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PERSONALISMO

(De Maritain a Juan Pablo II)

 

Rev. Padre Basilio Méramo

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   La importancia y necesidad de conocer las ideas que nutren el pensamiento y el actuar del Papa Juan Pablo II nos lleva a esta breve exposición sobre el personalismo. 

   El personalismo consiste, en síntesis, en la exaltación del hombre como persona humana, ésto es la exaltación de la persona humana en cuanto tal.  El personalismo es la sobreestimación de la dignidad de la persona humana y de la libertad como la expresión máxima de tal dignidad.  El personalismo pretende que la persona humana, ut sic (como tal), dice relación directa con lo Absoluto (con Dios).  De modo que la persona humana tiene una comunicación directa e inmediata con Dios, la cual está exigida por la condición de la misma persona.  Así el personalismo usurpa el orden sobrenatural en nombre de la dignidad de la persona humana, pues la comunicación directa e inmediata del hombre con Dios no se verifica en el orden sobrenatural y de ningún modo en el orden natural, y esto como miembro de la Iglesia.  El personalismo intenta alcanzar la felicidad temporal de la humanidad en un contexto de suficiencia y de autonomía absoluta del hombre,  considerando dos polos en el hombre: uno el polo material de la individualidad y otro el polo espiritual, el de la personalidad.  El personalismo opone así en el hombre concreto singular, la individualidad y la personalidad, afirmando como lógica consecuencia la distinción y oposición entre individuo y persona. 

   Brevemente, esta oposición entre individuo (lo material) y persona (lo espiritual) en el hombre, viene de un error filosófico que consiste en confundir principio de individuación con principio de individualidad.  Para los filósofos, el principio de individuación (individualidad de  naturaleza o individualidad «secundum quid») limita, restringe la forma, hace además incomunicable la naturaleza específica y distingue de los otros seres de la misma especie.  El principio individualización es producido por la materia dimensiva.  El principio de individualidad (individualidad propiamente tal o individualidad «simpliciter») proviene de la misma substancia cerrada y terminada.  Las substancias se individualizan por sí mismas, esto es, subsistiendo en sí mismas[1].  Esta individualidad significa el individuo en cuanto es un todo, un todo completo en la substancia, dice singularidad completa y subsistente, un individuo completo y terminado, incomunicable. 

   En los seres irracionales se llama supósito, a la individualidad de la substancia completa, terminada, y en los seres racionales, se le llama persona.  Subsistir separada e incomunicablemente es lo propio del individuo, que se llama supósito si se trata de seres irracionales o persona si son seres racionales.  La individualidad se identifica formalmente con la incomunicabilidad, y por tanto, hablar de suposito en las sustancias irracionales y de persona en las racionales, es individualizar en forma completa como es incomunicar en forma completa.

   De otra parte, esta distinción entre individuo (polo material) y persona (polo espiritual), en el hombre proviene de considerar la materia como causa de imperfección, como los gnósticos que ven en la materialidad, el resultado de una caída ontológica y hacen de la materia el principio de todo mal.  Por eso el personalismo, en vez de colocar la perfección moral del hombre en la ordenación de su conducta a la ley divina, tiende a hacerla residir en una liberación de la materia y en vez de hacer residir el pecado en un apartarse de la ley de Dios, lo hace consistir en una caída en la materialidad.  De aquí la necesidad profunda de distinguir y oponer en el hombre el individuo y la persona, el uno como principio de imperfección y pecado (polo material), el otro como principio de perfección y bien (polo espiritual). 

   La noción de persona, si bien encierra una perfección, puesto que persona significa lo que es perfectísimo en toda naturaleza, a saber, un ser que subsiste en la naturaleza racional[2], no obstante, esto no implica todo aquello que el personalismo con Maritain a la cabeza pretende afirmar. 

   Es cierto que la persona como tal tiene una dignidad de naturaleza racional, pero esto no implica la dignidad moral que depende del fin.  El hombre no es simplemente bueno por el solo hecho de ser persona sino por la conformidad de su obrar con el fin.  La dignidad moral le viene a la persona humana de la conformidad de su operación con el fin.  Sólo así es bueno y digno moralmente. 

   Luego, es necesario no confundir la doble dignidad que encierra el hombre, la ontológica y la moral; esta última es la que lo hace ser bueno.  De modo que la dignidad del hombre no está únicamente en ser libre, sino que del ejercicio de su libertad dependerá su dignidad o su indignidad.  Para el personalismo el fin de la ley no es la sujeción al bien común sino a la libertad como valor personal.  El personalismo pondera la libertad en contra de su verdadera dignidad, ve en la libertad la máxima expresión de la dignidad de la persona.  Cabe así destacar el trascendentalismo radical del personalismo, en primer lugar por cuanto la persona humana se ordenaría directamente a Dios.  La persona humana exige el consorcio con la divinidad en la cual se perfecciona.  En segundo lugar, la persona excluye toda condición de parte, es un todo ontológico-moral independiente o insubordinable, un todo libre; quedando así, manifiesto el trascendentalismo radical del personalismo. 

   El carácter trascendental está dado por la ordenación directa e inmediata de la persona humana hacia Dios.  El personalismo pretende que la persona humana, en cuanto tal, tiene derecho a una comunicación directa e inmediata con Dios.  Es una exigencia de la persona humana.  La persona humana como tal supera los límites de la creatura alcanzando lo Absoluto.  La dignidad de la persona humana, del hombre como tal, reclama la exigencia de alcanzar a Dios.  La comunicación directa e inmediata del hombre con Dios es exigida. 

   Como fundamento filosófico de esta exigencia y derecho de alcanzar a Dios, tenemos la concepción del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios (Gén. 1,26).  El hombre hecho a imagen de Dios, reclama por sí mismo el volver a El, su principio.  Esta es en el fondo la idea principal que sustenta filosóficamente el personalismo. 

   La dignidad de la persona humana le viene por el hecho de ser creada a imagen de su Principio (Dios).  La comunicación directa e inmediata de la persona humana es exigida por su propia naturaleza. 

   La trascendencia radical del personalismo se basa en la dignidad de la persona humana hecha a imagen y semejanza de Dios.  De allí la exigencia del hombre como persona, capaz por sí, de alcanzar a Dios, de comunicarse directa e inmediatamente con El.  En un acto de entera libertad, expresión máxima de la dignidad, el hombre salido a imagen de Dios, vuelve a El. 

   Otra idea que está latente y que sirve de fundamento a la concepción personalista del hombre, es la de ser «capax Dei» (capaz de Dios), noción íntimamente ligada a la de imagen de Dios.  El fundamento filosófico del personalismo lo encontramos así en la tergiversación y mal comprensión de lo que es la imagen de Dios en el hombre y la de su capacidad de Dios. 

   La verdadera doctrina católica dice que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios.  San Basilio, San Jerónimo y otros Padres distinguen entre imagen y semejanza.  La imagen se refiere a los dones naturales: conocimiento y voluntad, la semejanza a los dones sobrenaturales: la gracia y virtudes junto con los dones del Espíritu Santo.  Para otros, imagen y semejanza es una expresión enfática, que significaría imagen bien hecha.  S. Tomás nos dice: «la semejanza de imagen procede, en la naturaleza humana, de su capacidad de Dios, esto es, de su aptitud para alcanzar a Dios mediante su propia operación de conocimiento y amor» (III-4-1-2).  El conocimiento y amor a Dios es doble, uno de orden natural y otro de orden sobrenatural.  En el orden natural Dios es conocido y amado como la Causa Primera de todos los seres.  En el orden sobrenatural, es conocido y amado en su divinidad.  Luego, pretender como en el personalismo, que la persona humana por su naturaleza es capaz de ordenarse directamente a Dios, es un error grave que no se distingue del pelagianismo.[3] La pretensión del personalismo que postula su teoría de la persona humana capaz de ordenarse y comunicarse con Dios, por actos propios y personales, es falsa, es el antiguo error pelagiano.  Es no ver la imposibilidad de la naturaleza creada para ordenarse y comunicarse directamente e inmediatamente con Dios en su divina Deidad.  La persona humana se ordena y comunica con Dios en su divina Deidad con actos propios y personales en el orden sobrenatural con la ayuda de la gracia y como miembro (parte) de la Iglesia, al menos in voto (de deseo).  El personalismo no tiene nada de esto en cuenta, se lanza con profundo optimismo y cae en el error cegado por la dignidad de la persona humana hecha a imagen de Dios, la cual exige en aras de la naturaleza el derecho a alcanzar y de gozar a Dios. 

   A este error de origen filosófico se suma otro de origen teológico.  El personalismo encuentra un nuevo fundamento para la exaltación de la persona humana y de su dignidad.  Así como en el plano filosófico el personalismo contó con Maritain, en el orden teológico tiene a Karl Rahner, el teólogo en el cual también se inspira Juan pablo II, para difundir el personalismo que inspira el ecumenismo de Vaticano II. 

   La falsa noción sobre la Encarnación, lleva a una redefinición de la Iglesia concebida como Pueblo de Dios.  Surge así una nueva eclesiología (doctrina de la Iglesia) acogida por el Concilio Vaticano II.  La concepción de Pueblo de Dios, si bien en cuanto a la expresión es bíblica, en cuanto al contenido es completamente nueva, teniendo como fundamento una falsa noción sobre la Encarnación.  Por el hecho de la Encarnación del Verbo, se produce una consagración de la Humanidad.  Al hacerse hombre el Verbo, la Humanidad ha quedado convertida real y ontológicamente en el pueblo de los hijos de Dios, aún antecedentemente a la santificación efectiva de cada uno por la gracia.  Este pueblo de Dios se extiende tanto como la Humanidad.  Antecede a la organización jurídica y social de lo que llamamos Iglesia.  Así, pues, donde y en la medida que haya pueblo de dios, hay también ya, radicalmente, Iglesia, y esto independientemente de la voluntad del individuo[4]

   Tenemos, entonces, que por el hecho de ser hombre, toda persona pertenece radicalmente a la Iglesia.  Esto constituye el Pueblo de Dios.  La justificación de cada hombre consiste en la toma de conciencia de su dignidad. 

   No en vano el Nuevo Derecho Canónico se define como «un gran esfuerzo para traducir al lenguaje canónico la eclesiología conciliar», para lo cual «ha requerido necesariamente el trabajo precedente del Concilio»[5] «De donde se sigue que lo que constituye la novedad sustancial del Concilio Vaticano II... especialmente en lo que se refiere a la eclesiología, viene a ser también la novedad del nuevo Código»[6].  Así se explica, dentro de este contexto, la concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios en el Nuevo Derecho Canónico, y cómo la Iglesia de Dios (el Pueblo de Dios) subsiste en la Iglesia Católica (Canon 204). 

   La Iglesia de Dios no subsiste en la Iglesia Católica, sino que es la Iglesia Católica.  En cambio la Iglesia como Pueblo de Dios es una realidad mucho más amplia, tanto como la humanidad entera formada por todos los hombres, más allá de sus creencias, gracias a la unión de cada hombre con Cristo y de Cristo con cada hombre por el hecho de la Encarnación. 

   Por esto Juan Pablo II en repetidas ocasiones dice: «El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (Gaudium et Spes). La Encarnación como expresión del amor de Dios, es el nuevo fundamento de la dignidad humana para todos» (L’Osservatore Romano, 07/08/88, pág. 7 col 2).  Esta dignidad de la persona humana constituye así los derechos y el plan de amor de Dios para el mundo que Juan Pablo II proclama en sus viajes: «Vengo para proclamar el Evangelio de Jesucristo a todos cuanto libremente deseen oírme, a anunciar nuevamente el plan de amor de Dios hacia el mundo, a proclamar una vez más el mensaje sobre la dignidad humana, con sus derechos humanos inalienables» (Ibid. pág. 7, col 3).  Por eso «La Iglesia está convencida de que presentando la Encarnación ante el pueblo de Dios con toda la fuerza de su ser, el género humano redescubrirá en este misterio de amor revelado de Dios la verdad que explica y dirige toda la actividad humana; sólo a la luz de la Encarnación tiene adecuada perspectiva toda la vida humana» (Ibid. pág. 8 col. 2).  Así, Juan Pablo II se esfuerza por «llevar la plenitud de la Palabra de Dios a la gente, dirigir su mirada hacia el misterio de Cristo, ayudarles a entender la dignidad humana y el significado de la vida en clave de redención es el supremo servicio de la Iglesia a la humanidad.  La Iglesia presta este servicio en nombre de Cristo y mediante el poder de su Espíritu.  Al mismo tiempo sabe, que como consecuencia del principio de la Encarnación -La unión de Cristo con cada ser humano -Ella debe constantemente unir a su actividad misionera y a todo su trabajo de evangelización un vasto programa para ayudar a combatir otras necesidades humanas» (Ibid. pág. 4, col. 2). 

   Es así como Juan Pablo II concibe la Iglesia y su misión evangelizadora.  Su error se origina en una falsa concepción de la Encarnación.  Jesucristo se ha unido a cada uno, para siempre, por medio de este misterio (Redemtor Hominis 13,3).  Por la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre (Redemtor Hominis 13, 1). 

Como es lógico, esta concepción de la Iglesia y de la Encarnación llevan al falso ecumenismo (p. ej. Asís) y a toda la actitud humanista y solidaria de Juan Pablo II con todos los hombres, por encima del error y la verdad, del bien y del mal.  Tal concepción es aquilatada y aprovechada para la erección de la religión universal que una a todos los hombres sin distinción de credos y dogmas. 

   No pretendemos haber agotado el tema, pero creemos haber mostrado el núcleo que sustenta el pensar y actuar de Juan Pablo II. 

   La libertad religiosa no es más que la formulación del principio postulado por el personalismo. 

   Las consecuencias del personalismo y de la dignidad humana en su doble fundamento filosófico y teológico, engendran esta Nueva Iglesia postconciliar y ecuménica, que llevan al indiferentismo y a la apostasía.

 

ÍNDICE DEL SITIO

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NOTAS

  • [1] S Th I - 29 - 1

  • [2] S Th. I-29-3

  • [3] Recomendamos leer la obra del P. Meinvielle «Crítica de la Concepción de Maritain sobre la Persona Humana», en la cual nos inspiramos, resumiendo aquí muchos puntos por él tratados.

  • [4] Ver: «La Iglesia y el Mundo Moderno» del P. Meinvielle.

  • [5] Const. Apost. «Sacrae disciplinae leges» ed. BAC. p. XXIX.

  • [6] Consta. Apost. «Sacrae disciplinae leges» ed. BAC. p. XXXIX.