Macedonio Fernández y Borges

 

 

conversación Jorge Luis Borges - Oswaldo Ferrari  
Diálogos 
Barcelona, Seix Barral, 1992 (pags. 37 a 43) 

 

-Esta vez me gustaría que nos ocupáramos, Borges, de un hombre que los argentinos no terminan de conocer, y de quien usted ha dicho que aún no se ha escrito su biografía. Hablo de Macedonio Fernández. 

-Yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Hicieron juntos la carrera de abogacía, y recuerdo, de chico, cuando volvimos de Europa -esto fue el año 1.920-, ahí estaba Macedonio Fernández esperándonos en la dársena. De modo que, bueno, ahí estaba la patria. Ahora, cuando me fui de Europa, la última gran amistad mía fue la amistad tutelar de Rafael Cansinos Asséns. Y yo pensé: ahora me despido de todas las bibliotecas de Europa. Porque Cansinos me dijo: Puedo saludar las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos". Qué linda manera de decir puedo hablar, conozco diecisiete idiomas, ¿no?; "puedo saludar las estrellas", lo cual ya da algo de eternidad y de vastedad, ¿no? Yo pensé, cuando me despedí de Cansinos Asséns -aquello ocurrió en Madrid, cerca de la calle de la Morería, donde él vivía, sobre el viaducto (yo escribí algún poema sobre eso)-, pensé, bueno, ahora vuelvo a la patria. Pero cuando lo conocí a Macedonio, pensé: realmente no he perdido nada, porque aquí hay un hombre que de algún modo puede reemplazar a Cansinos Asséns. No un hombre que puede saludar a las estrellas en muchos idiomas, o que ha leído mucho, pero sí un hombre que vive dedicado al pensamiento; y vive dedicado a pensar esos problemas esenciales que se llaman -no sin ambición- la filosofía ola metafísica. Macedonio vivía pensando, de igual modo que Xul Solar vivía recreando y reformando el mundo. Macedonio me dijo que él escribía para ayudarse a pensar. Es decir, él no pensó nunca en publicar. Es verdad que, en vida, salió un libro suyo, Papeles de Recién venido, pero eso se debe a una generosa conspiración tramada por Alfonso Reyes, que ayudó a tantos escritores argentinos. Y... me ayudó a mí, desde luego. Pero también hizo posible esa primera publicación de un libro de Macedonio Fernández. Yo le "robé" un poco los papeles a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a pensar, y le daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de una pensión a otra -por razones, bueno, fácilmente adivinables, ¿no?-, y eran siempre pensiones, o del barrio de los Tribunales o del barrio del Once, donde había nacido, y abandonaba allí sus escritos. Entonces, nosotros lo recriminábamos Por eso, porque él se escapaba de una pensión y dejaba un alto de manuscritos, y eso se perdía. Nosotros le decíamos: "Pero Macedonio, ¿por qué hacés eso?"; entonces él, con sincero asombro, nos decía: "¿Pero ustedes creen que yo puedo pensar algo nuevo? Ustedes tienen que saber que siempre estoy pensando las mismas cosas, yo no pierdo nada. Volveré a pensar en tal pensión del Once lo que pensé en otra antes, ¿no? Pensaré en la calle Jujuy lo que pensaba en la calle Misiones". 
 

-Pero usted ha dicho que la conversación de Macedonio lo impresionó... 
 

-Era lo principal, sí; yo nunca he oído a una persona cuyo diálogo impresionara más, y un hombre más lacónico que él. Casi mudo, casi silencioso. Nos reuníamos para escucharlo todos los sábados en una confitería que está o estaba en la esquina de Rivadavia y Jujuy: La Perla. Nos reuníamos más o menos alrededor de medianoche, y nos quedábamos hasta el alba oyéndolo a Macedonio. Y Macedonio hablaba cuatro o cinco veces cada noche, y cada cosa que decía, él la atribuía -por cortesía- al interlocutor. De modo que empezaba siempre diciendo -él era muy criollo para hablar-: "Vos habrás observado, sin duda"; y luego una observación en la que el otro nunca había pensado (ríen ambos). Pero a Macedonio le parecía más... más cortés atribuir sus pensamientos al otro, y no decir "yo he pensado tal cosa", porque le parecía una forma de presunción o de vanidad. 
 

-Atribuía también su inteligencia a la inteligencia de todos los argentinos. 
 

-Sí, también, sí. 
 

-Yo recuerdo que usted ha comparado con Adán a dos hombres. 
 

-Es cierto. 
 

-A Whitman y a Macedonio. 
 

-Es cierto. 
 

-En el caso de Macedonio, por su capacidad para pensar y resolver los problemas fundamentales. 
 

-Y en el caso de Whitman, por el hecho de, bueno, de descubrir el mundo, ¿no? En el caso de Whitman, uno tiene la impresión de que él ve todo por primera vez, que es lo que debe de haber sentido Adán. Y lo que sentimos todos cuando somos chicos, ¿no?: vamos descubriendo todo. 

-Y esa admiración que sintió usted por Macedonio, de alguna manera fue equivalente a la que sintió por Xul Solar, ha dicho varias veces, creo. 

-Sí, pero Macedonio se asombraba de las cosas y quería explicárselas. En cambio, Xul Solar más bien sentía cierta indignación y quería reformar todo. Es decir, era un reformador universal, ¿no?. Xul Solar y Macedonio no se parecían en nada, se conocieron -realmente esperábamos mucho de ese encuentro- y nos sentimos defraudados, porque a Xul Solar, Macedonio le pareció un argentino igual a todos los argentinos. En cambio, Macedonio Fernández dijo -lo cual, de algún modo es más cruel-: "Xul Solar es un hombre que merece todo respeto y toda lástima". Entonces, ellos no se "encontraron", de hecho. Pero creo que después llegaron a ser amigos, pero el primer encuentro fue más bien, y... un desencuentro, como si no se hubieran visto. Eran dos hombres de genio, pero, a primera vista, invisibles el uno para el otro. 

-Es curioso. Ahora, usted dijo también que Macedonio identificaba los sueños, lo onírico, con la esencia del ser. Últimamente usted identificó, también, el acto de escribir con el de soñar. 

-Es que yo no sé si hay una diferencia esencial, creo que esa frase "Ia vida es sueño", es estrictamente real. 

Ahora, lo que cabe preguntar es si hay un soñador, o si es simplemente un... ¿cómo podemos decir?: un soñarse, ¿no? Es decir, si hay un sueño que se sueña... quizás el sueño sea algo impersonal, bueno, como la lluvia, por ejemplo, o como la nieve, o como el cambio de las estaciones. Es algo que sucede, pero no le sucede a nadie; eso quiere decir que no hay Dios, pero que habría ese largo sueño que podemos llamar "Dios" también, si queremos. Supongo que la diferencia sería ésa, ¿no? Ahora, Macedonio negaba el yo. Bueno, también lo negó Hume, y el budismo, curiosamente, lo niega también. Qué raro, porque los budistas no creen estrictamente en la transmigración -en las transmigraciones del alma-, creen, más bien, que cada individuo, durante su vida, fabrica un organismo mental que es el "karma". Que luego ese organismo mental es heredado por otro. Pero, en general, se supone que no; por ejemplo, creo que los hindúes que no son budistas imaginan que no, que hay un alma que va pasando por diversas transmigraciones, es decir, que va alojándose en diversos cuerpos, que va renaciendo y muriendo. Por eso, el dios Shiva -aquí hay una imagen cerca, que usted podrá ver-, un dios danzante, con seis brazos, bueno, es el dios de la muerte y la generación; ya que se supone que ambas cosas son idénticas, que cuando usted muere, otro hombre es engendrado, y si usted engendra, usted engendra para la muerte, ¿no?; de modo que el dios de la generación es también el dios de la muerte. 
 

-Cierto. Me pareció también significativo, Borges, el sentido que usted le da a la soledad de Macedonio. A la nobleza de esa soledad, que usted asocia, en este caso, con el carácter de los argentinos, antes, digamos, de la llegada de la radio, la televisión y hasta del teléfono. 

-Es cierto; quizá la gente antes estuviera más acostumbrada a la soledad. Y si eran estancieros, de hecho vivían solos buena parte del año, o buena parte de la vida, ya que, bueno, ¿qué serían los peones?, gente muy inculta, el diálogo sería imposible con ellos. Cada estanciero estaría, bueno, un poco sería un Robinson Crusoe de la llanura, ¿no?, o de las cuchillas, o de lo que fuera. Pero, quizás hayamos perdido ahora el hábito de la soledad, ¿no? 
 

-Creo que sí. 
 

-Sobretodo, la gente ahora precisa estar continuamente acompañada, y acompañada, bueno, por la radio: por nosotros (ríe), ¡qué vamos a hacer! (ríe). 
 

-Ilusoriamente acompañada. 
 

-Sí, ilusoriamente acompañada, pero, espero que, en este caso, gratamente acompañada. 
 

-Hay algo de real en esta compañía radial. 
 

-Y, si no, qué sentido tienen nuestros diálogos, si no son gratos para otros. 
 

-Naturalmente. Me llamó la atención, también, el que usted le atribuye a Macedonio la creencia de que Buenos Aires y su gente no podían equivocarse políticamente. 
 

-Bueno... en nada. Pero, quizá, era una exacerbación del nacionalismo de Macedonio; un disparate, realmente. Por ejemplo, él quería -felizmente no lo logró- que todos firmáramos: Fulano de Tal, artista de Buenos Aires. Pero eso no lo hizo nadie, es natural (ríen ambos). Otro ejemplo: si un libro era popular, él decía que el autor era bueno porque Buenos Aires no puede equivocarse. Y así él pasó, de la noche a la mañana, literalmente, del culto de Yrigoyen al culto del general Uriburu. Desde el momento en que la revolución había sido aceptada, entonces, bueno, estaba bien, él no podía censurarla. Y él pensaba lo mismo de actores populares: desde el momento en que eran populares, tenían que ser buenos; lo cual es un error, bueno, somos capaces de error, ya lo hemos demostrado. 
 

-Pero usted decía que su madre le señaló a Macedonio que había sido partidario de todos los presidentes de la República. 
 

-Sí, pero él se hizo partidario de ellos, no para obtener nada de ellos, sino porque él no quería suponer que un presidente hubiera sido elegido sin que esa elección fuera justa. Y eso lo ayudó a aceptar todo (ríe). Bueno, mejor no abundar en ejemplos, ¿no? 
 

-Ahora bien, si éste es un país con sentido de lo metafísico, y Buenos Aires una ciudad que por sus orígenes tiene que ver con lo metafísico, bueno, yo vinculo a Macedonio con la percepción de lo metafísico que se tiene aquí, desde Buenos Aires. 
 

-Yo no sé, ¿existe esa percepción? Y, posiblemente..., yo no he observado eso. 
 

-Bueno, yo lo veo en la lectura que hago de Macedonio. 
 

-¡Ah!, bueno, eso sí. Pero no sé si Macedonio no es una excepción. 
 

-Yo creo que sí es una excepción. 
 

-Bueno, como todo hombre genial lo es, desde luego, ¿no? 
 

-Sí, ahora usted ha sentido a lo largo del tiempo, casi, diría yo, la obligación de dejar su testimonio sobre él, sobre Macedonio. 
 

-Sí, y no lo he hecho del todo. Precisamente, porque es tan personal que no sé si puede comunicarse: es como un sabor, o como un color; si el otro no ha visto ese color, si el otro no ha percibido ese sabor, las definiciones son inútiles. Y en el caso de Macedonio, creo que quienes no, bueno,' quienes no oyen su voz al leerlo, no lo leen realmente. Y yo puedo, yo recuerdo muy precisamente la voz de Macedonio Fernández, y puedo, bueno, retrotraer esa palabra escrita a su palabra oral. Y otros no, no pueden, lo encuentran confuso o incomprensible directamente. 
 

-Sí, pero fíjese, es muy curioso.- yo podría decir que si uno comprende, o ha registrado a Macedonio, se hace más fácil comprender particularidades de miembros de nuestra sociedad, de nuestra familia, de nuestro tipo de hombre. Lo veo de alguna manera... 
 

-Y, puede ser, a él le hubiera gustado mucho esa idea, él la habría aprobado. Yo no sé si es cierta o no; para mí es tan único Macedonio. Bueno, puedo decirle esto: nosotros lo veíamos cada sábado, y yo tenía la semana entera, yo hubiera podido ir a visitarlo, bueno, vivía cerca de casa, él me invitó a hacerlo... yo pensé que no, que no iba a usar el privilegio -era mejor esperar toda la semana, y saber que esa semana sería coronada por el encuentro con Macedonio-. Entonces yo me abstenía de verlo, salía a caminar, me acostaba temprano y leía, leía muchísimo -en alemán sobre todo-, no quería olvidar el alemán que me habían enseñado en Ginebra para leer a Schopenhauer. Bueno, yo leía muchísimo, me acostaba temprano para leer, o salía a caminar solo -en aquel tiempo, aquello podía hacerse sin ningún peligro, ya que no había asaltos, ni nada de eso, una época mucho más tranquila que la actual-, y yo sabía que, bueno, "qué importa lo que me pase esta noche, si llegaré al sábado, y el sábado voy a conversar con Macedonio Fernández". Con los amigos decíamos: ¡Qué suerte la nuestra!, haber nacido en la misma ciudad, en la misma época, en el mismo ambiente que Macedonio. Hubiéramos podido perder eso -que es lo que piensa un hombre cuando se enamora, también, ¿no?: qué suerte ser contemporáneo de Fulana de Tal, sin duda, única (ríe) en el tiempo y en el espacio, ¿no?-. Bueno, eso lo sentíamos con Macedonio Fernández un pequeño grupo. Creo que después de su muerte, empezaron a aparecer amigos íntimos de él que no lo habían visto en la vida; pero eso siempre ocurre cuando muere una persona ilustre, ¿no?, una persona famosa. Aparecen desconocidos que dicen ser amigos íntimos. Y yo recuerdo el caso de un amigo -no tengo por qué mencionar su nombre- que nos había oído hablar de Macedonio. A ese amigo mío le gustaba la nostalgia, y entonces dijo y llegó a creer que él había sido amigo de Macedonio Fernández, y sintió la nostalgia de esas tertulias de los sábados, de la confitería La Perla, y él no había asistido nunca a ellas, no lo conocía a Macedonio ni siquiera de vista. Pero no importa, ya que él necesitaba nostalgia, bueno, él dio alimento a su nostalgia de este modo. Y él hablaba conmigo de Macedonio, y yo sabía que no se habían conocido nunca. Claro, yo seguía ese diálogo. 
 

-Una nostalgia creativa, diríamos. 
 

-Sí, una nostalgia creativa, sí. 
 

-Yo seguiría, Borges, conversando con usted sobre Macedonio ilimitadamente, pero... 
 

-¿Por qué no, en forma ilimitada, de todos los temas? 
 

-Tenemos, por hoy, que dejar de conversar, ¿nos despedimos, entonces, hasta el próximo viernes? 
 

-Sí, cómo no, espero ese viernes con ansiedad.