Cada estanciero estaría,
bueno, un poco sería un Robinson Crusoe de la llanura, ¿no?, o de las
cuchillas, o de lo que fuera. Pero, quizás hayamos perdido ahora el hábito
de la soledad, ¿no? -Creo
que sí. -Sobretodo,
la gente ahora precisa estar continuamente acompañada, y acompañada,
bueno, por la radio: por nosotros (ríe), ¡qué vamos a hacer! (ríe). -Ilusoriamente
acompañada. -Sí,
ilusoriamente acompañada, pero, espero que, en este caso, gratamente
acompañada. -Hay
algo de real en esta compañía radial. -Y,
si no, qué sentido tienen nuestros diálogos, si no son gratos para otros. -Naturalmente.
Me llamó la atención, también, el que usted le atribuye a Macedonio la
creencia de que Buenos Aires y su gente no podían equivocarse políticamente. -Bueno...
en nada. Pero, quizá, era una exacerbación del nacionalismo de Macedonio;
un disparate, realmente. Por ejemplo, él quería -felizmente no lo logró-
que todos firmáramos: Fulano de Tal, artista de Buenos Aires. Pero eso no
lo hizo nadie, es natural (ríen ambos). Otro ejemplo: si un libro era
popular, él decía que el autor era bueno porque Buenos Aires no puede
equivocarse. Y así él pasó, de la noche a la mañana, literalmente, del
culto de Yrigoyen al culto del general Uriburu. Desde el momento en que la
revolución había sido aceptada, entonces, bueno, estaba bien, él no podía
censurarla. Y él pensaba lo mismo de actores populares: desde el momento
en que eran populares, tenían que ser buenos; lo cual es un error, bueno,
somos capaces de error, ya lo hemos demostrado. -Pero
usted decía que su madre le señaló a Macedonio que había sido
partidario de todos los presidentes de la República. -Sí,
pero él se hizo partidario de ellos, no para obtener nada de ellos, sino
porque él no quería suponer que un presidente hubiera sido elegido sin
que esa elección fuera justa. Y eso lo ayudó a aceptar todo (ríe).
Bueno, mejor no abundar en ejemplos, ¿no? -Ahora
bien, si éste es un país con sentido de lo metafísico, y Buenos Aires
una ciudad que por sus orígenes tiene que ver con lo metafísico, bueno,
yo vinculo a Macedonio con la percepción de lo metafísico que se tiene
aquí, desde Buenos Aires. -Yo
no sé, ¿existe esa percepción? Y, posiblemente..., yo no he observado
eso. -Bueno,
yo lo veo en la lectura que hago de Macedonio. -¡Ah!,
bueno, eso sí. Pero no sé si Macedonio no es una excepción. -Yo
creo que sí es una excepción. -Bueno,
como todo hombre genial lo es, desde luego, ¿no? -Sí,
ahora usted ha sentido a lo largo del tiempo, casi, diría yo, la obligación
de dejar su testimonio sobre él, sobre Macedonio. -Sí,
y no lo he hecho del todo. Precisamente, porque es tan personal que no sé
si puede comunicarse: es como un sabor, o como un color; si el otro no ha
visto ese color, si el otro no ha percibido ese sabor, las definiciones
son inútiles. Y en el caso de Macedonio, creo que quienes no, bueno,'
quienes no oyen su voz al leerlo, no lo leen realmente. Y yo puedo, yo
recuerdo muy precisamente la voz de Macedonio Fernández, y puedo, bueno,
retrotraer esa palabra escrita a su palabra oral. Y otros no, no pueden,
lo encuentran confuso o incomprensible directamente. -Sí,
pero fíjese, es muy curioso.- yo podría decir que si uno comprende, o ha
registrado a Macedonio, se hace más fácil comprender particularidades de
miembros de nuestra sociedad, de nuestra familia, de nuestro tipo de
hombre. Lo veo de alguna manera... -Y,
puede ser, a él le hubiera gustado mucho esa idea, él la habría
aprobado. Yo no sé si es cierta o no; para mí es tan único Macedonio.
Bueno, puedo decirle esto: nosotros lo veíamos cada sábado, y yo tenía
la semana entera, yo hubiera podido ir a visitarlo, bueno, vivía cerca de
casa, él me invitó a hacerlo... yo pensé que no, que no iba a usar el
privilegio -era mejor esperar toda la semana, y saber que esa semana sería
coronada por el encuentro con Macedonio-. Entonces yo me abstenía de
verlo, salía a caminar, me acostaba temprano y leía, leía muchísimo
-en alemán sobre todo-, no quería olvidar el alemán que me habían enseñado
en Ginebra para leer a Schopenhauer. Bueno, yo leía muchísimo, me
acostaba temprano para leer, o salía a caminar solo -en aquel tiempo,
aquello podía hacerse sin ningún peligro, ya que no había asaltos, ni
nada de eso, una época mucho más tranquila que la actual-, y yo sabía
que, bueno, "qué importa lo que me pase esta noche, si llegaré al sábado,
y el sábado voy a conversar con Macedonio Fernández". Con los
amigos decíamos: ¡Qué suerte la nuestra!, haber nacido en la misma
ciudad, en la misma época, en el mismo ambiente que Macedonio. Hubiéramos
podido perder eso -que es lo que piensa un hombre cuando se enamora, también,
¿no?: qué suerte ser contemporáneo de Fulana de Tal, sin duda, única (ríe)
en el tiempo y en el espacio, ¿no?-. Bueno, eso lo sentíamos con
Macedonio Fernández un pequeño grupo. Creo que después de su muerte,
empezaron a aparecer amigos íntimos de él que no lo habían visto en la
vida; pero eso siempre ocurre cuando muere una persona ilustre, ¿no?, una
persona famosa. Aparecen desconocidos que dicen ser amigos íntimos. Y yo
recuerdo el caso de un amigo -no tengo por qué mencionar su nombre- que
nos había oído hablar de Macedonio. A ese amigo mío le gustaba la
nostalgia, y entonces dijo y llegó a creer que él había sido amigo de
Macedonio Fernández, y sintió la nostalgia de esas tertulias de los sábados,
de la confitería La Perla, y él no había asistido nunca a ellas, no lo
conocía a Macedonio ni siquiera de vista. Pero no importa, ya que él
necesitaba nostalgia, bueno, él dio alimento a su nostalgia de este modo.
Y él hablaba conmigo de Macedonio, y yo sabía que no se habían conocido
nunca. Claro, yo seguía ese diálogo. -Una
nostalgia creativa, diríamos. -Sí,
una nostalgia creativa, sí. -Yo
seguiría, Borges, conversando con usted sobre Macedonio ilimitadamente,
pero... -¿Por
qué no, en forma ilimitada, de todos los temas? -Tenemos,
por hoy, que dejar de conversar, ¿nos despedimos, entonces, hasta el próximo
viernes? -Sí,
cómo no, espero ese viernes con ansiedad.
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