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Pablo J. Davoli

LA RECUPERACION DE LA SOLIDARIDAD PARA SALVAR A LA COMUNIDAD
(UNA VERDADERA REVOLUCION DE LOS ESPIRITUS)

 

A MODO DE INTRODUCCION:

Desde un punto de vista eminentemente praxiológico, la sociedad contemporánea se nos revela como un conjunto de personas organizadas institucionalmente para cooperar entre sí para la consecución de intereses comunes y de los que, dentro del contexto propinado por los mismos, persigue cada individuo.

Así y en virtud de la naturaleza gregaria del hombre, la comunidad constituye el marco necesario e indispensable para la existencia de la persona humana y su desarrollo. Es, por así decirlo, el escenario dentro del cual el ser humano individual especifica su identidad y desarrolla su vida, entablando lazos sociales íntimos, que le atraviesan y nutren, aportando a su constitución. Es por ello que el proyecto de vida individual de cada persona sólo adquiere viabilidad y sentido plenos en el contexto de un proyecto comunitario de Bien Común, al cual se debe subordinar.

Tanto el logro de los intereses comunes como el de los intereses individuales depende en forma directa de la colaboración directa o indirecta que los miembros de la sociedad se presten entre sí; o sea, del desarrollo de relaciones interpersonales de cooperación, lo que genera como consecuencia la realización del Bien Común, entendido como el conjunto de las condiciones sociales necesarias para el logro de la Felicidad (en su sentido aristotélico) y la plenitud de la persona (visto esto desde una óptica terrenal, por así decir; a lo que podemos agregar, desde la visión trascendental aportada por el Cristianismo y sin negar un ápice de lo aseverado, que dichas condiciones sociales propician la salvación del alma).

En tal sentido, se ha afirmado: “la vida institucional se hace plena y sus beneficios alcanzan a todos (el bien se convierte verdaderamente en ‘bien común’) sólo cuando las personas ejercen actos de benevolencia y de solidaridad, en un sentido amplio, realizando y ayudando a realizar como si fueran propios los intereses de otros que, por su condición real, no pueden dar para recibir o hacer para que otros hagan por ellos, en la medida estricta de lo considerado equitativo para una relación cooperativa”.(1)

Entendiendo que en la actualidad estamos lejos de haber alcanzado el bien común aludido es de nuestro particular interés entender por qué nuestras sociedades modernas y posmodernas no han sido capaces de su realización.

Encontramos una primera explicación para ello en el individualismo filosófico-antropológico (como concepción del hombre) y cultural (como actitud vital, talante y modalidad existencial) legados por la Modernidad. Legado, éste, en el que también se encuentra un concepto de libertad “ciego” y anárquico, vaciado de todo contenido ético y desembragado de toda finalidad superior, que se ha convertido en la “regla sin regla” que preside la conducta de muchos de nuestros contemporáneos.

Este desafortunado legado de la Modernidad se ha traducido en un relativismo radical (tanto en el campo de las ideas como en el de la conducta privada y pública de las personas) que abarca diversos órdenes, pero que exhibe sus “costados” más elocuentes y “catastróficos” en el plano moral. Se trata de un relativismo absoluto que lo ha invadido casi todo, se trate de los claustros universitarios, los espacios culturales y sociales, los hogares o la esfera de intimidad de cada persona.

Se observa cómo este proceso tiene su origen en la Modernidad: “el hombre se concibe como un ser solitario, que no admite pertenencia que lo vincule decisivamente con nadie, que le ponga las cadenas de una pertenencia sustantiva. Ya ha roto con Dios a través de su orgulloso dominio de la razón, que le permite ‘mirarlo desde arriba’, como una hipótesis descartable. Y con la naturaleza, a la que ha desencantado radicalmente y convertido en objeto de apropiación. Ahora rompe la solidaridad con todos los hombres: ni familia ni patria”(2) .

No está demás recordar aquí cómo, aún rodeado por las corrientes modernistas que todavía dominaban el pensamiento y la vida de Occidente, una mente lúcida como la de Alexis Henri Charles de Clérel, Vizconde de Tocqueville (más conocido como Alexis de Tocqueville; 1.805 / 1.859)(3), denunciaba abiertamente al individualismo como factor de “destrucción de las sociedades”(4); al mismo tiempo que resaltaba al “espíritu comunal” como “gran elemento de orden y tranquilidad”; reclamando, asimismo, de sus contemporáneos cualidades morales, sentido de las responsabilidades y pasión por el bien público(5) como principios de acción y reglas de conducta usual, diametralmente opuestas a la idea del “sano egoísmo individual” que había pregonado, en la centuria precedente, Adam Smith (1.723 / 1.790), “padre” del liberalismo económico, como motor del dinamismo de la economía. (6) / (7)

LOS FUNDAMENTOS ANTROPOLÓGICOS DE LA SOLIDARIDAD:

A efectos de re-descubrir a la solidaridad y re-instaurarla como principio rector -justo y natural- en la conformación de las interacciones humanas, el primer paso a dar consiste en recuperar, no sólo a nivel intelectual sino también a nivel vivencial, el sentido de la propia naturaleza gregaria y de la consecuente interdependencia de los hombres entre sí. De esa “dependencia membral” e “intrínseca”, provocada por la multiplicidad de lazos comunitarios que nos atraviesan y aglutinan, aportando en forma directa a nuestra propia identidad personal e incidiendo no menos directamente en el derrotero -feliz o desafortunado- que siga nuestra existencia.

Ello, para, acto seguido, comprender e internalizar de manera profunda y cabal la ineludible responsabilidad de cada uno en el bienestar del conjunto. La respuesta a esta responsabilidad será la solidaridad no como un sentimiento superficial (de carácter puramente emocional) por las injusticias y las penurias del prójimo, sino como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común: es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”(8).

Santo Tomás de Aquino señalaba que las personas somos, en cierto sentido, deudoras, por el solo hecho de existir. Deudoras, en primer lugar, de nuestros padres, quienes nos dieron la vida. Deudoras de nuestros antepasados, de quienes provienen las bases de nuestra identidad. Y deudoras también de la Patria en la que se ha nacido y de todos aquellos que integran la comunidad política dentro de la cual desarrollamos nuestro proyecto de vida personal.

LA “LOGICA” ANTI-SOLIDARIA DEL LIBERALISMO CAPITALISTA:

En el plano socio-político:

A la luz de lo expuesto, podemos decir que la “lógica” rectora del liberalismo capitalista contradice en forma abierta y directa a las exigencias de solidaridad que se desprenden de la propia naturaleza humana. Es, en este sentido, una corriente de ideas esencialmente anti-natural.

En efecto, el liberalismo capitalista es una construcción ideológica “edificada” sobre una concepción antropológica equívoca, eminentemente individualista, que desconoce los intrínsecos lazos sociales que contribuyen a la constitución de la persona y en cuyo fortalecimiento se juegan sus posibilidades de Felicidad y plenitud.

En efecto, según la concepción antropológica sobre la que se apoya el liberalismo capitalista, el ser humano es, ante todo y por sobre todo, individuo; no necesita de los demás para alcanzar la plenitud personal; sólo acude a ellos (a los demás) por razones de conveniencia, vinculadas a la satisfacción (o a una mejor satisfacción) de necesidades de orden material; trabando relaciones puramente “extrínsecas” y, por ello mismo, esencialmente contingentes, mudables, sustituibles e, incluso, “negociables”.

Sobre dicho basamento, el liberalismo capitalista ha construido una idea ficticia de la sociedad; según la cual ésta no es un “producto” natural, derivado de la naturaleza social del hombre, sino una suerte de “invención” voluntaria del mismo, motivada por razones utilitarias y asentada sobre un hipotético “contrato social”.

La finalidad de la sociedad, primero, y del Estado, después, sería, entonces, asegurar el mayor radio de libertades posibles para cada uno de los individuos involucrados, previniendo colisiones y terciando en aquellas que, a pesar de todo, eventualmente se produzcan. Pero todo gira en torno a las libertades individuales; todo está dispuesto, en el modelo político-social liberal, para la satisfacción de las mismas. La función del Gobierno se limita a velar por el mantenimiento del orden “externo” de las relaciones; a partir de allí, el individuo queda librado a su propia suerte. Se trata, en suma, de asegurar ámbitos de libertad personal, para que cada uno haga lo que le plazca dentro de los mismos, según sus propios objetivos y deseos.

A partir de tales postulados, el liberalismo capitalista hace promoción (directa o indirecta, según sea la variante que tomemos en cuenta) del egoísmo, esto es: del opuesto de la solidaridad.

Porque, mientras, por un lado, se propugna que “mi derecho termina donde comienza el del vecino”, por el otro, a modo de contra-regla, se propone que “si mi vecino enferma, pasa hambre o sufre por alguna desgracia”, ello no constituye “un problema mío” ni tampoco de la autoridad política. A la luz de esta postura, tales circunstancias no generan obligaciones “políticas” que pesen sobre el Gobierno del Estado ni deberes “cívicos” o “sociales” a cargo del ciudadano, basados en la solidaridad y que, “a caballo” de la misma, involucren y comprometan a los demás miembros de la comunidad organizada respecto de la mala fortuna del afectado.

Así las cosas, el liberalismo capitalista ha diseñado un modelo de Estado (denominado “gendarme”) que prescinde de la suerte que toque a los diversos miembros de la comunidad. Se trata de un Estado cuyo Gobierno (en el más amplio de los sentidos del término) es indiferente, “agnóstico” y “desertor”; que se encuentra excesivamente limitado en sus funciones y potestades, manteniéndose al margen de lo que acontece en varios de los planos más importantes de la vida social (económico, cultural, educativo, etc.). Y cuya confesa “no intervención”, en la realidad de los hechos y como bien observara el Dr. Arturo Enrique Sampay, se traduce en una forma de intervencionismo en favor de los más fuertes (de los S.S. Pío XI dijera, en fecha tan temprana como 1.931, en su celebrada “Quadragessimo Anno”, que muchas veces no eran sino los más inescrupulosos moralmente).

En el plano socio-económico:

Mientras que, en el terreno económico, el liberalismo capitalista parte de otra premisa que también es falsa, según la cual la mera suma de los bienes individuales da por resultado el bien común (aquí reducido, en rigor, a simple bienestar general).

De acuerdo con ello, del enriquecimiento de uno de sus miembros, se deriva necesariamente un mayor enriquecimiento para el conjunto de la sociedad, por “obra y gracia” de la “mano invisible” del “mercado” (libre).

Dicha “mano invisible” constituye un hipotético atributo auto-regulativo del “mercado”, de actividad y funcionamiento “automáticos” (casi “mágico”); el cual operaría, a través de la ley de la oferta y la demanda, de manera similar a la Divina Providencia. Esto último, en el sentido de que sería capaz de generar bienestar objetivo para todos los miembros de la sociedad, a partir de las acciones individuales desplegadas por los mismos, en competencia recíproca, procurando subjetiva y exclusivamente sus respectivos beneficios personales. Vale decir que estaríamos en presencia de un “mecanismo” capaz de arrojar beneficios sociales “solidarios” y “generosos” a partir de conductas individuales “egoístas”. “Reciclaje”, éste, notoriamente similar a los que el pensamiento cristiano tradicional atribuye a la Divina Providencia, del que la sabiduría popular argentina da ilustrativa cuenta, en forma metafórica, a través del refrán que enseña que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”.(9)

Así, desde la perspectiva ideológica liberal (la que, como todo el pensamiento modernista, es esencialmente antropocentrista e inmanentista) :

- El “libre mercado” aparece ocupando el lugar central otrora reservado a Dios-

- La “mano invisible” del mercado se nos revela como un remedo de la Divina Providencia actuando en la historia humana.

- La “ley de la oferta y la demanda” adquiere la jerarquía tradicionalmente reservada a los “mandamientos” divinos. Siendo por ello mismo que se ha tendido a subordinar respecto de ella a todos los demás principios y preceptos (religiosos, morales y/o jurídicos).

- El egoísmo queda exonerado de los tradiciones reproches que se le habían cargado. Ya que, “por obra y gracia de la mano invisible del mercado libre”, pasa a ser “funcional” respecto del bien común.

Al momento de “pensar la economía”, el liberalismo capitalista hace una doble “institucionalización” del egoísmo.

Por un lado, parte del supuesto antropológico negativo según el cual los hombres sólo se mueven para la satisfacción de sus propios afanes, intereses y apetitos. A la luz de ello, el hombre no es un ser naturalmente social, sino naturalmente individualista, que tiende siempre a buscar y maximizar su propio beneficio.

Por el otro lado, gracias a la “mano invisible” del “mercado”, el egoísmo pasa a tener efectos positivos, independientemente de lo que pensemos de él. Con lo que, por reprochable que todavía nos pueda parecer desde el punto de vista moral, no debe ser eliminado, antes bien, es bueno que sea promovido... Si con Maquiavelo se había producido la ruptura entre la política y la moral; con el pensamiento económico capitalista liberal se provocó el divorcio en la moral y la economía…

Sin embargo, la realidad de los hechos, ¡la economía real! (¡tan terca ella!), no tardó en exponer la falsedad de estos planteamientos, arrojando resultados concretos diametralmente opuestos a los presagios que se habían formulado... Lejos de producirse el progreso esperado y de desparramarse el bienestar prometido, desde -aproximadamente- mediados del siglo XIX en adelante, las injusticias sociales se extendieron y agravaron, colocando a muchas comunidades nacionales al borde de la guerra civil y la disolución social (consecuencias, éstas, a las que el socialismo marxista -que es otro “producto” de la Modernidad y, en cierto sentido, “hijo” del liberalismo capitalista- aportó lo suyo)(10).

Paralelamente, durante el siglo XX, algunos regímenes políticos nuevos tuvieron la creatividad y la valentía de diseñar e implementar modelos económicos basados y articulados sobre principios diametralmente opuestos a los propuestos por el capitalismo liberal (según los casos, solidarios, conciliatorios, cooperativos, comunitarios, corporativos, de reivindicación del trabajo, de cierta planificación estatal, etc.). Contra todas las sombrías predicciones de los economistas liberales, muchos de dichos regímenes cosecharon éxitos económicos y sociales de gran importancia, causando la sorpresa del mundo entero (máxime en aquellos casos en los que tales éxitos habían sido alcanzados en poco tiempo).

Frente a tamaño “desplante” de la “realidad”, los partidarios de la ideología liberal-capitalista salieron al cruce de las encendidas críticas que -tal como era de prever- comenzaron a elevarse desde los más diversos ámbitos, ensayando diferentes explicaciones que . Para ello, buscaron argumentos que resultaran de alguna utilidad, más allá de las propias fronteras ideológicas, dando lugar así a interesantes combinaciones en el maravilloso “mundo de las ideologías”.

Uno de los casos más interesantes está dado por la aplicación de concepciones darwinistas (provenientes de la biología; hoy, inmersas en una profunda crisis, incluso, dentro de su área científica originaria). Aplicación, ésta, de la que se derivó la explicación según la cual la pobreza no sólo es inevitable sino que, paralelamente, resulta “funcional” y, a la larga, positiva, porque forma parte de un proceso de “selección natural” que se produce dentro del mercado (aquí, nos topamos con una nueva “mano invisible”, menos “generosa” y más severa). Pero con el desprestigio paulatino que fueron sufriendo las ideas de cuño darwinista, al que no fueron ajenos los perversos efectos que se derivaron de las mismas en el campo político-social, esta versión fue dejada de lado, ensayándose nuevas “construcciones” ideológicas que sirvieran para apuntalar las viejas ideas liberales originarias, tan golpeadas por los hechos...

Así, por ejemplo, apenas asumió Ronald Reagan a la Presidencia de los E.E.U.U., se comenzó a pregonar “científicamente” que “para ayudar a las clases medias y a los pobres se deben reducir los impuestos a los ricos...” Según los propulsores de esta peregrina teoría, en donde se combinan el absurdo y el cinismo, los ricos invertirían en fábricas el ahorro de los impuestos; además, aducían, ahora con más cinismo que disparate, que “si se alimenta el caballo con avena de sobra, algunos granos caerán en el camino para los gorriones...” (otros expresarán el mismo concepto con aquello de que “cuando la copa de los ricos se llena, el sobrante desborda y cae para los pobres”).

Arthur Laffer puso su “grano de arena”: inventó una curva que nadie sabe de dónde obtuvo (al respecto, John Kenneth Galbraigth, con ironía de buena ley, asegura que Laffer trazó la curva a mano alzada, sobre una servilleta de papel durante una cena en Washington). Según el “descubrimiento” de Laffer, si se aumentan los impuestos, obviamente sube la recaudación fiscal. Pero, afirma Laffer, ello sólo es verdad hasta cierto punto, pasado el cual, a mayores impuestos, menor recaudación. De ahí deduce que, cuando se ha llegado a ese punto (y asegura que la mayoría de los países ya llegaron) si se rebajan los impuestos aumenta la recaudación. Quedaba “científicamente” justificada la rebaja de impuestos a los ricos para ayudar a los pobres, pues con ello no sólo no se sufriría déficit fiscal sino que engordarían las arcas del Estado y la inversión privada.(11)

Al poco tiempo, otro economista estadounidense, George Gilder, señaló que, en su concepto, el crecimiento económico era inevitablemente elitista, en el sentido de que aumentaba la fortuna de los ricos, exaltando a unos cuantos hombres que podían producir más riquezas. Según Gilder, las inequidades económicas no sólo son inevitables, sino que, además, son necesarias y positivas (lo mismo que su incremento), puesto que, sin ellas, no habría aumento de la riqueza.

A ello, el mismo autor agregó que la pobreza también es buena desde la perspectiva particular de quienes la sufrían. Porque, según explicaba, la misma constituye el acicate que el pobre necesita para superar su propia situación. Proposición, ésta, a la que ha aportado otro economista de renombre, Charles A. Murray, no obstante su carácter falaz y de encontrarse rayana en el “fariseísmo” más irritante. Según Murray, la culpa de la pobreza reside en el Estado de Bienestar, en la legislación social, en las políticas de asistencia social, dado que ¡tanta ayuda! anula la iniciativa privada y la voluntad de trabajo de los pobres. Siendo por ello que reclama la inmediata eliminación de todo el andamiaje institucional relativo al bienestar social (debiendo mantenerse solamente, por razones humanitarias, la asistencia médica a los desocupados). (Lo aquí dicho, desde luego, no importa en modo alguna la defensa de algunas políticas puramente “asistencialistas”, las cuales sí pueden producir ese efecto “desmoralizante”. De hecho, generalmente, la implementación de las mismas sirve a modo de “parche” de un orden de cosas signado por la injusticia social; se trata, en estos casos, de una “concesión” del “sistema” hacia los pobres tendiente a evitar entrar en crisis y a impedir la remoción de las estructuras injustas).

En los planos moral, teológico y religioso:

Así las cosas, el liberalismo capitalista llega, en algunas de sus versiones, a la aberración de elevar al egoísmo al rango de virtud. Temerario aserto, éste, que aparece explícitamente postulado, por ejemplo, en el libro titulado “La virtud del egoísmo”, de la autora judeo-ruso-estadounidense Alisa Rosenbaum, más conocida como Ayn Rand, y el psicólogo judeo-canadiense Nathaniel Blumenthal, más conocido como Nathaniel Branden.

Semejante promoción del anti-valor en cuestión, el egoísmo, constituye una verdadera subversión axiológica que ha arrojado efectos gravemente nocivos sobre planos muy diversos de la realidad (principalmente, a nivel social, cultural, político, económico, familiar y psíquico). Por lo pronto, groseras injusticias sociales, que desgarran a la mayoría de las sociedades nacionales, en su interior, distorsionando, paralelamente, las relaciones de las mismas entre sí (siendo más que emblemático, a este respecto, los abusos y las desproporciones existentes en las relaciones “norte-sur”).

Se trata, en otras palabras, de una peligrosa impostura moral que proyecta terribles consecuencias (ya concretadas y a concretarse todavía) sobre dimensiones muy variadas de la vida humana. Tanto es así que, incluso, ha llegado a tener repercusiones en el plano religioso. Por ejemplo, en otro libro de la citada autora Rand, “La Rebelión de Atlas”, a través del relato ficticio que contiene, en el que se enfrentan los líderes de la sociedad civil (en particular, los empresarios) al Gobierno (el “malo” de la historia), sin que las masas desempeñen papel importante alguno, se exponen los fundamentos “éticos” del liberalismo capitalista llevado a sus extremos. A su manera, el libro constituye una suerte de “manifiesto” que los actuales dueños y directivos de las grandes corporaciones multinacionales utilizan como “soporte moral” o “fuente de legitimidad” de sus planes tendientes a la globalización de signo capitalista.

Entre quienes han reconocido su tributo a la controvertida autora, no sólo se encuentran hombres muy poderosos y conocidos como Alan Greenspan (ex Presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos de Norteamérica), varios de los asesores del Presidente George W. Bush y Vladimir Putin (actual Primer Ministro ruso), sino también líderes de cultos luciferinos como La Vey, en cuya “Biblia Satánica” se expone una cosmovisión inspirada en las ideas de Rand.(12)

Desde esta perspectiva, el liberalismo capitalista se presenta, más allá de las intenciones que han movido a sus distintos partidarios, como un episodio más de la revolución antropocentrista del modernismo en contra del Orden Natural, de la Ley Divina, de la Ley Eterna y, en última instancia, de DIOS...

EL EGOISMO COMO FACTOR DESINTEGRADOR DE LA SOCIEDAD Y DE LA PERSONA:

El egoísmo conspira contra el fortalecimiento de los lazos sociales; debilita e, incluso, descompone los lazos que mantienen la cohesión del tejido social. Pero no es sólo la sociedad la que se ve perjudicada por la acción disolvente de tan pernicioso agente. Sino que, desde el punto de vista de la persona individualmente considerada, la rotura de los lazos sociales provocada por el egoísmo empobrece la propia personalidad y contribuye a la deshumanización de la persona (esto es: la desnaturaliza). Que, así, expuesta la grosera falsedad de otro de los dilemas comúnmente planteados por el pensamiento moderno (en muchas de sus diferentes versiones y corrientes), cual es la supuesta oposición entre individuo y sociedad. Porque, tal como acabamos de exponer, de la degradación de los lazos constitutivos de la sociedad, se deriva directamente el empobrecimiento de la personalidad y la distorsión de los elementos constitutivos de la misma.

Dicho esto mismo con otras palabras, las crisis de la sociedad tienen su reflejo inmediato en la vida de los individuos. Vale decir que, si a la sociedad “le va mal”, al individuo no le puede ir mejor.

Esto se ve claramente en el actual estado de tristeza colectiva que se ha instalado y difundido en ciertas sociedades posmodernas. Tristeza, ésta, que, a nuestro entender, guarda directa relación con los problemas derivados del egoísmo asumido como actitud vital y regla de vida.

LA “ALARMA” PSICOLÓGICA:

Tales efectos nocivos sobre la persona humana individualmente considerada han sido puestos de manifiesto por algunos estudios efectuados por los psicólogos Gerard Schmitt y Miguel Benasayag y explicados en su libro “La época de las pasiones tristes”. Obra cuya primera conclusión indica que la mayoría de los que se atienden en los servicios psiquiátricos franceses son personas cuyo sufrimiento no tiene un verdadero y propio origen psicológico sino que reflejan la tristeza difusa que caracteriza a la sociedad contemporánea, atravesada por un sentimiento permanente de inseguridad y precariedad.(13)

Según ambos autores, el sentimiento de tristeza imperante tiene su origen en la “muerte de Dios”(14) y del optimismo teológico que visualizaba como mal, el presente como redención y el futuro como salvación; así como en el posterior fracaso de los sustitutos modernos de Dios (la “diosa razón”, la “ciencia” positivista, la “sociedad comunista”, etc.).

Causa, ésta, que se ubica en instancias más profundas que el tema que nos ocupa, pero que guarda íntimas conexiones con el mismo. Puesto que, desde una perspectiva teológica, “muerto Dios”, dejamos, los hombres, de ser hermanos entre nosotros.

Pero, además, tal como advirtiera el sacerdote católico P. José Kentenich, fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt, “muerto” Dios, comienza a enervarse y desintegrarse todo el “organismo de vinculaciones” (con los otros, con la riqueza, con la naturaleza, etc.) en el que el hombre participa y se conforma. Destruido dicho “organismo” el hombre ya no se “conforma” sino que se “deforma”, atrofiándose espiritual y psíquicamente, si no también físicamente.(15)

La caotización del “organismo de vinculaciones” lleva indefectiblemente a su ruptura. De la cual se deriva el aislamiento de la persona y el empobrecimiento y la distorsión de su personalidad (tal como ya hemos dado cuenta). En síntesis, tal como advirtiera, por su parte, el escritor inglés Chesterton, si quitamos lo sobrenatural, no nos quedará ni lo natural (incluyendo, claro está, a lo humano).(16)

Huelga decir que esta “epidemia” de tristeza guarda directa relación con la soledad en que se encuentra sumido el hombre posmoderno, “insectificado” en las grandes urbes, “despersonalizado” entre sus masas, “azuzado” por la regla impiadosa de la competencia que impera en el “mercado”, incapaz de construir lazos de afecto y sociales profundos, sólidos y estables...

Podemos encontrar más información ilustrativa en los estudios sobre la salud mental de la población de más de catorce países efectuados por los Dres. R. Kessler, de la Universidad de Harvard, y T. B. Ustun, de la Organización Mundial de la Salud. Según dichos estudios, en promedio, el 10 % de la población padece trastornos mentales. Este promedio ha sido extraído a partir de, por ejemplo, el 8 % correspondiente a la sociedad italiana y el 26,40 % registrado entre los estadounidenses.(17)

Ahora bien, de acuerdo con esos estudios, las dolencias más comunes son las siguientes: ataques de pánico, fobias y “stress” postraumático. Problemas, éstos, que dejan traslucir una novedosa forma de miedo: el miedo al “otro”. El “otro” como amenaza y como factor de perturbación. Este miedo impide la profundización de los vínculos afectivos y sociales; imposibilita toda confianza y empatía; coloca al “otro” en una insuperable “ajenidad”; contribuye a fortalecer la propia reclusión; y, de este modo, hecha las bases para su propio incremento; generando una suerte de “círculo vicioso” retroalimentado.

A MODO DE CONCLUSION:

          La solidaridad constituye una de las condiciones primordiales del Bien Común.

          La recuperación de la solidaridad como valor y principio rector de las relaciones humanas depende, en gran medida, del re-descubrimiento de nuestra propia naturaleza.

          Vale decir que, ante todo, el desafío de recuperar la solidaridad como eje organizador de la vida comunitaria requiere de una renovación espiritual, cultural, moral y académica que barra con los residuos antropocéntricos, individualistas y relativistas que el modernismo ha dejado tras de sí, tras haber sufrido su propia ruina (porque, dicho sea de paso, ¡¿qué es la posmodernidad sino la crisis de la Modernidad, su “cadáver”, sus “ruinas” desparramadas en un gran caos).

          La recuperación de la solidaridad no pasa por un “asistencialismo” más o menos prolijo y “generoso” (al estilo de la socialdemocracia europea o al estilo “piquetero” argentino). “Asistencialismo” que, tal como hemos insinuado más arriba, termina resultando funcional al orden de cosas inicuo que la Modernidad ha instalado. Dicha recuperación requiere de un cambio radical, sistémico, “estructural”, que comienza en la percepción misma que tengamos de nosotros mismos (esto es: de quiénes somos, de dónde venimos, para qué estamos y hacia dónde vamos) y termina en el sistema político.

          Se trata de recuperar la solidaridad para el saneamiento y el fortalecimiento de los vínculos sociales; inspirados en el ideal de crear una comunidad con el máximo de comunión interior en los ideales y el máximo de participación de todos en la consecución de los mismos; de una comunidad en donde el uno esté en el otro, con el otro y para el otro. Puesto que sólo una comunidad así es digna del hombre y sólo los hombres idealistas y solidarios son dignos de tan feliz comunidad.

 


NOTAS:


[1] Argumentación sin dogmatismo y crítica sin escepticismo. Invenio. Año 2. Número 3. Rosario. 1999. Pág. 41.

[2] Aproximación a la Modernidad. Aníbal D´angeloRodríguez. EDUCA. Buenos Aires. 1998. Pág 80.

[3] El filósofo alemán Wilhelm Dilthey (1.839 / 1.912) afirmó: “Tocqueville ha sido el mejor analista político desde Aristóteles y Maquiavelo”.

[4] Conforme: Touchard, Jean, “Historia de las Ideas Políticas”, Editorial Tecnos, sexta edición, Madrid, 1.979, pág. 410.

[5] Conforme: Touchard, Jean, obra citada, pág. 410.

[6] Esta concepción, a la que dedicaremos algunas reflexiones más abajo, asigna al lucro, a la ganancia por la ganancia misma, el carácter de fin último de la economía.
   Dentro de este esquema de pensamiento, el afán de lucro no reconoce limitación de ningún tipo; ni religiosa, ni moral, ni política, ni jurídica.
   Estas ideas provocaron la ruptura entre la economía y la moral, desembragando a la primera de su tradicional sumisión a la segunda.

[7] Según Jean Touchard, “el tema de la libertad domina toda la obra de Tocqueville y le da su unidad”. Vale decir que la misma constituía el objeto principal de su interés.
   Sin embargo, Tocqueville no creía en la libertad “ciega” postulada por la ortodoxia liberal. Esa libertad disfuncional, anárquica y destructiva; desprendida de toda orientación religiosa, de todo encauzamiento ético y de toda limitación jurídica. Esa libertad “enloquecida”, capaz de desgarrar el entramado de los lazos sociales.
   Por el contrario, Tocqueville pregonaba “una libertad moderada, regular, contenida por las creencias, las costumbres  y las leyes”. Esta libertad (y no la otra) constituía, según sus propias palabras, la pasión de su vida (“Souvenirs”, pág. 74; conforme: Touchard, Jean, obra citada, pág. 410).

[8] Sollicitudo rei sociales. Documento de la Doctrina social de la Iglesia, nº 38

[9] Al respecto, resulta oportuno recordar cómo el gran maestro de las letras alemanas, Johann Wolfgang Goethe, introducía a Mefistófeles en la historia narrada en su “Fausto”: “Ein Teil von jener Kraft, Die stets Böse will und stets Gute Schaft” (“parte soy de aquella fuerza que siempre quiere el mal mas siempre el bien provoca”).

[10] El socialismo marxista constituye la respuesta más importante de la que la matriz moderna fue capaz frente a los desquicios políticos, sociales y económicos causados por el liberalismo capitalista.
   Atado, en última instancia, a los mismos fundamentos filosóficos que habían servido de apoyo para la “construcción” del liberalismo capitalista y preso de muchos de sus mismos prejuicios, le fue imposible aportar una solución genuina, benigna y eficaz, frente a los graves problemas sociales de aquel momento.
   Por el contrario, a la luz de los sucesos históricos sobrevinientes a su entrada en escena (muy especialmente, de las guerras civiles desatadas -puesto que el pensamiento marxista constituye una doctrina clasista de lucha que rechaza toda posibilidad de conciliación social- y de los horrorosos genocidios perpetrados por sus partidarios en países tan diversos como Rusia, Ucrania, Polonia, China y Camboya, por citar tan sólo algunos ejemplos) estamos hoy en condiciones de afirmar que contribuyó grandemente al agravamiento de la crisis frente a la cual había pretendido reaccionar.
   A esta altura de los acontecimientos, no resulta difícil vislumbrar con cierta claridad cómo las corrientes socialistas de corte marxista se trenzaron dialécticamente con las estructuras de dominación liberal-capitalistas, hicieron “sinergia” negativa entre sí, dejaron atrapadas en el medio a las comunidades nacionales y aumentaron los efectos destructivos que cada una arrojaba sobre las mismas.
   Desde esta perspectiva, el socialismo marxista ha venido a confirmar la “debilidad” intrínseca de la Modernidad; la inconsistencia de sus basamentos; la inviabilidad de sus postulaciones; su sentido destructivo y suicida, a la vez.
   El socialismo marxista constituye la prueba de la incapacidad de la Modernidad para solucionar los problemas que ella misma ha causado. Y, por lo tanto, de la imperiosa necesidad que tenemos los hombres contemporáneos de “salirnos” definitivamente de ella, dejándola morir en el pasado y “enterrando” de una buena vez sus restos y despojos (esto es: la “Posmodernidad”). Siendo éste y no otro el mayor desafío cultural y social de nuestro tiempo.

[11] Conforme: Labaké, Juan Gabriel, “Neoliberalismo, Globalización y Estrategia Nacional”, Ediciones “Nueva Forja”, Colección “Jauretche”, Nro. 1, Buenos Aires, Enero de 1.998, páginas 4, 5, 9, 10 y 11.

[12] Conforme: Lesta, José y Pedrero, Miguel, “Claves Ocultas del Poder Mundial”, EDAF, Madrid, España, 2006, páginas 140, 141 y 142.

[13] Diario italiano “La Repubblica”, 01.06.04, artículo “Noi, malati di tristezza” de Umberto Galimberti.

[14] Conviene recordar aquí que, mucho antes, en sus célebres obras “La Gaya Ciencia” y “Así Habló Zaratustra”, el filósofo alemán Federico Guillermo Nietzsche (1.844 / 1.900) advirtió sobre la “muerte de Dios”. Muerte, ésta, que, al decir del genio teutón, fue por “asesinato”, cometido por el hombre moderno.

[15] El citado sacerdote católico alemán, nacido en 1.885 y fallecido en 1.968, consideraba -según lo explicado por otro sacerdote “schönstattiano”- que “el gran problema de los tiempos actuales es la incapacidad del hombre moderno para pensar, vivir y amar orgánicamente. ¿Por qué? Porque no tiene una vinculación orgánica con la realidad. ¿Y por qué se produce esto? Porque no sabe vincular entre sí los distintos valores y realidades que Dios ha creado; porque no sabe establecer una vinculación verdaderamente personal ni con Dios ni con los hombres. El Padre (Kentenich) cataloga la crisis del mundo de hoy como una crisis de organismo de vinculaciones. Se hace imprescindible salvar ese organismo de vinculaciones personales. ¿De vinculaciones a qué? A las creaturas por medio de las cuales Dios conduce el mundo, lo gobierna, se nos muestra y nos transmite su vida. Los hombres no pueden llegar a Dios si no ven a las creaturas en unión con El, esa es nuestra tarea. (I Jn. 4, 12, 20)” (P. Hernán Alessandri, “El Padre Kentenich”, Editorial Schoenstatt, Chile, 1.989, página 33).

[16] La absurda pretensión antropocéntrica moderna, consistente en destronar a la Divinidad para instaurar en su lugar al hombre, ha acarreado la ruina de este último.
   Desde esta perspectiva, la “modernidad” se nos aparece como una gigantesca y pretenciosa “torre de Babel”; revelándosenos, así, la “posmodernidad” como los escombros trágicos y desparramados de la absurda construcción ya caída.
   Al renegar de su Creador, el hombre no ha hecho más que perder el sentido de su propia dignidad, degradarse y negarse a sí mismo. Con sus rascacielos tapó el Cielo, perdiendo así su rumbo y su sentido. Su rebelión, lejos de liberarle, le ha sometido a las peores tiranías.

[17] Diario argentino “La Nación”, 03.06.04.

 

Fuente

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