DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 42  
S. S. Pío XII

   LVI

POR QUÉ HABLA EL PAPA A
LOS RECIÉN CASADOS

31 de Enero de 1942.  

(Oss. Rom. 22 de Enero de 1942.)

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   Vuestra agradable presencia, amados recién casados, reaviva y trae a Nuestro pensamiento y presenta ante nuestros ojos las numerosas series de esposos venidos, como hoy vosotros, a pedir la bendición apostólica sobre la aurora rosada y sobre las encendidas esperanzas de sus nuevas familias, a las cuales Nos, ya en muchas ocasiones, habíamos dirigido la palabra que, recogida por los diarios católicos o en pequeños volúmenes, ha caído tal vez también bajo vuestra mirada. Pero creemos hoy, que junto con el anhelo de Nuestra bendición, llevaréis escondida en vuestro pecho la pregunta de por qué Nos nos afanamos tanto en multiplicar cuanto lo hemos hecho Nuestras audiencias a los amados recién casados.

   ¿Qué podríamos, que deberíamos responderos? Queréis penetrar en Nuestro corazón. Intentáis sorprender sus palpitaciones, los pensamientos que suben del corazón y se inflaman sobre los labios de un padre de la universal familia cristiana, de un padre que, como Pedro, de quien es sucesor, arde con aquella caridad hacia Cristo y hacia su esposa la Iglesia, que le hace amar las ovejas y los corderos, que en los brotes de la familia cristiana ve regenerarse a los hijos de Dios, dilatarse el jardín de la fe y de la gracia, educarse y multiplicarse las flores del cielo; de un Padre que habla con sus hijos, que sois vosotros, sobre las cosas de la familia, y que con tal propósito resucita ante vosotros un recuerdo que le anima, un viejo y bello recuerdo de la familia apostólica, que se remonta a los orígenes mismos de la Iglesia, gran Madre de la familia cristiana.

   Un día, los jefes de esta familia, los Doce —el primero de los cuales era Pedro, cuyo lugar ocupamos ahora indignamente—, en medio de las fatigas de su apostolado, observaron que, creciendo de día en día el número de los discípulos, no hubieran podido por sí mismos proveer a todo lo necesario para su grey, especialmente en la asistencia cotidiana a las viudas y en el servicio de las mesas. Convocaron por ello a los fieles y les invitaron a escoger entre ellos siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de Sabiduría —los diáconos—, a los cuales confiarían aquel oficio mientras ellos —Pedro y los demás Apóstoles— continuarían aplicándose "a la oración y al ministerio de la palabra": "Nos vero orationi et ministerio verbi instantes erimus"[1]. Apóstoles escogidos por Cristo y enviados como maestros de todas las gentes, ¿no debían acaso, ante todo, dar testimonio de su divina misión y transmitir su buena nueva? Y, en realidad, jamás se dispensaron de hacerlo de viva voz y por escrito, entre peligros y persecuciones, dentro y fuera de los confines del Imperio Romano, pronto a sellar, incluso con su sangre, la palabra infatigable y noblemente anunciada a las gentes.

   Si es verdad que han pasado diecinueve siglos, su voz, que es camino, verdad y vida, ha llegado desde la tierra de Palestina, de edad en edad, de región en región, de monte en monte, de mar en mar, de continente en continente, de pueblo en pueblo, de boca en boca, difundida por ardientes heraldos de su fe, hasta los confines de la tierra. El pequeño grano de mostaza, germinado entonces en Jerusalén, ha crecido hasta ser árbol inmenso: sus ramas cubren el mundo; su follaje presta asilo a cerca de 400 millones de creyentes. Éste es el Reino de Dios, del Padre celestial, que el Divino Redentor hace pedir en la oración dominical que venga sobre la tierra. Reino sin duda espiritual, pero que se desenvuelve y opera en este mundo, donde somos peregrinos, camino de una patria más allá de las estrellas; gran Reino en el que se ha dilatado y crecido, ávida y segura de un porvenir que se cerrará con los siglos humanos, la pequeña familia de los primeros años. El cual, compuesto de hombres visiblemente unidos entre sí, como un inmenso rebaño bajo un único Sumo Pastor, no puede carecer de un orden de gobierno, de una subordinación de personas, de una administración de cosas. Son por ello numerosos los que, émulos de los primeros diáconos, ayudan con tanto celo aquí en Roma, y a través del mundo entero al Papa, sucesor de Pedro, en el cumplimiento de su grave oficio. Pero por muy vasta y múltiple que haya venido a ser su preocupación en el gobierno de la Iglesia, ¿podría, acaso, el que se sienta en la Cátedra Apostólica desmentir aquel "ministerio de la palabra", que San Pedro consideraba, junto con la oración, como el principal entre sus deberes de Apóstol? ¿Y no le había dicho Cristo a él y a los otros discípulos:

   "Id, enseñad a todas las gentes lo que Yo os he enseñado"?[2]. ¿Y no gritaba el Apóstol Pablo: "Soy deudor de mi palabra a los sabios y a los ignorantes"?[3]. ¿No entra, acaso, por el oído, la fe en los corazones? ¿Y no es la palabra de Dios el camino, la verdad y la vida? Ella es viva y eficaz, más afilada que una espada de dos filos, penetrante hasta dividir el alma y el espíritu, los tendones y la médula, y escrutadora del pensamiento y de las intenciones del corazón[4]. Amamos la palabra de Dios porque en ella refulge, se manifiesta y como que se encarna por segunda vez para nosotros el Verbo Divino. Sin duda, Nos ejercitamos tal ministerio, en primer lugar, cuando en ocasiones solemnes nos dirigimos a toda la Iglesia, a los Obispos, nuestros hermanos en el Episcopado; pero Padre de todos como somos, hasta de los más humildes, Pastor no solamente de las ovejas, sino también de los corderos, ¿cómo tendríamos ánimo para renunciar al ejercicio sencillo y santo del ministerio de la palabra, y llevar directamente a Nuestros hijos, con Nuestra voz, las enseñanzas que nos ha confiado Cristo Nuestro Maestro? Y en el corazón de todo sacerdote, de todo Obispo, por la gracia misma de la ordenación sacerdotal y de la consagración episcopal, ¿acaso no ha puesto y encendido Dios la sed inextinguible de este ministerio con relación al pueblo cristiano? ¿No es todo ministro de Dios maestro también de las almas?

   De aquí comprenderéis vosotros, amados hijos e hijas, qué íntimo gozo y qué verdadera consolación penetrará e inflamará Nuestra alma cuando en medio de los grandes cuidados de la Iglesia universal, podemos venir aquí a vosotros con un sentimiento idéntico al del padre que goza conversando con sus hijos, del sacerdote que a los oyentes que Dios le envía, parte el pan vivo y nutritivo de la palabra evangélica, cooperando directamente al trabajo de la gracia, para revigorizar, acrecer, consolidar cu su espíritu la fe, la confianza y el amor a Dios, virtudes que santifican para el cielo el curso alegre o triste, ¡••í-giin el Señor lo disponga, de esta vida. He aquí, abriéndoos Nuestro corazón, porque gustamos de hablaros: tampoco esta vez os dejaremos partir de nuestro lado sin añadir alguna enseñanza para vuestras almas. En realidad, estas Nuestras mismas confidencias, ¿no expresan acaso una enseñanza?, ¿no os muestran el gran valor de la palabra de Dios?, ¿no os manifiestan el aprecio que debéis hacer de ellas cuando se os distribuyen, aun en la forma mas sencilla y sobria y en la más humilde de vuestras parroquias? El Apóstol San Pablo daba gracias al Señor porque sus amados tesalonicenses "habían acogido la palabra de Dios, no como palabra de hombres, sino, como en realidad es, como palabra de Dios, la cual se muestra eficaz en los que la han creído"[5].

   Sí, en estos tiempos de vida difícil, uno de vuestros primeros pensamientos, al tratar de fundar un nuevo hogar, ha sido conocer y preveer cómo podréis asegurar a vuestra familia el pan cotidiano, poned una no menor solicitud en procurar también a vuestras almas un seguro pan espiritual. El más grave de los castigos con que Dios, por boca del profeta Amos, amenazaba al pueblo de Israel, como castigo de su iniquidad, era que mandaría sobre la tierra el hambre: "Hambre no de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios... Se agitarán cerca de la palabra de Dios, y no la encontrarán"[6]. Más todavía que todas las dificultades y privaciones en el aprovisionamiento material, a que las circunstancias presentes pueden exponeros, temed, amados nuevos esposos, el hambre, la falta de la palabra de Dios.

   Amad, buscad el pan para vuestras almas, la palabra de la fe, el conocimiento de la verdad, necesario para la salvación humana, para que vuestra inteligencia no se obscurezca por los fabricadores de sofismas y de inmoralidad con diversos errores e ignorancias. Que vuestras almas, las almas de vuestros hijos y de vuestras hijas, no desciendan en el camino de la virtud y del deber y el bien, por no haberse saciado del alimento de la palabra de Dios, alimento sobresustancial que infunde fuerza y vigor para coronar el camino de esta vida y llegar sí a la ciudad feliz, donde los elegidos "no tendrán ya ambre ni sed"[7].

   No seáis negligentes, ni tardos, ni sordos a la palabra de Dios. La hora del dolor es la hora en que Dios habla: más que en los regocijos de la alegría, en los campos ensangrentados por el enorme conflicto y en la desolación de la ciudad. Dios es el dueño de las nubes y de la tempestad, a las cuales impera con su palabra. Tras de las nubes, los relámpagos y los truenos, habló un día desde el Sinaí para promulgar el decálogo de su Ley, tan violada después por los hombres. Hoy lanza su palabra a los vientos y a la tormenta, entre el terror de los mortales, y parece callar, mientras pasa sobre el inestable elemento de los mares y de los océanos, entre el rumor de la borrasca que sacude las navecillas fabricadas por la mano de los hombres en los arsenales de la tierra, adoremos su paso y su silencio. Esta hora tempestuosa es la hora del retorno a Dios y del pensamiento de Dios[8]; es la hora de la súplica y de la invocación al Altísimo, la hora de aquella verdad que dice que el Señor trastorna los proyectos de las gentes y vuelve vanos los pensamientos de los pueblos[9]; Él gobierna y rige los timones de toda nave humana, para conducirla entre las olas hacia el bien que Él mismo ha querido. En estos momentos de tan grande prueba, la palabra de Dios, humildemente escuchada, meditada en ferviente plegaria, es la única voz que penetra en el corazón para tranquilizar sus temores y sus ansias, para animar su seguridad y su confianza; es la única voz que se eleva para iluminar la mente sobre los misterios de la inescrutable Providencia Divina; es la única voz que conforta, sostiene y calienta, amados recién casados, vuestras almas, y os mantendrá y avivará la fe, la esperanza y el amor. Escuchadla, pues, y recogedla ávida y dócilmente de los labios de vuestros pastores. Caiga ella en vosotros, en vuestros corazones bien dispuestos, a fin de que produzca allí aquellos frutos abundantes del treinta, del sesenta y del ciento por uno, de que habla nuestro Señor en su parábola[10]. Nos pedimos al Divino Maestro que fecunde Él mismo la buena semilla con copiosa gracia, de la que sea prenda la bendición apostólica que de corazón os impartimos.

KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK

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NOTAS
  • [1] Act, VI, 4.

  • [2] Cfr. Matth., 28, 19.

  • [3] Cfr. Rom., I, 14. 

  • [4] Hebr., IV, 12.

  • [5] Cfr. I Thess., II, 13. 

  • [6] Amós, VIII, 11-12.

  • [7] Apoc., VII, 16.

  • [8] Cfr. Ps., LXXIÍ. 34-35.

  • [9] Ps. XXXII, 10.

  • [10] Matth., XIII, 8, 23.