DOCTRINA CATÓLICA
CATECISMO SOBRE EL MODERNISMO

PREFACIO PARA LA EDICIÓN DE
"FORTS DANS LA FOI"
   

   El hereje clásico Arrio, Nestorio y Lutero, pese a cierta veleidad para permanecer en la Iglesia Católica, hacía todo lo necesario para ser excluido de su seno: combatía abiertamente la verdad revelada cuyo depósito conserva la Iglesia. El hereje, o más bien, el «apóstata modernista, un abbé Loisy, un Teilhard de Chardin, niega conscientemente toda doctrina de la Iglesia pero abriga la voluntad de permanecer en Ella y adopta todos los medios necesarios para conservarse en su seno; disimula o finge, con la esperanza de llevar a cabo su objetivo de reformar la Iglesia por dentro, o, como escribía el jesuita Teilhard de Chardin, de rectificar la fe[1]. El rasgo común entre el modernista y los otros herejes es el hecho de negar toda la Revelación cristiana, pero, su particularidad consiste en que disimula su negación. Nunca lo sabremos bastante: el modernista es apóstata, más traidor.

   Me preguntaréis quizás: dado que el modernista adopta una actitud absolutamente desleal, ¿cómo es posible que se mantenga así durante toda la vida sin hacer añicos su equilibrio interior? ¿El equilibrio psicológico es compatible con una duplicidad mantenida indefinidamente y tocante a las cuestiones supremas? Debemos responder afirmativamente en lo que concierne a los jefes. Para la mayoría, o sea, los adictos, la cuestión del equilibrio psicológico, dentro de una hipocresía sin falla, es, sin duda, menos penetrante. Tanto más que esos secuaces cuando son sacerdotes lo que es frecuente termina generalmente por contraer matrimonio y por ello acaba su necesidad de fingir. En efecto, una vez casados pueden seguir siendo apóstatas; ya no son más modernistas. Queda claro: ya no tienen que guardar las apariencias del sacerdote católico. Para los jefes, los prelados que ejercen cargos importantes, el modernismo es practicable sin demasiados desgastes porque, sin duda, los distraen cómplices que jamás  descansan, y adulones infatigables. Al distraerse dejan de examinar su propio corazón y pueden, de esta manera, librarse de las preguntas torturantes de una conciencia moral que tarda en morir.

   En todo caso, si la ceguera del espíritu y endurecimiento del corazón, si el caso bernanosiano del abbé Cénabre sigue siendo un gran misterio, el mismo no deja de producirse y no termina necesariamente en la locura. Estamos ciertos de que este encadenamiento en las tinieblas espirituales no se realiza súbitamente sino que se prepara poco a poco por muchas resistencias a la gracia. Este castigo divino, porque se trata de un castigo es consecuencia de numerosos pecados. No importa, además, que algún pecador pueda algún día reconocerse como tal y clamar misericordia, debemos darnos cuenta sí que un pecador de esa especie no puede convertirse sin que actúe un milagro de la gracia, un milagro muy raro.

   Para el modernista, tal como dice su nombre, la religión es esencialmente moderna. La religión no domina el tiempo; está inmersa del todo en las aventuras de la humanidad en marcha. No hay revelación dada de una vez por todas, y que enseña los misterios divinos. No existe sacrificio que haya merecido la gracia de una vez por todas. No hay Testamento nuevo y eterno. Sino una evolución indefinida. En este sentido la religión es llamada moderna. Para el modernista, la religión católica es pura y simplemente humana; no ha sido recibida merced a una iniciativa infinitamente misericordiosa de Dios, por la Revelación definitiva y la gracia plena del Señor Jesús. La religión católica, simple producto del progreso de la humanidad es, sin duda, un producto particularmente precioso y refinado, pero, en suma, nada tiene que ver con lo que se llama gracia y revelación. Esa religión está contenida y encerrada estrictamente en los límites del espíritu humano; no excede las virtualidades de la humanidad en devenir porque esas virtualidades no tienen límites asignables. Cuando el modernista pronuncia vocablos cristianos como intervención divina, revelación o gracia no los entiende en el sentido cristiano. Los reinterpreta, reduciéndolos con mucha astucia para no exceder lo humano. Dios no es trascendente. El modernista al decir: Padre Nuestro que estás en los cielos no lo dice con el sentido cristiano, como tampoco dice con sentido católico que Jesús es el Hijo de Dios encarnado y redentor. El modernista no admite la verdad de que Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, nacido de la Virgen María.

   A partir de esta concepción particular de la religión, o más bien, a partir de esta negación radical, el modernismo del tiempo de San Pío X y el modernismo actual difieren en muchos puntos. No obstante la esencia es idéntica: las variaciones no tocan lo esencial. En esta herejía, o más bien, en esta apostasía un principio es inmutable: la religión debe ser moderna. Un procedimiento es invariable: ocultarse bajo falsas apariencias para permanecer en la Iglesia y reformarla por dentro. Porque el catecismo del padre Lémius ataca precisamente ese principio y ese procedimiento es que ha conservado su valor a cincuenta años de su primera edición, cualesquiera sean las diferencias entre el segundo y el primer modernismo. En efecto, las variaciones son accidentales. 

   En el fondo, las ideas modernistas nada tienen de original. Estos apóstatas no han inventado una filosofía particular, sino que han intentado insertar la religión en una falsa filosofía, el subjetivismo y el idealismo que envenenan el mundo desde hace tres centurias. Entre los modernistas no encontraréis un pensador que recuerde, aunque fuese de lejos, a Descartes o Hegel. Teilhard de Chardin, que estuvo en boga por un tiempo, no ha hecho más que multiplicar las variaciones sobre el tema tan manido del monismo evolucionista. Desde el punto de vista de las teorías, el segundo modernismo —el posterior al Vaticano IIagrega, sin embargo, al primero la idea confusa, nunca justificada con claridad, de un ecumenismo desenfrenado, de un falso ecumenismo, religioso y humanitario, que fusionaría las creencias y los ritos después de haberlos copiado.

   Además, el modernismo no ha recibido su fuerza del genio de algunos grandes pensadores sino de la perfección de los procedimientos de penetración y dominio. Los procedimientos en sí mismos están calcados de los de las sociedades ocultas, en particular de las diversas masonerías. Son los antiguos procedimientos, puestos otrora en evidencia  por Agustín Cochin[2] que se habían ensayado en la revolución francesa y que se han aplicado en la Iglesia para devastarla[3]. Se conocen sus rasgos distintivos: ante todo una falsa autoridad. La autoridad real pertenece a organismos varios, difíciles de describir con exactitud, oficialmente irresponsables, mientras que la autoridad oficial se reduce a servir de fachada y a hacer aceptar al pueblo cristiano sus directivas anticristianas. Recordemos, para hacernos una idea del poder destructor que es privativo de las falsas autoridades, la rapidez con la cual se han difundido las prácticas tan perniciosas de los nuevos ritos de la comunión, las nuevas "eucaristías" y, en general, la nueva liturgia.

   La forma por excelencia de esas autoridades falsas es la colegialidad posconciliar. Por ello, la victoria total sobre el modernismo exigirá su abolición.

   La reinterpretación, es decir, una explicación falaz de las verdades de la fe que, so pretexto de su mejor compresión por la mentalidad moderna, volatiliza furtivamente y sin ruido esas verdades; la reinterpretación, repito, se ha convertido en uno de los procedimientos más frecuentes del modernismo. Ahora bien, esa reinterpretación se ha extendido a toda la liturgia.

   Sabemos que la liturgia de la Misa comprende dos elementos de valor diferente: en primer término, oraciones y lecturas que involucran por sí mismas una profesión de fe; la ofrenda real, bajo un signo incruento instituido por el Señor, de su propio y único sacrificio ofrecido sobre la Cruz el Viernes Santo. Nada más fácil para quien dispone de la liturgia que atacar a los dos elementos que la constituyen. Se cambiará la de fe sin previo aviso y se preparará así la destrucción del sacrificio sacramental. Respecto de la profesión de fe, bastarán pequeñas omisiones en la traducción de las oraciones y lecturas. Respecto del sacrificio sacramental se introducirán formularios y ritos equívocos que serán privados de lo que es menester para que coincidan infaliblemente la intención del sacerdote, ministro de Cristo, con la intención del propio Cristo que celebra por su intermedio. Aun si la intención del sacerdote se identifica más o menos a menudo, con la de Cristo y la Iglesia, esto no sucede en virtud del conjunto de signos establecidos oficialmente, en virtud de los formularios y actitudes, sino simplemente en virtud de una disposición subjetiva.

   Los nuevos signos —formularios y actitudes— por el contrario, fueron inventados con el fin de que, oficialmente, puedan convenir al mismo tiempo al pastor que no es sacerdote y que niega la Misa y al sacerdote católico que es el único sacerdote verdadero. Al no disponer más que de un rito de por sí equívoco, la intención del sacerdote estará expuesta a convertirse en otra diferente de la intención de Cristo y de la Iglesia; la propia Misa estará muy expuesta a no ser ya una Misa ni la comunión una comunión.

   Ahora bien, resulta tanto más fácil multiplicar los equívocos en la liturgia en cuanto que la celebración tiene cierta libertad y que no puede ser totalmente rígida. En efecto, tal omisión de un gesto no es forzosamente una herejía, tal nueva rúbrica no es, en rigor, una negación real, tal silencio puede no ser importante; pero la modificación sistemática y orientada de gestos y actitudes, la multiplicación intencional de los silencios calculados llega a falsear la liturgia y a invalidar los sacramentos.

   Los procedimientos modernistas no hubieran tenido nunca tal éxito si no se les hubiera entregado la liturgia. Y la liturgia no les habría sido entregada sin la puesta en marcha de ese inmenso aparato de traición que ya hemos mencionado: los colegios episcopales.

   Si a comienzos del siglo se hubiera interrogado al simple fiel acerca de qué cosa es el modernismo, es probable que se lo habría puesto en un aprieto. Cincuenta años después el común de los fieles no estaría tan apremiado. Diría, en sustancia: el modernismo es una religión nueva; la misa ya no es la misma; los nuevos entierros nos disgustan; los matrimonios nuevos son payasadas; ya no se encuentra con quien confesarse; cuesta una enormidad conseguir que se bautice a los niños; los curas no hablan más que de casarse y sus sermones se han convertido en discursos políticos; para resumir: el modernismo ha penetrado en la religión.

   Tales comentarios se hacen cada vez más frecuentes entre los cristianos. A principios de siglo el simple fiel no había captado demasiado lo que era el modernismo; cincuenta años más tarde lo sabe en demasía y está asqueado. En efecto, medio siglo después de San Pío X, el modernismo ha pasado de la cátedra del erudito doctor en teología a la Misa que celebra el teniente cura o el párroco. La aberración en la exégesis se ha transformado en ceremonia litúrgica y en catecismo de los párvulos; la apostasía, que era el lujo de algunos intelectuales de alto vuelo, se ha convertido en la baratija de fabricación industrial al alcance de cualquier sacerdote y de religiosas dignas de compasión, a las que sacerdotes muy conscientes de su trabajo se han obstinado en desviar. En medio siglo, el modernismo ha penetrado en todos los sectores de la Iglesia; ninguno pudo escapar. Pero también en casi todos se deja sentir la resistencia.

   ¿Cómo explicar que el virus haya penetrado tanto en el organismo? Se pueden enumerar tres razones principales:

   Un concilio que ha traicionado[4], algunos prelados que han sido traidores, una grey cristiana incapaz de resistir a la traición porque estaba espiritualmente anémica. He ahí, en parte al menos, lo que ha sucedido entre ambos modernismos: el del tiempo de San Pío X —que es un santo— y el del tiempo de Paulo VI, que recordaría más bien a Honorio I.

   Al decir estas cosas no desconozco otras causas pero las considero menos decisivas. Entre ambos modernismos, el mundo ha conocido la revolución comunista y la extensión de los métodos revolucionarios.

   Entre los dos modernismos la masonería ha avanzado mucho entre los eclesiásticos y hasta en la corte vaticana; sobre este punto, uno de los diagnósticos más esclarecedores es el de monseñor Graber, obispo de Ratisbona[5].

   Entre ambos modernismos tuvo lugar la feroz condenación de la "Action Française". en este "affaire" lamentable un Papa muy autoritario no llegó a comprender que sus procedimientos represivos conducidos como él lo hacía no tendrían sino un resultado desastroso: en primer término, aplastar a los católicos adictos al "Syllabus"; luego, el advenimiento de un episcopado no opuesto a los errores modernos; respecto de la famosa acción católica no tendría otra ventaja que la de politizarse y desviarse en la dirección del socialismo.

   Entre ambos modernismos se dio también la metódica publicación de los libros del jesuita Teilhard de Chardin. Durante quince años  —de 1945 a 1960— la artillería teilhardiana bombardeó todas las posiciones ortodoxas: una vez acabada la destrucción de las obras defensivas, se suspendió a los artilleros; muy poca atención se prestó a Teilhard una vez acabado el Concilio. Al respecto no podemos dejar de señalar que cuando la destrucción estaba en su plenitud, los jesuitas supieron maniobrar con bastante astucia para evitar a su prohombre la condenación categórica que hubiera preservado de su influencia a buena parte de la Iglesia. No hubo ninguna inscripción en el Index por Pío XII. Hubo, por cierto, un monitum que no era comparable a la inserción en el Index...

   De todas maneras, y cualquiera sea la multiplicidad de las causas, los factores determinantes o adventicios de los progresos del modernismo, éste no hubiera ganado tanto como ha ganado si hubiera habido en la Iglesia una fe y un fervor más profundos y en particular obispos y sacerdotes con un sentido más cristiano de la Misa, y esto es menester que nos lo digamos a nosotros mismos y que  lo digamos con el fin de acercarnos más a Dios. En todo caso, el modernismo no hubiera dominado tan fácilmente y en todas partes la sagrada liturgia; el pueblo cristiano, la multitud incalculable de los pusilli no se hubiera visto reducido a clamar y gritar: devolvednos la Misa, devolvednos el Catecismo, devolvednos la Sagrada Escritura.

   ¿Existe un remedio? Existe con toda seguridad. Uno e incluso varios. El mal no es incurable, pues es de fe que las puertas del Infierno no prevalecerán (Mat. 16, 18), el Señor no nos dejará huérfanos (Jo. 14,18), el Señor no permitirá que nadie arrebate las ovejas de su mano (Jo. 10,28), el Señor continuará ofreciendo su sacrificio por el ministerio de sus sacerdotes donec veniat hasta que Él venga (1 Cor., 11,26). El mal que está padeciendo la Iglesia no podrá aniquilarla. Ese mal tiene curación. Pero, en esta ocasión, a diferencia de lo que sucedió a principios de siglo, ese mal ha penetrado mucho en la propia jerarquía. Mientras la jerarquía no haya expulsado el veneno que la infecta, el remedio no puede ser sino parcial y limitado. Sin duda, el remedio no procederá sólo de la jerarquía ni tampoco sólo del jefe. El cuerpo con todos sus órganos debe expulsar el veneno. Pero una curación del cuerpo todo exige que la cabeza recupere la salud si buscamos qué remedio aplicar contra el modernismo, se suscitan tres cuestiones capitales: la del jefe de la Iglesia, la del testimonio que dar, la de los estudios teológicos. 

   Imposible eludir la cuestión del jefe, puesto que los "Pontífices" posteriores a Pío XII fueron cómplices de la apostasía. De ello hay pruebas flagrantes: recurso oficial a herejes notorios con miras a refundir los ritos, y refundirlos en favor de los herejes y en contra de los fieles católicos; colusión pública con los masones y los comunistas; ausencia de medidas autoridades contra las autoridades paralelas que minan la religión por su base. Se han llevado a cabo las peores innovaciones en todos los campos, innovaciones espantosas. Se impuso un rito de la misa equívoco y protestantizado, después de haber mandado al diablo el rito irreprochable y santísimo que desde hace más de quince siglos se ha transmitido intacto. 

   La prueba excede nuestras fuerzas. Sabemos que para soportarla sin sucumbir no nos basta saber que la Iglesia está acéfala. La oración es absolutamente indispensable aceptar esta prueba, que procede de la supuesta cabeza de esta nueva iglesia que el mundo ve como la verdadera. Debido a la falta del jefe visible, estamos obligados más que nunca a mantenernos cerca del jefe invisible y victorioso, Nuestro Señor Jesucristo. Estamos obligados más que nunca a recurrir y a hallar nuestro refugio en el Corazón Inmaculado de la Madre del Sumo Sacerdote, la Virgen de la Piedad y del Cenáculo, cuya súplica es omnipotente ante el Corazón de su Hijo. Sin despreciar el razonamiento y la reflexión, siempre necesarios, será menester que la oración purifique nuestra alma y la vuelva dócil a esas inspiraciones del Espíritu Santo concedidas a los corazones puros; que permiten superar, sin contradecirlos, los consejos y las reflexiones más sabios; que se hallan no contra, sino por encima de la razón. La oración nos hará comprender que el Señor había predicho esos tiempos cuando reinaría la abominación de la desolación en el lugar de toda santidad (Mat. 24,15): los había predicho para que los fieles que fueran testigos no se desanimaran sino compartieran su victoria: ecce praedixi vobis (Mat. 24,25). Sed haec locutus sum vobis ut cum venerit hora eorum, reminiscamini quia ego dixi vobis (Jo. 16,4). Confidite, ego vid mundum (Jo. 16,33).

   La marea neomodernista posconciliar no habría sumergido a la Iglesia si un gran número de almas entre los prelados, sacerdotes y simples fieles hubieran permanecido vivientes; vivientes por las virtudes teologales y por la oración. Inversamente, para rechazar el modernismo, es indispensable que la vida de oración reflorezca y se afiance entre los fieles, más aún entre los sacerdotes, más aún entre los prelados.

   Es igualmente indispensable confesar la fe, dar público testimonio de fe con tanta humildad y mansedumbre como orgullo y paciencia. Porque la verdadera confesión de fe es obra de amor, de humildad, de bondad y no sólo obra de fortaleza y valentía. Ahora bien, nuevas dificultades se presentan en períodos de revolución modernista para impedir que la confesión de la fe y de los sacramentos de la fe sea una magna obra de amor. Pero si esa confesión no fuera así quedaría como algo muy insuficiente en la presencia de Dios, de los ángeles y de los hombres. Si tuviéramos que dar testimonio de la Misa católica tradicional frente a los perseguidores clásicos, si tuviéramos que enfrentarnos como nuestros mayores con los tribunales del Terror y del Directorio, estaríamos expuestos evidentemente a una muerte violenta por el único hecho de asistir a la Misa católica. En esas condiciones extremas ¿cómo no asistiríamos a Misa o no la celebraríamos con acrecentado fervor? La violencia nos pondría, por así decirlo, en la ocasión próxima de tender hacia un amor más grande para no cometer el pecado de abjuración.

   Pero he aquí que tenemos que enfrentarnos con la revolución modernista y no con la persecución violenta. Dar testimonio de la Misa católica tradicional nos exige, sin duda, un esfuerzo paciente pero no nos intima francamente a tender a una mayor caridad cuando celebramos la Misa o la oímos. No nos convertiremos, por fuerza, en renegados de la Misa si continuamos yendo con disposiciones mediocres, mientras que nuestros mayores, en épocas de persecuciones clásicas se habrían convertido en renegados si hubieran mantenido en la medianía sus disposiciones interiores. De hecho, hay fieles y sacerdotes que, por cierto, se toman alguna molestia para confesar la fe en la Misa católica tradicional, pero, sin embargo, persisten en celebrar la Misa o en oírla con una tibieza casi invariable. No parece que llevaran ese gran amor que animaba a los mártires del Terror cuando se exponían a la muerte por haber asistido a  la Misa de un sacerdote refractario. Esos fieles y sacerdotes rinden cierto testimonio de la Misa católica tradicional sin estar obligados por eso a poner mucho amor en la asistencia o en la celebración de la Misa. Hoy en día el estímulo ya casi no viene más de afuera; pero, aun sin provocación externa, el fuego interior de la vida teologal y de la oración debe ser lo bastante intenso para impulsarnos a rendir testimonio de la fe y de los sacramentos de la fe con el amor que el Señor desea. No sólo lo espera el Señor, sino también las almas de buena voluntad, esas almas esperan encontrar en nosotros ese amor para tener la valentía, a su vez, de volverse hacia Dios y confesar la fe católica y los sacramentos de la fe.

   Si nuestro testimonio está penetrado de tal amor, la objeción especiosa que adopta mil formas, será pronto desechada. En efecto, se nos dice: al enseñar el catecismo romano, al mantener la Misa católica tradicional, latina y gregoriana, estáis lejos de conquistar a las almas; conserváis piezas de museo; las almas necesitan una religión adaptada; ahora bien, la adaptación consiste en tomar el espíritu del concilio, en entrar en ese me movimiento de evolución que llamáis el modernismo. (En verdad, el modernismo no es una adaptación sino, so color de adaptación, es una perversión: non profectus sed pemutatío, según la fórmula de San Vicente ve Lérins).

   Sabemos perfectamente que las adaptaciones rituales de alcance general, "a fortiriori" las explicitaciones dogmáticas dependen de la autoridad suprema. Cuando ésta falla ¿toda adaptaciónción sería imposible y no nos quedaría otra solución que ser desadaptados con respecto a nuestros hermanos de hoy en la medida en que confesamos la fe de siempre? Cuestión especiosa y que se halla resuelta en gran parte cuando rendimos testimonio por caridad. En efecto, la caridad nos hace atentos a las verdaderas necesidades del prójimo, hace descubrir la manera conveniente de presentar la religión de siempre para que, sin ser corrompida ni sujeta a transacciones, esté en con la coyuntura presente. Incluso cuando la autoridad suprema falla y las adaptaciones generales, lejos de ser hechas en verdad, han tomado la forma de perversiones generales, aun en esos casos extremos, la caridad hace que el simple sacerdote y mejor aún, el obispo, descubra en el área restringida de su autoridad la mejor manera de predicar la sana doctrina y de celebrar la Misa católica para que los fieles participen en ella sin alterar nada. Por lo demás, no faltan ejemplos. Los sacerdotes que conservan la Misa católica tradicional, latina y gregoriana, por una amorosa adhesión al Sumo Sacerdote y, por lo tanto, inseparablemente, por celo de las almas, saben tomar a su cargo a los fieles con miras a la participación más santa posible. Esos mismos sacerdotes cautivan a los niños enseñándoles el Catecismo de San Pío X y no piensan que sería necesario hacer concesiones al modernismo para hallar una pedagogía conveniente. Sin embargo, esas presentaciones adaptadas o  esa adaptación fiel se realizan únicamente con una doble condición: en primer término, meditar incesantemente la doctrina y los ritos tradicionales con el fin de conservarlos tal cual son, sin desviarlos ni deformarlos; luego, vivir unido a Dios de tal suerte que el testimonio brindado de fe católica, la firme testificación que comporta, sea un efecto del amor.

   Entre los principales medios de resistir al modernismo, hemos señalado una enseñanza de la sana doctrina que favorezca la vida de oración y la contemplación, y no quedarse en lo exterior. Digamos unas palabra de una enseñanza de la teología que esté penetrada de contemplación y de un estudio teológico que no sólo ilumine las inteligencias sino que disponga al alma a orar y alimente la predicación.

   El fin primario de la teología no es desarrollar la vida de oración sino penetrar intelectualmente los misterios revelados recibidos por la fe, habituar a ellos nuestra mente, y hacernos capaces de exponerlos al prójimo. El fin primario de la teología es la formación de cristianos con el espíritu versado en los misterios sobrenaturales y capaces de predicarlos. Sin embargo, el teólogo es llamado, en todas las vueltas de su reflexión, a volver a las verdades de la fe y, por eso mismo, debe profundizar en su alma la vida de oración. Los principios de la reflexión teológica se mantienen, en efecto, por la fe; entonces ¿cómo proseguir esa reflexión sin ser llamados a guardar silencio ante la fe y en una amante contemplación? ¿Cómo elevarse un poco siquiera a una visión sintética de un tratado de teología o de toda una pars del corpus theologicum sin experimentar el doble sentimiento del valor de esta visión de conjunto, pero más aún de sus límites; sin que se encienda en nosotros el deseo de dejarnos instruir por el Espíritu de Dios, más allá del discurso, en la oración y a través de los sacrificios? ¿Cómo, por otra parte, defender intelectualmente las verdades de la salvación con miras a predicarlas en toda su pureza y al mismo tiempo, con el objeto de asegurar esta defensa, no aspirar a un acrecentamiento de las virtudes de fortaleza, humildad y misericordia? Para defender las verdades de la salvación, para las verdades de ese orden, es tan evidente que la penetración del espíritu y la recta dialéctica, por necesarias que sean, permanecen muy insuficientes.

   Por consiguiente, la enseñanza de la teología debe nutrir la vida de la fe y el celo apostólico. Pero esto que es normal, en la práctica está poco difundido. Es bastante raro que la labor teológica proceda de la oración y esté orientada hacia ella.

   Además, cuando la noción de la fe teologal está ella misma mutilada ¿cómo el estudio de la teología no resentiría sus penosas consecuencias? Se debe presentar pues la fe teologal no sólo en su motivo formal que es en sí mismo sobrenatural, no sólo manifestando el valor de los motivos de credibilidad, sino debe presentarse la fe en su estado normal; el estado normal de la fe es estar viva por la caridad, es ser fuente de una contemplación inspirada por los dones del Espíritu Santo, que son inseparables de la caridad.

   Sería necesario decir todavía una palabra de los sistemas modernos que han debilitado a la teología de alto vuelo, que incluso antes del advenimiento de una crítica racionalista de los textos, han contribuido a convertir esta ciencia sagrada en anticontemplativa, poco capaz de favorecer la oración y la predicación. El molinismo, por ejemplo, so pretexto de salvaguardar la libertad, está construido sobre una profunda desconfianza de la omnipotencia misteriosa de la gracia de Jesucristo; por otro lado, ciertos sistemas de teología moral, acosados por la miserable preocupación de evitarnos el ser generosos en el amor al Señor y preocupados también por evitarnos el pecado demasiado grave[6] pretenden asegurar nuestra salvación dejando de lado la observancia del primer precepto que es la perfección de la caridad; perfección que se prescribe no como materia para llevar a cabo hic et nunc, sino como fin hacia cual tender en verdad y ello desde ahora. Los diversos sistemas que denuncio han vuelto anémica a la teología, al hacerla impropia para nutrir nuestra inteligencia y para hacernos desear el alimento superior de la contemplación. En cambio, la teología cuando es enseñada como se debe, a la luz de Santo Tomás de Aquino, ayuda por su parte a orar y opone una defensa inexpugnable a la avalancha de la apostasía modernista.

   Nuestra lucha contra el modernismo, incluso si se apoya en la oración como es debido, incluso si usa armas apropiadas, sigue en gran desproporción ante el mal. Esta vez, la apostasía ha perfeccionado demasiado sus métodos de tal manera que sólo mediante un milagro llegaríamos a vencerla. No dejemos de implorar ese milagro al Corazón Inmaculado de Nuestra Señora. Prosigamos la lucha con todas nuestras fuerzas como siervos inútiles, pero más que nunca recurramos a la intercesión todopoderosa de María, Madre de Dios siempre Virgen, porque Ella es la que una vez más triunfará de la herejía. Gaude Maria Virgo, cunctas haereses sola interemisti, quae Gabrielis archangeli dictis credidisti. 

                                                       R. Th. Calmel, O.P.

Fiesta de San José, 1974

PREÁMBULO
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Índice general


NOTAS
  • [1] "L'Avenir de l'Homme", p. 349 (publicado en las indiciónos du Senil, 1959). Ver también la carta de Teilhard al ex sacerdote Gorce (Revista "Itineraires", marzo de 1955). Ver finalmente Jugnet "Problèmes et Grands Cunrants de la Phílosophie", el capítulo sobre Teilhard (Ediciones de l'Ordre Français, B.P. 154, 78004 Versailles). (Edición Argentina: "Problemas y grandes corrientes de la filosofía", ediciones Cruz y Fierro, Bs. As., 1978, pp. 260-272. N. del E.).

  • [2] Ver Agustín Cochin, sobre todo "Les Sociétés de Pensée et la Démocratie Moderne" (Plon, edit) y "Abstraction Révolutionnaire et Réalisme Catholique". (Desclée de Brouwer Ed., París).

  • [3] Sobre el método modernista de destrucción nos hemos exsplayado extensamente en el tomo primero de "Mystères du Royaume de la Grâce", pp. 123-127 (Dominique. M. Morín, éditeur, Jarzé, 49140 Seíches-sur-Loir).

  • [4] Sobre "las bombas de tiempo" de este concilio ver Monseñor Léfèvbre "Un évêque parle", p. 196 (edit. por Dominique Martin Morin...)

  • [5]  En su luminoso libro, aparecido en las ediciones du Cèdre sobre "Saint Athanase et l'Église de notre remps".

  • [6] Ver el artículo "Probabilisme" (Dict. de Théol. Cathol.). Ver, del Padre Deman, o.p. el fascículo La Prudence, publicado en 1949, en la edición bilingüe de la Somme Théologique en la Revue des Jeunes (en las ediciones du Cerf, París).