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Luis María Bandieri[i]

EL PODER CONSTITUYENTE: SU SENTIDO Y ALCANCE ACTUAL

Propongo un examen del sentido y alcance actual de la noción clásica de “poder constituyente”. Se nos presenta, contradictoriamente, como una noción que a fuerza de reducciones que está a punto de fenecer y, en otros momentos y lugares, como una idea fuerza  que está a punto de renacer. Por una parte, la vemos casi en trance de extinción. Así, por ejemplo, con el fallido intento de “constitución” para la UE – en puridad, un tratado con valor constitucional. El proyecto fue redactado por un grupo de expertos designados por los gobiernos y parlamentos, pero no elegidos por el voto popular para integrar una convención que expresase la voluntad del “poder constituyente”, esto es, del pueblo europeo.  Se lo  sometió a la ratificación  de los parlamentos nacionales y, opcionalmente, los cuerpos electorales por vía referendaria, como ocurrió en el caso español – donde prevaleció la abstención - y en el caso francés donde triunfó el “no”. En la UE, la noción de poder constituyente fue sepultada por la actividad de un comité tecnoburocrático[1]. Por estos días, en cambio, en nuestra Latinoamérica, una asamblea constituyente en la vecina Bolivia, intentando declararse como poder originario, según la más pura interpretación de la formulación inicial del poder constituyente, amenaza con rehacer – o deshacer - la república boliviana. Otro tanto promete ocurrir en Ecuador tras los anuncios del flamante presidente Rafael Correa. La pregunta disparadora podría ser, entonces: ¿muerte o resurrección del poder constituyente?.

La noción de “poder constituyente” es una noción “clásica”. Clásica del constitucionalismo clásico, que, en términos históricos, es una construcción político-jurídica relativamente reciente. El constitucionalismo clásico, y la idea de poder constituyente, resultan contemporáneas del complejo proceso de

  • secularización[2],
  • predominio de la ley racional y abstracta sobre la tradición  y la costumbre,
  • sustitución del núcleo de la legitimación política del monarca y su dinastía por la nación y la soberanía popular
  • nacionalización y concentración del poder en el aparato estatal.

Este proceso fue producto de los procesos revolucionarios de Inglaterra (1688), los EE.UU. (1776), Francia (1789) y España (1808-1812)[3], que fundan hasta los tiempos actuales la legitimidad y la concepción misma del mundo político, hoy en crisis. El problema nuclear, entonces, era dar un fundamento objetivo al orden jurídico sin recurrir a la fe en un Dios creador y ordenador del Universo. Hasta entonces, el poder constituyente pertenecía sólo a Dios[4]. La secularización de la idea, muchas veces implícita, de potestas constituens divina, fue el empeño principal del constitucionalismo clásico, provisto para ello de los instrumentos intelectuales suministrados por la Ilustración. Podemos agregar que fue, como en la Traviata, su “cruz y delicia”, esto es, a la vez su  más acariciado objetivo y su mayor dificultad. Hoy, cuando se habla de un “desquite de Dios”[5], el constitucionalismo de cuño clásico se encuentra en crisis, potenciada, a su turno,  por la crisis de la constelación de ideas que en el siglo XVIII encendieron las Luces y, entre ellas, especialmente, el impulso a la secularización.   

Es interesante situar esta crisis sirviéndonos de la periodización propuesta por Schmitt[6] en un trabajo de juventud, de 1929. Según el jurista renano, el pensamiento europeo había pasado por cuatro estadios o esferas sucesivas:

  • El siglo XVI tuvo como centro la teología.
  • El siglo XVII la metafísica.
  • El siglo XVIII la moral humanitarista.
  • El siglo XIX la técnica y la reducción a lo económico de los demás órdenes  de la vida.

En cada una de estas esferas se plantea un principio central y categórico que pretende regir la vida de las sociedades, con el objeto de neutralizar la politicidad, esto es, la conflictualidad marcada por la relación amigo/enemigo. Resultan sucesivos fracasos de estos intentos de neutralización política, hasta que el estado técnico-económico desemboca en el nihilismo. El constitucionalismo nace hacia el siglo XVIII y conlleva la aspiración ética humanitarista, mas se desarrolla durante la expansión técnica, signada fundamentalmente por la economía capitalista. El constitucionalismo procura la paz por medio de la neutralización de la conflictualidad política y, en especial, de la situación excepcional. La última categoría de esta neutralización, como se desarrolla más abajo, tiene su núcleo en una constitucionalización universal de los derechos humanos y se expresa en lo “políticamente correcto”. Al mismo tiempo, resurgen teologías –o “choque de civilizaciones”-  que en sus versiones maximalistas proponen trazar la distinción entre amistad y enemistad sobre la separación entre el Bien y el Mal absoluto.  

Debemos examinar, pues,  la noción de poder constituyente a la partir de nuestra crisis epocal, que coincide con el fin de la modernidad y con la penetración en el interregno que llamamos, a falta de mejor término, “posmodernidad”.

El cambio epocal

Partiremos de una perogrullada: los conceptos más firmes del conocimiento práctico, y los políticos entre ellos, están inmersos en la temporalidad. Comprender sus transformaciones incesantes y subterráneas   exige relacionarlos con el momento en que se aplican. Hoy  menudean las señales de que estamos atravesando un interregno, esto es, un lapso de recambio entre la modernidad que se extingue y  la época que habrá de sucederla, la cual, a falta de referencia válida, llamamos simplemente “posmodernidad”, aquello que viene después de la modernidad, lo que es decir casi nada acerca de sus características, apenas vislumbradas a través de lo que Pablo de Tarso llamaba un “espejo oscuro”[7]. Se afirma, con el margen de arbitrariedad inevitable, que el cambio epocal puede  datarse a partir de 1989 (caída del Muro de Berlín) y 1991 (implosión del imperio soviético). Esas fechas marcarían el final real, no cronológico, del llamado “siglo breve” (1914-1991), esto es, el XX  o Novecientos[8].

Todo interregno (inter-regnum, espacio de tiempo sin autoridad reconocida que transcurre entre el oscurecimiento de un Nomos planetario[9] y la aparición de otro) encierra un componente terrible, ya que durante él se carece de las referencias últimas de validez y de sentido. Es propio del interregno que el hombre pase por la prueba inexorable de las dos muelas de molino de que hablaba Ernst Jünger: la duda y el sufrimiento, que a nadie serán ahorrados. Hasta en el plano  relativamente pacífico de las categorías académicas, y con mayor énfasis en nuestro tema, están presentes y molientes. Dudas y sufrimientos son propios de una situación de crisis. Recuérdese aquélla distinción clásica de Ortega y Gasset entre ideas y creencias: las ideas se tienen y en las creencias se está, se cuenta con ellas. En las crisis las que vacilan son nuestras creencias. Se conmueve el suelo donde pisamos (la patria), la comunidad en cuya historia nos hemos formado (la nación), y no sabemos bien si el Estado es algo de lo que todos los ciudadanos integramos, como nos proclaman, o más bien un ente recaudador conducido por una minoría cerrada, que nos reduce a número de código fiscal. La constitución, por otra parte, resulta un cuerpo normativo cuyos alcances debaten grupos de expertos en un lenguaje técnico muchas veces abstruso.   Crisis, como se sabe, viene del verbo griego krino, que significa separar (degollar), decidir, juzgar; de allí krisis, separación, juicio, desenlace, tanto de una enfermedad, de un juicio ventilado en los tribunales, de un conflicto político. En el momento de la crisis, no sabemos a ciencia cierta si el enfermo se sanará o morirá, si el acusado será declarado culpable o inocente, si determinada  decisión política tendrá o no lugar. Crisis, pues, indica ante todo y sobre todo incertidumbre.

La crisis del constitucionalismo clásico

Esta crisis epocal, y su consiguiente incertidumbre, se reflejan, como no podía ser de otra manera, en el constitucionalismo. clásico. De manera muy rápida, podemos enumerar algunas de las cuestiones centrales en que se manifiesta dicha crisis:

Poder constituyente: ¿quién hace –quién puede hacer- hoy una constitución? ¿cuáles son sus límites?    

Representación política-Gobierno representativo: revelación de la “ficción representativa”[10], crisis de los partidos políticos, crisis en la representación del Estado ¿el Estado representa toda la política?, en el Estado (vacío institucional, movilizaciones, inseguridad, piquetes, acción directa) y ante el Estado (ONGs, apelación a la “sociedad civil”).

División e independencia de los poderes o funciones del Estado (hiperpresidencialismo, populismo, Congreso reducido a notaría del Ejecutivo, jueces legisladores)

Constitución cosmopolítica supraestatal –constitucionalismo universal sin Estado

 

El esquema del constitucionalismo. clásico puede resumirse en esta ecuación:

Pueblo (patria) = Nación = Estado = Constitución.

El pueblo, el cuerpo de quienes reconocen una patria común, se conforma políticamente en nación, que recibe su organización jurídica de un aparato estatal, regido por una constitución. Este esquema está hoy en crisis –esto es, resulta incierto- tanto porque sus términos constitutivos se han vuelto equívocos, como porque se han desenganchado de la ecuación conceptual que antes los vinculaba armoniosamente. 

Poder constituyente

En su versión clásica, el poder constituyente presupone el pueblo como una entidad política existencial. La “nación” designa, a partir de allí,  un pueblo capaz de actuar, que ha despertado a la conciencia política. “Nación”, un término que servía para designar el lugar de nacimiento, pasa a significar “pueblo” como concepto del derecho público político. El pueblo se constituye como sujeto del poder constituyente; se hace consciente de su capacidad política de actuar y se da a sí mismo una constitución. Toma primero conciencia de su calidad de único sujeto político soberano y se da, en consecuencia, una constitución. Hay que distinguir, pues, el acto por el cual el pueblo, como poder constituyente, se da a sí mismo una constitución, de la constitución misma, su producto. En el planteo originario, es la constitución la que deriva su poder del poder constituyente y no el poder constituyente el que deriva su poder de la constitución.  En esta concepción, pues, el poder constituyente es siempre:

a)  originario, inicial, fundador;

b) extraordinario y temporal;

c) supremo;

d) popular.

No se justifica, pues, la división entre un poder constituyente “original” (cuando se ejerce en la etapa fundacional de un Estado) y “derivado” (cuando se ejerce para reformar la constitución existente). El poder constituyente, en su versión primigenia, es siempre original.  

Recordando aquella clásica afirmación de Schmitt acerca de que los conceptos políticos básicos son conceptos teológicos secularizados[11], vemos inmediatamente aquí que el Pueblo, o su manifestación que es la Nación, asume el papel de un Dios creador y todopoderoso. El pouvoir constituant expuesto por Sieyès resulta un legislador omnipotente que actúa legibus solutus, sin ataduras previas. “Lo puede todo”, expresa un párrafo de nuestro abate[12]. Y lo puede desde la nada, ex nihilo, porque nada puede limitarlo de inicio. Salvo la enorme minucia de que este Pueblo/Nación, principio y causa de sí mismo, y además omnipotente, “puede otorgar su confianza a representantes”, lo cual lo convierte en una divinidad delegante y, por lo tanto, reducida en sus poderes al acto propio de la delegación, en el que instantáneamente los pierde[13]. De todos modos, el mensaje es claro: el orden político no se determina ya según una previa organización divina de la naturaleza y de un señorío celeste sobre la historia. Los hombres que conforman el Pueblo/Nación constituyente han pasado de creaturas a creadores. Por un instante, el momento previo a su delegación, todo lo pueden. Son como dioses, pero al estilo del Dios relojero de Voltaire, que pone en marcha el mecanismo institucional para retirarse inmediatamente luego. No en vano un clérigo fue quien concibiera de ese modo el poder constituyente, y no en vano la correspondencia teológica asoma en el caso tan prontamente: “los rastros de las ideas teológico-cristianas del poder constituyente de Dios eran todavía demasiado fuertes  y vivas en el siglo XVIII, a pesar de toda la Ilustración[14].  

Por una parte, pues, la noción de poder constituyente está ligada al reconocimiento del principio de la soberanía del pueblo, esto es, a la idea rousseauniana de que sólo la voluntad expresada por una comunidad de individuos puede, en última instancia, justificar el ejercicio del poder, imponer la coerción  y fundamentar la obligación política (¿por qué obedezco? porque la voluntad de la ley se identifica con mi voluntad, en cuanto identificada a su vez con la voluntad general).

A la vez, por otra parte, esta noción está ligada al reconocimiento de los derechos fundamentales, “derechos del hombre y del ciudadano” en su versión original[15], denominados hoy, más genéricamente, derechos humanos.  Esto es, al reconocimiento de la humanidad del individuo como un valor en sí mismo, por la sola pertenencia a la especie humana, independientemente de la voluntad de Dios, de la naturaleza del mundo o del orden de la sociedad. Ese valor propio se manifiesta inmediatamente en una esfera de libertad ilimitada para el individuo. El poder constituyente crea una constitución, según el constitucionalismo clásico,  con la finalidad de reconocer dogmáticamente aquellos derechos previos e imprescriptibles, conforme un principio de distribución, según el cual la libertad del individuo es ilimitada y la facultad estatal para invadirla, limitada. Ello se traduce en el principio básico de la interpretación pro homine:  la interpretación más protectora de la persona, la más extensa en cuanto a sus derechos y la más restrictiva en cuanto a sus limitaciones. Junto a este principio de distribución, la constitución creada por el poder constituyente debe contemplar un principio de organización. Esto es, siguiendo la terminología de nuestro texto constitucional, junto a una parte “dogmática” debe haber una parte “orgánica”

Los dos principios señalados, el de la soberanía del pueblo y el los derechos humanos, el principio “democrático” y el principio “liberal” o “liberista”, están permanentemente en tensión recíproca.

El primero supone la plenitud de la libertad de un pueblo, en cuya virtud la voluntad  general no puede ser limitada por una supuesta naturaleza del hombre y de las cosas. Los individuos cuentan sólo en la medida en que se identifican con la voluntad general[16].     

El  segundo reposa sobre una determinada consideración del valor de la condición humana individual, que da lugar a la plena libertad del sujeto singular,  no modificable por un acto de voluntad, ya sea ésta personal o colectiva.

La modernidad, en cuanto a la comprensión de lo político, fue acunada por esta tensión. Por eso resulta, como señala Eric Chauvin[17], ambiciosamente pedagógica (sirviéndose de la ley como pedagoga). Quiere iluminar la conciencia de los individuos y conformar la voluntad del pueblo a un modelo de razón.  Hay que “educar al soberano”, como proclamaba Sarmiento. Educar al pueblo, enseñarle a querer lo que debe racionalmente querer (contra la “barbarie” el “caudillismo”, hoy el “populismo”), para conciliar el tironeo de los dos principios arriba señalados. Se intenta llegar al momento en que la unanimidad del consentimiento popular esclarecido por la educación coincida con la emancipación final del individuo, porque el querer de su voluntad coincidiría exactamente con la voluntad general, clausurando la necesidad del gobierno y de la  política misma.

En este contexto, la juridización de los derechos humanos juega un rol nuclear, a la vez político y pedagógico.

El constitucionalismo clásico  reconocía en sus textos canónicos los “derechos del hombre y del ciudadano”, hoy llamados derechos humanos de “primera generación”, para asegurar al individuo ciertos ámbitos de no ingerencia estatal (libertad de conciencia, libertad personal, libertad de opinión, inviolabilidad de la propiedad, etc.), en textos constitucionales destinados a regir dentro del territorio de un Estado determinado. Los ”derechos sociales”, de segunda generación fueron considerados al principio como un catálogo programático  sin eficacia jurídica inmediata, llamados a tener, en muchos casos, una “eficacia simbólica”, en el sentido que da a esta expresión Andrés Botero Bernal[18].

La idea de otorgarles una plena, directa y operativa eficacia jurídica, de manera de frenar y refrenar al gobernante ejecutivo, al legislador y también al constituyente, es reciente, y se impuso lentamente, ante el auge de los derechos fundamentales de “tercera generación”, esto es, derechos a la autorrealización personal. Su expansión horizontal y su efecto irradiante resultan hoy inexorables[19].  

En consecuencia:

El poder constituyente, destituido de sus caracteres de originario y supremo,  debe subordinarse a la constelación de los derechos humanos extendidos, que ya no resultan sólo  derechos subjetivos fundamentales, sino que, como señala muy bien Miguel Ayuso[20], se entienden como valores objetivos fundamentales del humanismo moderno. La tensión entre el poder soberano popular, que se expresa en el poder constituyente, y los derechos humanos universales, se ha hecho sentir en casi todos los debates políticos durante los dos últimos siglos y, en nuestro tiempo, se ha resuelto en favor de los derechos humanos, que ponen un límite infranqueable a aquella soberanía popular y, por consiguiente, a la expresión del poder constituyente.

Hay que detenerse, pues, en los  dos procesos simultáneos a que se ha hecho referencia, a saber:

a)    El de constitucionalización progresiva del poder constituyente

b)   El de globalización de los  human rights

El primer proceso, que se desenvuelve desde los orígenes, reposa, como vimos, sobre la idea de que la constitución no resulta solamente un instrumento para establecer los órganos donde se expresan las funciones del Estado. No es sólo, o fundamentalmente, “parte orgánica”, sino que sirve, primordialmente, para proteger los derechos subjetivos individuales (el derecho a tener derechos, la autodeterminación del individuo, la “parte dogmática” de la  constitución).

Viene acompañada de una adaptación y transformación de la función de juzgar. Esto es, el pase de la judicación, del decir el derecho en el caso particular, a la jurisdicción, el “poder” judicial[21] y del nacimiento de un control de constitucionalidad de los actos del poder público y de las leyes, sea ya un control “difuso” por los jueces, sea un control concentrado en un órgano especial, el tribunal constitucional  que, en la práctica actual, se van asemejando cada vez más. 

De donde, el ejercicio del poder constituyente se subordina a reglas de forma y de fondo  y deviene poder constituyente derivado, o poder de revisión de la constitución, cuya función no es instituir (institúere, mantener firme, es el verbo latino de donde derivan “institución” y “constitución”) sino revisar. Es un poder constituyente que no puede “constituir”, despojado de su omnipotencia creadora.

Este proceso  lleva como cortejo  otros fenómenos concomitantes:

Globalización de los valores fundamentales occidentales modernos, entendidos como universales y atemporales, y consecuente subordinación de los ordenamientos jurídicos nacionales a un orden jurídico global, lo que Kant llamó  “derecho cosmopolítico”, Weltbürgerrecht.[22]

Transformación progresiva del derecho inter-nacional, o inter-estatal, destinado a regir los derechos y deberes de los Estados naciones en su mutua interrelación, en un derecho global, supranacional y supraestatal, cuyos sujetos activos son primordialmente los individuos y cuyos sujetos pasivos resultan los Estados, justificándose así el “derecho a la ingerencia humanitaria” en los órdenes jurídicos nacionales y el establecimiento de una especie de jurisdicción universal (expansión global del poder judicial).

El corolario de estos procesos, como señala Chauvin[23], resulta la disolución de lo nacional en lo universal, de lo local en lo global y de lo democrático en lo humanitario. Se plantea así un nuevo Nómos del planeta cuyo centro de gravedad no  resulta ya el derecho constitucional estatal sino el derecho global humanitario .

Poder constituyente y constitución

A esta altura es oportuno  establecer los matices distintivos entre poder constituyente y constitución. Se trata de dos nociones que aparecen habitualmente vinculadas en una relación de causa a efecto.

“Constitución” es noción de añeja data, previa al constitucionalismo dieciochesco. Todo manual del ramo comienza tratando de despejar las dificultades  que resultan de aplicar una designación polívoca exclusivamente a la norma fundamental de una unidad política contemporánea. Sabemos que  todo lo que existe tiene una constitución y, específicamente, toda unidad política tiene, ha tenido y tendrá una constitución, en el sentido de una manera de ser, ordenar y dar sentido y forma a su gobierno. Esto es, su manera de regirse o régimen político[24]. Los griegos la llamaron politeia, los romanos civitas o res publica y este último término prevaleció en el Medioevo. En estas expresiones se encapsulaban las obras de la tradición, de la costumbre inmemorial, de la experiencia histórica y de la razón práctica. Por otra parte,  en un momento transicional del Medioevo,   en Aragón, en Inglaterra o en Francia, los barones feudales se empeñan en defender sus prerrogativas, franquías, fueros o “privilegios” (sin el sentido peyorativo actual, sino con el de lex privata) frente al absolutismo monárquico en ciernes, que acabará por triunfar con el Estado moderno. Lo hicieron por medio de pactos que contenían compromisos entre el monarca y algunos estamentos sociales. En gran parte, los principios e instituciones del gobierno representativo, así como sus garantías, se derivan, aunque no exclusivamente, de Inglaterra, donde había ido desarrollándose la tutela jurisdiccional de los derechos individuales, la independencia del juez, la representación política, el sistema bicameral,  la monarquía limitada como prefiguración de la pluralidad de órganos supremos. Todo ello por un proceso de transformaciones y adaptaciones concretas, efectuadas gradualmente, de las instituciones heredadas de la Edad Media (que Montesquieu, como noble simpatizante de la Fronda,  procurará trasladar al continente a modo de freno al absolutismo centralista  borbónico). Es justamente en Inglaterra donde se redacta el primer texto constitucional moderno, el Instrument of Government de Cromwell, en 1653, destinado a regir muy brevemente. Allí, junto a una parte “orgánica”, que precisa el modo y ámbito de funcionamiento de las más altas funciones de gobierno, se contiene la garantía del derecho fundamental a la libertad religiosa, zócalo, como vimos, de los derechos fundamentales expansivos posteriores. Ya está listo el escenario para que, montada en la Ilustración, surja el concepto actual y casi exclusivo de constitución, como creación que ex nihilo fit la racionalidad, no ya como pacto, sino como ley abstracta y general. Por cierto, el intérprete, realizando una búsqueda fina de fuentes y antecedentes, puede rehacer algunos hilos conductores de disposiciones e instituciones con la tradición y la costumbre[25]. Pero este vínculo resulta casi siempre tenue y diluido en un lenguaje jurídico normativo que se ha  planetarizado, en especial a través de las declaraciones de derechos. El constitucionalismo pudo hacer triunfar casi decisivamente la razón sobre la tradición, y la creación sobre lo recepto, mientras que en otro campo, el del derecho común, los códigos –también pensados como productos de la pura razón- no pudieron borrar del todo aquellas huellas, cuya evidencia aún se transparenta[26]

El segundo, el poder constituyente, es noción moderna, nacida a fines del s. XVIII e íntimamente relacionada con la idea de soberanía del pueblo. Como vimos, el monarca, aun el investido de la soberanía absoluta y perpetua establecida por Bodino, nunca fue considerado como depositario de un poder constituyente, que correspondía, en definitiva, sólo a Dios. Para el deísmo de la Ilustración, Dios es un relojero que ha puesto en marcha un mecanismo universal. Newton había revelado la ciencia de la constitución del universo físico. A través de un proceso que enlaza a Locke, Hamilton, Madison, Sieyès, el pueblo entra como protagonista en la escena constitucional. Ha aparecido el “derecho constitucional”, la ciencia de la constitución del universo político, de cuño francés y cuyas cátedras los ejércitos de Napoleón habrán de extender por Europa a punta de bayoneta.

Ambas nociones se relacionan y se reabsorben entre sí.

La constitución se encuentra larvada  en el poder constitucional y, al ser finalmente sancionada,  lo deja atrás como a la crisálida. Antes de aparecer el poder constituyente era costumbre inmemorial que se fijaba por una declaración. Ahora se convierte en texto escrito que se vota después de una deliberación. No son más la tradición, la naturaleza de las cosas o la voluntad de Dios los principios que la justifican, sino la voluntad de los hombres que la proponen.

El poder constituyente se agota en la constitución que proclama, disolviéndose en el orden que acaba de fundar. La legitimidad suprema y originaria  de la soberanía popular se transfigura en inicio de una nueva tradición.

Concepción norteamericana y concepción francesa

Este entrecruzamiento complejo da lugar a dos concepciones enfrentadas: la norteamericana (o “pacífica” y la francesa o “revolucionaria”)[27]:

La norteamericana acentúa el punto de llegada, la constitución escrita que consagra el fruto de las deliberaciones constituyentes.

La francesa acentúa el punto de partida,  y subraya la presencia constante de un poder situado por encima de la Constitución que puede, en todo momento, transformarla.

Esta dicotomía  se refleja en la polémica entre Sieyès y Lafayette[28].

Sieyès afirma que el hallazgo de la división entre representación ordinaria y representación extraordinaria, que él hiciera en Qu’est-ce que le Tiers État? (1788), más tarde reformulada como poder constituyente y poder constituido, se encuentra entre esos “descubrimientos que hacen adelantar un paso a la ciencia”.

Lafayette dice que en 1788 los norteamericanos conocían esta idea y la habían aplicado en convenciones, tanto la nacional de Filadelfia como las estaduales, y que diversas constituciones estaduales fueron reformadas por poderes constituyentes, separados de los poderes constituidos. No fue un descubrimiento francés y Francia, lejos de haber hecho dar un paso adelante a la ciencia  la hizo retroceder por la mezcla de funciones legislativas y constituyentes en la Asamblea Nacional y la Convención Nacional, mientras que en Norteamérica siempre se respetó la distinción.

Son dos concepciones del poder constituyente. Lafayette no dice sólo que los norteamericanos conocían la distinción sino que los franceses la aplicaron mal, especialmente en un punto que los norteamericanos tuvieron bien en claro: la distinción entre la constitución y la ley. Sieyès no desconoce la práctica norteamericana, pero no la toma en cuenta porque es federativa. La finalidad de su folleto “¿Qué es el Tercer Estado?” fue la substitución de una asamblea de representantes ordinarios de los tres órdenes sociales y de los poderes locales – los Estados Generales-por una asamblea de representantes extraordinarios del Pueblo/Nación – la Constituyente -. Esto es, una concepción unitaria, de una nación “una e indivisible”, en lugar de una concepción  estamental de los representantes del reino, donde se agazapaba una idea de pacto –foedus- en algún modo emparentada con la forma federativa. Aquí Sieyès, volens nolens, continuaba la tradición absolutista, donde se había consolidado la noción de estatalidad moderna, que la Revolución no haría más que afianzar. El Pueblo/Nación, creador constituyente, debía degollar, por medio de la norma general y abstracta, el orden estamental, donde regía un derecho plural de órdenes concretos. De allí que la noción de poder constituyente, implícita en el caso norteamericano,  era imperativo que resultase explícita y rampante en el caso francés. 

Carl Schmitt señala con agudeza que, en el caso norteamericano, junto con la constitución surgían una serie de nuevos Estados unidos en una federación: la formación de una unidad política nueva y el darse una constitución fueron actos prácticamente simultáneos.  En Francia, al contrario,  no surgió un nuevo Estado, porque éste ya existía. “Se trataba –dice este autor- tan sólo de que los hombres mismos fijaban, por virtud de una decisión consciente, el modo y forma de su propia existencia política. Cuando se suscitó ahí conscientemente, y fue contestada, la cuestión del poder constituyente, aparecía mucho más clara la fundamental novedad de tal fenómeno[29].

Es interesante observar la especificidad, respecto de los dos modelos antedichos, que asume la experiencia hispanoamericana. Aquí, del proceso de la Independencia –llamado de la “emancipación”, lo que señala la huella ideológica de la Ilustración- surgieron varias unidades políticas a partir de los virreinatos borbónicos. A partir de una única nacionalidad, la española, expresada en la constitución del Estado borbónico ilustrado, se fueron diseñando trabajosamente varias nuevas nacionalidades, siempre conscientes, en mayor o menor grado, de su tronco común. En ningún caso este proceso pudo efectuarse simultáneamente con la sanción de una constitución, esto es, con la institucionalización de nuevos Estados a partir de esas nacionalidades en cierne. Más bien, la independencia dio lugar a una serie de intentos constitucionales generalmente fallidos. Los sucesivos titulares del poder no pudieron fundar su ejercicio ni en una tradición constante –habían roto con ella- ni en un inicio determinado por un acto soberano de racionalidad constituyente. En el caso argentino, tras veinte años de fracasos en la organización del autogobierno, debidos sobre todo a los desajustes entre Buenos Aires y el interior,  se logra imponer, por un período de veintidós años (1830-1852) un peculiar régimen de confederación de miniestados provinciales, fundado en un pactum foederis –principalmente el Pacto Federal de 1831- merced al cual el gobernador de Buenos Aires fue acumulando competencias respecto del resto de los gobiernos confederados. En ese período se van conformando el zócalo de la nacionalidad argentina, pero no bajo la forma de la estatalidad moderna, sino según un confederalismo peculiar. Derrocado Juan Manuel de Rosas por una coalición de algunos de estos miniestados confederados, junto con una nación extranjera –el Imperio del Brasil-, los gobernadores de la Confederación acuerdan designar al jefe triunfante al frente de un ejecutivo provisorio y convocar a un Congreso General Constituyente. Desde París, el emigrado tucumano Juan Bautista Alberdi propone la mixtura de federación y unidad plasmada en la constitución norteamericana de 1787, llamada por Story "federo-nacional",  que tendría la  particularidad –conforme asienta el tucumano en las “Bases”- de "reunir los dos principios rivales [unitario y federal] en el fondo de una fusión que tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país". Sobre ese molde, pues, se vacía la sustancia básica de nuestro texto constitucional, acerca del cual  Sarmiento, en 1860, siendo convencional constituyente del Estado de Buenos Aires, no habrá de ser  muy piadoso: "ella [la Constitución] no fue examinada por los pueblos; fue mandada a obedecer desde un campamento, en el cuartel general de un ejército, por los mismos que la habían confeccionado". El caso argentino no se diferencia demasiado de la peripecia histórico-institucional de los demás países de la ecúmene hispanoamericana. En todos ellos, la independencia precedió a la nacionalidad y la nacionalidad precedió  a la institucionalización estatal. En los EE.UU. la independencia se dio casi simultáneamente con la constitución del Estado por ejercicio del poder constituyente. En Francia el Estado ya existía, pero se le dio un nuevo principio a través del cambio revolucionario del sujeto de la soberanía, por medio del poder constituyente. En Hispanoamérica, españoles americanos independientes van conformando un mosaico de nacionalidades al tiempo que intentan diseñar –sobre las ruinas del Estado borbónico ilustrado- diversas  estatalidades por medio de la adopción de esquemas constitucionales trasplantados, lo que explica en buena parte la crónica inestabilidad política regional y el sentimiento difuso de ficción y hasta de mentira vital con que se elaboraron e impusieron muchas de aquellas cartas constitucionales. 

En la tradición norteamericana (o “pacífica”)[30] la constitución es la expresión de la voluntad soberana del pueblo -“we the people of the U.S.” comienza el preámbulo-, pero es una voluntad petrificada en un texto establecido y adoptado luego de un procedimiento complejo y escalonado entre la Convención constituyente originaria de Filadelfia y las ratificaciones de los Estados[31]

De allí derivan dos consecuencias:

La primera es que toda disposición constitucional resulta explícitamente comprendida como jerárquicamente superior a la voluntad expresada por cualquier órgano constituido, comprendido el Congreso de los EE.UU. (especialmente luego de “Marbury vs. Madison”, de 1803, impulsado por el  Chief Justice Marshall, aunque el control de constitucionalidad por parte de los jueces ya había sido planteado por Hamilton en “El Federalista[32]). En consecuencia, la voluntad expresada por los representantes del pueblo no puede prevalecer jamás sobre lo que se supone es la expresión constitucional de la voluntad del pueblo mismo: aquélla es tan sólo la voluntad de un órgano constituido. Luego, habiendo sido la constitución adoptada luego de un proceso largo y complejo, el poder constituyente rara vez es requerido y le cabe al juez y, en particular a la Corte Suprema de Justicia  de los EE.UU. proceder a la interpretación de la constitución. A medida que se aleja del momento histórico de su fundación y ante el cambio de las condiciones sociales, la Corte ha  elaborado métodos de interpretación que la constituyen, objetivamente, en un poder constituyente contramayoritario, que yugula la voluntad popular. La Constitución es lo que la Corte Suprema dice que es. 

En la tradición francesa (o “revolucionaria”), por el contrario, el poder constituyente está por encima de la constitución, planeando sobre ella con facultad de modificarla en cualquier momento. Como la ley es la expresión de la voluntad del pueblo, de la voluntad general, el legislador tiende a ocupar el lugar de poder constituyente. De modo tal que se borra la distinción entre la constitución  y la ley y el poder constituyente se manifiesta siempre activo, bajo la forma de un poder legislativo que encauza la voluntad revolucionaria del pueblo. 

Mientras que en la tradición norteamericana el poder constituyente tiende a diluirse detrás de la constitución rediseñada por la Corte Suprema, en la tradición francesa la omnipresencia del poder constituyente está siempre dispuesto a borrar la constitución a medida que la escribe. El legislador surgido de la soberanía popular es la figura nuclear del poder constituyente

La tradición norteamericana funda el constitucionalismo clásico o concepción normativa de la constitución. La tradición francesa da lugar a una verdadera tradición revolucionaria que puede pervertirse como soberanía  de la Asamblea Legislativa. La tradición norteamericana mantiene una sola república. La francesa ha visto sucederse cinco (con sobresaltos imperiales y monárquicos intermedios).

La norteamericana justifica la extensión del poder del juez, que se convierte en juez de la ley –juzga a la ley- cuando la considera contraria a la constitución: el juez dice, contramayoritariamente, el derecho constitucional.

La segunda subordina la función de juzgar a la aplicación y ejecución de la ley.  El juez es mera boca de la ley.

La concepción francesa decae a partir de la constitución de  1958  cuando se establece un Consejo Constitucional, que puede pronunciarse sobre la constitucionalidad incluso de proyectos de ley, pero donde no tiene legitimación activa los particulares. Actualmente, cualquier juez puede declarar un acto de gobierno o una norma violatoria de la Carta Europea de los Derechos Humanos, incorporada al Tratado de Roma, o a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y los preámbulos de las constituciones de 1946 y 1958. La concepción francesa ha terminado por asimilarse a la norteamericana.  

Hay matizaciones sobre las corrientes norteamericana y francesa que conviene tener en cuenta. 

Fue posiblemente Thomas Paine –un inglés que apoyó la causa de los revolucionarios norteamericanos- quien más claramente expresó la idea del poder constituyente. La Constitución precede al gobierno. El gobierno es la criatura de la constitución. Ella no es obra de un gobierno, sino del pueblo que así constituye un gobierno, y puede deshacerlo[33]. De allí que Paine, y luego Jefferson, afimaran que una constitución surge del “consentimiento de los vivos”  y los vivos no pueden quedar sujetos en lo político a la voluntad de los muertos. Aconsejaban, pues, revisar la constitución periódicamente, al menos una vez cada generación. Y el razonamiento era impecable: si la constitución es suprema, porque resulta de la voluntad soberana del pueblo constituyente, ¿qué puede impedir a ese mismo pueblo soberano revisar la constitución generacionalmente? Concluían que era un derecho ilimitado e ilimitable. Y dejaban entrever la característica antidemocrática del constitucionalismo, empeñado en cercar y recortar el poderío constituyente, atando las manos del pueblo. 

Joseph de Maistre, por su parte, que escribe al tiempo de Paine, considera fuera de lugar esta criatura revolucionaria, el poder constituyente. Afirma[34] que    las constituciones no las hace el hombre, como no hace un árbol. Las constituciones, viene a decir el gran reaccionario, las hacen y deshacen las costumbres y el tiempo. La soberanía del pueblo es un mito y, en todo caso, oculta una usurpación del legítimo soberano dinástico. Mientras para Paine el pueblo puede hacer y deshacer su criatura constitucional, para de Maistre es ilusión que las constituciones, en su acepción antigua de modo de ser político de una comunidad, resulten producto de persona alguna.   En Paine y el saboyano el constitucionalismo clásico se ve cuestionado desde dos extremos.  

Para Hans Kelsen[35] no existe el poder constituyente –es puro derecho natural el recurso al pueblo como fuente de todo derecho-. Sólo tiene el sentido de dificultar la modificación de las normas supremas.

Para Carl Schmitt[36], en fin.  el poder constituyente es la voluntad política con fuerza o autoridad para tomar una decisión sobre el modo y forma de organizar la existencia política de una comunidad.

La constitucionalización del poder constituyente

La constitucionalización del poder constituyente es un fenómeno antiguo, que arranca con las primeras constituciones escritas –1787 y 1791-. Desde entonces, no cesa de crecer y consolidarse.

De una parte, se desenvuelve a partir de la asimilación del poder constituyente a un poder únicamente de revisión (poder constituyente derivado).

De otra, por una subordinación del poder constituyente derivado al respeto de normas de forma y fondo que no puede modificar. Estas normas constituyen un ámbito de supraconstitucionalidad (resultan a la democracia liberal lo que las leyes fundamentales y consuetudinarias del reino a la monarquía). Los derechos humanos, la separación de poderes, la forma republicana de gobierno forman el núcleo de este bloque de supraconstitucionalidad con el que se tallan las constituciones sucesivas.

Otra era la opinión de Sieyès. El poder constituyente estaba desprovisto de toda  forma. La constitución obliga al gobierno, pero no liga la voluntad de la nación. La voluntad nacional resulta siempre legal; es el origen de toda legalidad. La nación no está sometida a la constitución ni puede estarlo. Una nación (un poder constituyente) es independiente de toda forma.

Para Carl Schmitt la definición más clara del poder constituyente, estuvo dada en 1789 por la transformación de los Estados Generales en Asamblea nacional, libre de toda forma (la que pretendía la convocatoria del monarca). El poder constituyente es una revolución permanente. De todos modos, cabría señalar que la Convención de Filadelfia de 1787 también se colocó revolucionariamente como poder constituyente, por medio de una suplantación, ya que fue originariamente convocada no para dictar una constitución sino para revisar el pacto confederal de los Artículos de Confederación y Perpetua Unión de 1777. Un hábil cabildeo donde se destaca el genio de Alexander Hamilton condujo a constituir la república federativa. El conflicto quedaría en sordina hasta estallar en 1861 con la guerra civil entre confederados y unionistas.  

Poco a poco, aquel poder constituyente libre de toda forma aprisionante se va reduciendo a simple poder de revisión de la constitución. Se exaltan las virtudes democráticas de un poder derivado frente al vicio revolucionario del poder constituyente originario.

Entre el poder constituyente originario y el poder constituyente derivado los juristas liberales comienzan a ver la oposición entre el hecho ( el originario, del que el jurista no se debe preocupar) y el derecho (el derivado y ley, objeto del estudio del jurista).

Límites al poder de revisión

¿Cuánto puede reformarse de una constitución que puede reformarse “en todo o en parte”? ¿Cuál es la eficacia de las interdicciones de intangibilidad?. Para buen número de juristas  estas interdicciones son ineficaces y abrogables. Una minoría les atribuía eficacia. Se distinguía si el impedimento apuntaba a la forma o al fondo y, en definitiva, si en derecho, como pretendía el positivismo, el fondo era reductible a la forma. Pero, en toda la doctrina (salvo el caso apuntado de Schmitt) se aceptaba la distinción entre poder constituyente originario y poder constituyente derivado, rompiéndose así con la concepción revolucionaria del poder constituyente y subordinando el poder constituyente del “pueblo” al respeto de la legalidad y de la forma representativa.

Esta corriente doctrinaria mayoritaria (este main stream) encontró un neto desarrollo en la Alemania de posguerra. La ley Fundamental de Bonn de 1949 fue notablemente rígida al respecto. El art. 79 inc. 3º impedía la revisión o reforma de la forma federal, de la participación de los Länder, los principios dela dignidad humana, los derechos fundamentales y el sistema democrático (die freiheitliche demokratische Grundnordnung). Una “cláusula de eternidad” o cláusula pétrea supraconstitucional (sobre cuya inutilidad alertaba Kelsen).

Por otra parte, se sostiene que los órganos de control de constitucionalidad, difusos o concentrados, ejercen también un control de constitucionalidad sobre la revisión constitucional por un poder constituyente derivado.

Hay, pues, una legitimidad supraconstitucional colocada por encima del mismo poder constituyente. Constituida, básicamente, a modo de derecho natural sustituto, por el derecho cosmopolítico donde se vuelcan los valores del humanismo moderno.

La globalización de los derechos humanos

El derecho internacional público contemporáneo del constitucionalismo clásico era un derecho inter-estatal que establecía  el conjunto de derechos y deberes de los Estados en sus relaciones mutuas. Los tratados o pactos entre Estados, estaban destinados a regir entre ellos y exclusivamente entre ellos, ya fuese como sujetos activos o pasivos de obligaciones allí asumidas. Montesquieu[37] afirmaba: “el derecho de gentes está fundado naturalmente sobre este principio: las diversas naciones deben hacerse, en la paz, el mayor bien, y en la guerra, el menor mal posible, sin perjudicar sus verdaderos intereses”. Un ejemplo: las convenciones de Ginebra sobre el jus in bello, el derecho durante la guerra.

Veamos a grandes rasgos los desarrollos del  Nómos  del planeta, en sus diversos estadios a partir del despuntar de la modernidad, consignándose en cada caso la potencia decisora o nomoteta[38].

1494-1648  

Nómos español.

1648 

Paz de Westfalia pone fin a la guerra intercristiana en Europa (Guerra de los 30 años). La era de los Estados soberanos secularizados con tolerancia religiosa. Jus publicum europaeum

1648-1815

Nómos francés continental

1815-1919 

Nómos británico y anglosajón, marítimo (se cierra con Tratado de Versalles , considerado un  simple diktat por los vencidos. Además de imponer pasadas reparaciones, fue el primer tratado de paz que no contenía una cláusula de amnistía).

El nuevo Nómos de la tierra que a partir de 1919 comienza a despuntar al lado y contra el antiguo Nómos, termina imponiéndose definitivamente a partir de la segunda mitad del siglo pasado. En él, para servirse de la rápida síntesis de Alain de Benoist, lo fluido se impone a lo sólido, lo efímero a lo duradero, las redes a las organizaciones, los empeños puntuales a las vocaciones inmutables, los intercambios nnámades a las relaciones sociales radicadas, la lógica del Mar y del Aire a la de la Tierra[39]. El eje de este Nómos es un derecho internacional globalizado (no inter-nacional), derecho cosmopolítico, según la expresión de Kant, centrado en los individuos antes que en los Estados, en todo caso sujetos pasivos de sus obligaciones y que Norberto Bobbio  definió como un derecho de hospitalidad: “derecho de todo hombre a ser tratado como amigo y no como enemigo”. El núcleo básico son los human rights y su efecto horizontal irradiante, al que ya nos hemos referido.

Aparece el “derecho a la ingerencia humanitaria” sobre las soberanía y el derecho a la “autodeterminación”. Se extiende un derecho penal global para sancionar a quienes no respeten los derechos subjetivos fundamentales, que son considerados valores objetivos universales.

Bajo el nuevo Nómos, no  han cesado las masacres, como las que perpetraban los Estados naciones bajo el antiguo Nómos, pero el discurso ha cambiado radicalmente. La soberanía estatal  no es ya un argumento oponible al derecho penal humanitario y al deber de ingerencia (sin perjuicio de evidentes dobles estándares de aplicación).

Un acontecimiento central para el aceleramiento en el surgimiento del nuevo Nómos ha sido la Shoá,[40] es decir, la persecución y asesinato masivo  de judíos por el Tercer Reich alemán. La necesidad de protección de los pueblos y de los individuos contra los genocidios aceleró la globalización del derecho cosmopolítico. Ello condujo a la criminalización de ciertos comportamientos políticos, sin recurso al privilegio soberano (también aquí podrían anotarse caso de doble estándar). Tal proceso  coincide con la etapa crepuscular de los Estados naciones soberanos (aunque subsisten y subsistirán, aunque más no sea para hacer aplicar y ejecutar el derecho global) y en tanto se  desenvuelve de un orden jurídico universal con una Constitución planetaria sin Estado. Una Constitución que consiste en una generalizada parte dogmática, sin parte orgánica. Y respecto de la cual los poderes constituyentes locales no pueden prevalecer. Así, los tratados internacionales, en el caso de la Argentina, tienen jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 CN). Se conforma de este modo un “bloque de constitucionalidad”, según la figura del constitucionalismo español adoptada por la Corte Suprema argentina,  que a cierto tipo de tratados de especial importancia y universalidad, les otorga vigencia efectiva por vía del jus cogens

En una muy breve enumeración, los tratados y declaraciones que establecen los elementos básicos de esta constitución global son:

1945 Carta de la ONU

1948 Convención sobre prevención y represión del delito de genocidio

1948 Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea de la ONU

1948 Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre

1966 Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales

1966 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

1967 Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial

1969 Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica)

1979 Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer

1984 Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes

1989 Convención sobre los Derechos del Niño

En cuanto a los aspectos penales de este derecho cosmopolítico, deben recordarse, ante todo, los tribunales militares de Nuremberg y Tokio, establecidos por potencias vencedoras  finalizada de la Segunda Guerra Mundial. La Convención sobre Genocidio estableció un tribunal penal internacional pospuesto sine die. Entre 1993 y 1994 se establecieron tribunales penales internacionales para juzgar los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda. En 1998 se firma el Tratado de Roma, que establece una Corte Penal Internacional, que al momento de escribirse este trabajo inicia su primer juicio.

El zócalo de principios y afirmaciones respecto de la protección individual que este paradigma humanitario globalizante afirma – volcado en una suerte de constitución dogmática universal - nadie puede dejar de compartirlo. Otra cosa, que excedería los límites de este trabajo, resulta el examen de sus aplicaciones, inevitablemente cruzadas y permeadas por el ejercicio desnudo del poder. La criminalización de la guerra, surgida de las mejores intenciones, la ha hecho más brutal, desquiciándola hasta convertirla en conflagración brutal. El planeta está hoy atravesado por una guerra civil global y permanente. Los principios – indiscutibles - establecidos en nombre de la humanidad sirven para discriminar a enemigos a quienes se destituye de esa condición humana. Los descreídos son arrojados a las tinieblas exteriores donde vagan los rogue States –Estados villanos - o los failed States – los Estados fracasados. Y los intentos de aplicar una jurisdicción global y trasladar el poder sancionatorio a jueces planetarios presenta aspectos altamente discutibles[41]

A modo de conclusión

Estamos ante una constitución dogmática universal, sin Estado, en trabajosa construcción. Ella es, hoy, la máxima regla constitucionalizadora de cualquier poder constituyente. La constitución puede ser planetaria. El poder constituyente siempre estará localizado. Corresponde, en su más alto registro, a la expresión de la voluntad de un pueblo, con autoridad para tomar una decisión fundadora de conjunto sobre el modo y forma de organizar su propia existencia política. Ocurre que la noción misma de “pueblo”, como concepto político, se nos ha escapado y nadie sabe bien donde está. Tenemos “la gente”, percentiles estadísticos en sondeos constantes, movilizaciones de muchedumbres rara vez espontáneas. En nuestro tiempo, la democracia se encuentra oscilando entre dos extremos igualmente perversos: o su ficción representativa a través del “partido único de los políticos” que perpetúa sus privilegios y prebendas o su ficción populista, con un demagogo que se arroga la palabra del pueblo, por medio del apoyo de masas clientelísticas arrojadas a la miseria y mantenidas en ella que sólo puede sobrevivir por planes asistenciales. Los trastornos unidos a ambas formas degeneradas de la vida democrática que, ante todo, reducen al ciudadano a dato estadístico o código fiscal y desconocen por igual la libertad de participación en la construcción política de la morada común, tienden a conducir a situaciones de excepcionalidad, guerra civil y conflicto social profundizado. ¿Cómo establecer en esos caso un nuevo comienzo? Por el ejercicio soberano del poder constituyente o, de otra parte,  por la lucha armada y/o el golpe militar, o por la invasión extranjera. Esto es, por una implicación del pueblo, o por un acto de pura imposición, interno o externo. Ahora bien, el “pueblo” político, por definición formado por hombres libres, se ha vuelto por ahora inhallable. En la teoría que hemos examinado aquí, el pueblo ejercita  el poder constituyente como un soberano con un poder fundador, que crea la constitución. Es –o debiera ser- un soberano productivo, no un soberano represivo. Es un legislador fundador y no un gobernante absoluto. Ese acto soberano de creación está en tensión con el instrumento que crea y no queda determinado, sujeto o limitado por él. Simplemente, desaparece una vez creado el poder constituido, hasta que una nueva excepcionalidad vuelva necesaria su reaparición.  En el caso boliviano, se observa que el poder constituyente se pretende que sea asumido para absolutizar una reivindicación étnica. No es el “pueblo” como concepto englobante del derecho público político el que se invoca, sino el “pueblo” o los “pueblos originarios”, esto es, la reivindicación identitaria de una etnia –o varias, en puridad. La identidad es una de las reivindicaciones de nuestro tiempo que se yergue, válidamente, frente a la ola globalizadora y uniformizadora con que culminó la modernidad. Pero las identidades deben funcionar como “identificaciones” dentro de la noción política y abrazadora de “pueblo”. De otro modo se exacerba la guerra intestina y se colocan los países al borde de la fragmentación.

Pese a todos los límites que desde los primeros desarrollos del constitucionalismo clásico se establecieran, un “pueblo” como sujeto político siempre podrá reivindicar la decisión constituyente de cómo organizarse. El gran problema es que el sujeto “pueblo” se nos ha extraviado y no logramos por ahora encontrarlo.-



[1] ) Ver Luis María Bandieri, ·”¿Una constitución para Europa? A propósito del "No" francés “, ElDial.com, 31/V/2005

[2] ) Cal Schmitt, en su “Glossarium” dice: “el derecho al error religioso se transformó en fundamento del derecho constitucional”. Cit. por Pietro Giuseppe Grasso, “El Problema del Constitucionalismo después del Estado Moderno”, Marcial Pons, Barcelona, 2005, p. 30

[3] ) Conforme la observación que me formulara el distinguido jurista colombiano Andrés Botero Bernal., que cortésmente leyó los borradores de este trabajo, correspondería agregar a estos procesos fundadores el del constitucionalismo haitiano, el primero en Latinoamérica, a partir de de 1801, con Toussaint Louverture, 1805 y 1807 con Dessalines y 1816 con Pétion. Aunque para los líderes criollos de la Independencia el ejemplo de la isla, con su revolución social  y racial   resultaba inoportuno que se extendiese al continente – de hecho Bolívar desechó invitar a Haití al Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826 - instituciones haitianas como la presidencia vitalicia serán incorporadas por el Libertador al texto de la constitución de Bolivia de 1825, que aquél redactó.  

[4] ) Ver Carl Schmitt, “Teoría de la Constitución”, traducción de Francisco Ayala, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 92 y sgs.

[5] ) Título de un libro de Gilles Kepel, “La Revanche de Dieu: chrétiens, juifs et musulmans à la reconquête du monde”, ed. Seuil, 1991

[6] ) Se trata de una conferencia pronunciada en Barcelona en 1929, publicada luego como “Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitsierungen”, literalmente  “La Época de las Neutralizaciones y de la Despolitización”, traducida por Francisco Javier Conde como “La Época de la Neutralidad”, en “Estudios Políticos”, ed. Doncel, Madrid, 1975, p. 11/31. 

[7] ) I Corintios, 13,12

[8] ) La periodización histórica tiende a establecer, más allá del fechado cronológico lineal, los ciclos de nuestra peripecia colectiva. Al  fijar los límites del siglo XX entre 1914 ó 1917 y 1989 ó 1991, el historiador Eric Hobsbawm, a quien pertenece la frase “siglo breve”, establece como núcleo del Novecientos el ciclo del comunismo soviético. Si estableciéramos una periodización sobre el ciclo norteamericano, a partir, por ejemplo, de la guerra de Cuba, en 1898, el siglo XX podría convertirse en un “siglo largo”, que dure hasta bien entrado el XXI. De todos modos, en el texto se adopta la denominación de Hobsbawm (“siglo breve”), por la comodidad de lo generalmente aceptado.

[9] ) Carl Schmitt llama Nómos de la Tierra (entendida aquí como conjunto de los espacios del planeta) a la  "ley orgánica", "principio fundamental" o "acto fundamental" ordenador y distributivo.  Este Nómos que ordena, asigna y distribuye desde un "dónde" determinado, funda o refunda las categorías de lo político y de lo jurídico para las sucesivas representaciones simbólicas del mundo y del cosmos. Ver “El Nomos de la Tierra en el derecho público del jus publicum europaeum”, ed Struhart, Buenos Aires, 2005, con introducción de Luis María Bandieri.

[10] ) “La ficción de la representación ha sido instituida para legalizar el parlamentarismo bajo el aspecto de la soberanía del pueblo” , Hans Kelsen, “Esencia y Valor de la Democracia”, trad. de Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz y Lacambra, prólogo de Ignacio de Otto, Guadarrama, Barcelona, 1977, p. 53.

[11] ) ver  Carl Schmitt, “Teología Política –cuatro ensayos sobre la soberanía”,  trad. de Francisco Javier Conde, introducción de Luis María Bandieri, ed. Struhart, Bs. As. 1998, p. 54.

[12] ) Sieyès no utiliza la expresión “poder constituyente” en su famoso folleto “¿Qué es el Tercer Estado?”, aunque el concepto esté implícito. Las citas pertenecen a su “Exposition Raisonnée des Droits de l’Homme et du Citoyen”, del 20 de julio de 1789 ante el Comité de la Constitución

[13] ) “Con la doctrina democrática del Poder Constituyente del pueblo (...) ligó Sieyès la doctrina antidemocrática de la representación de la voluntad popular mediante la Asamblea Nacional Constituyente”, dice Carl Schmitt, op. cit. n. 3, p. 97.

[14] ) Carl Schmitt, op. cit. n. 3, p. 95

[15] ) ver Luis María Bandieri,  “Derechos del Hombre y Derechos Humanos, ¿son lo mismo?”, E.D. 18/09/2000

[16] ) Quienes se oponen a ella  “son extranjeros entre los ciudadanos”, Du Contrat Social, L. IV, cap. II

[17] ) “La Disparition du Pouvoir Constituant”, Krisis, nº 26, Paris, février 2005, p. 18 y sgs.

[18] ) La expresión “eficacia simbólica”, en el sentido propiamente jurídico que le da el citado estudioso colombiano, consiste en afrontar los problemas sociales por medio, exclusivamente, de la expedición de normas, para que la sociedad entienda de este modo que los problemas se van componiendo por su mero dictado, aunque aquellos quizás se agraven más aún o se vuelvan endémicos, pero creando, de este modo, un inmediato efecto colectivo tranquilizador, a modo de un placebo en medicina. Según el mismo Botero Bernal, ello se suele acompañar del síndrome normativo, esto es, que ante los problemas se descarga una ráfaga de normas jurídicas en todos los niveles y en todas las direcciones, con prescindencia de la utilización de otros recursos sociales y culturales de orientación, manejo y control, probablemente más aptos, propicios y `prudentes. Ver “Diagnóstico de la Eficacia del Derecho en Colombia y otros ensayos”, Señal Editora y Fondo Editorial Biogénesis, Medellín, 2003 y su ponencia “Formas Contemporáneas de Dominación Política: el síndrome normativo y la eficacia simbólica”, en II Jornadas Nacionales de Derecho Natural, San Luis, Argentina, 2004, en http://derechonatural.tripod.com/ponencias/botero.htm. Claude Lévy-Srauss había echado mano ya, en un contexto y bajo una impostación totalmente diferentes, de la expresión “eficacia simbólica” para referirse a actos que, realizados en un cierto orden de relaciones, se suponía ejercían efectos en otro orden de relaciones, a modo de equivalentes significativos de un mismo significado, como por ejemplo, la curación de una enfermedad por medio de cánticos, etc.   

[19] )  La doctrina alemana ha acuñado las expresiones Drittwirkung der Grundrechte (tercer efecto –horizontal- de los derechos fundamentales) y Ausstrahlungswirkung (efecto irradiante).   

[20] ) “¿Ocaso o Eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización”, Marcial Pons, Madrid/Barcelona, 2005, p. 104 y sgs,

[21] ) Recuérdese, de todos modos, la famosa frase de Montesquieu: “des trois puissances dont nous avons parlé, celle de juger est en quelque façon nulle”, de los tres poderes de los que venimos de hablar, el de juzgar es, de alguna manera, nulo. L’esprit des Lois, L. XI. El ejercicio efectivo del  poder de un tribunal depende del brazo o función ejecutiva.

[22] ) Ver “La Paz Perpetua”, sección 2ª., tercer artículo definitivo de la paz perpetua.

[23] ) Op. cit. nota 9

[24] ) Aristóteles (“Política”, IV, 1, 1289ª) define la constitución como el ordenamiento de la ciudad respecto de las magistraturas, el modo de distribuirlas y quién ha de mandar. Para Aristóteles, la constitución es el gobierno mismo (el título griego de la obra de Platón que conocemos como “República” es politeia)

[25] ) El texto original de la constitución de 1853 abolía para siempre las criollas “ejecuciones a lanza o cuchillo”, mención que la reforma de 1860 suprimió por considerarla poco decorosa frente al “primer mundo” de entonces. El art, 29 de nuestra constitución, que fulmina como insanablemente nulas las cláusulas por las que el Congreso o las Legislaturas puedan conceder al Ejecutivo facultades extraordinarias, la suma del poder público o concederle sumisiones o supremacías, y califica a quienes de las formulen, consientan o firmen de infames traidores a la Patria, es consecuencia bien nativa de un repudio a las facultades extraordinarias  concedidas por la Legislatura de Buenos Aires a Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina y de los negocios generales del país. Fue una reafirmación histórica y solemne de la forma republicana de gobierno. La mayor parte de los ejecutivos patrios, desde 1810, gobernaron con el “lleno de las facultades”. Incluso cuando, caído Rosas, los gobernadores se reúnen en San Nicolás en 1852, para convocar al Congreso General Constituyente, conceden a quien designan Director Provisorio de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, facultades supremas. No conocían otro modo de regir el país. Y el “lleno de las facultades” habrá de subsistir en nuestra Constitución bajo la forma del estado de sitio, para hacer frente a la excepcionalidad, bajo el cual transcurrió, lamentablemente, buena parte de nuestro pasado político. La historia del presidencialismo argentino demuestra hasta nuestros días –además- que, por vía de excepcionalidad, el “Jefe Supremo de la Nación” suele acumular “superpoderes” que exceden con mucho los que poseyó Rosas en su tiempo. El art. 76  de la CN, que prohibe la delegación legislativa en el Ejecutivo, pero a continuación establece excepciones en materia de administración o emergencia pública, y el art. 99, inc. 3º, que bajo pena de nulidad absoluta e insanable prohibe legislar al Ejecutivo, para a continuación establecer que en circunstancias excepcionales podrá hacerlo por decretos de necesidad y urgencia, ilustran con hábitos bien nuestros sobre una aporía del derecho constitucional clásico señalada por Alvaro d’Ors: si se formaliza el estado de excepción, con sus poderes extraordinarios, se renuncia a la situación de normalidad y lo excepcional se vuelve norma; si, contrariamente, se intentan suprimir tales poderes excepcionales tachándolos de inicio como inconstitucionales, la dura necesidad irrumpirá en algún momento violentando esa barrera normativa.     

[26] ) Ver Luis María Bandieri, “En torno al Código Napoleón; permanencia y cambio”, en AA.VV. ,“La Codificación: Raíces y Prospectiva”, EDUCA, Buenos Aires, 2003, p. 209 y sgs. 

[27] ) Ver Segundo V. Linares Quintana; “Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional”, Buenos Aires, 1956, t. II, p. 123, nro. 845bis. También Eric Chauvin, op. cit. nota 9

[28] ) En realidad, se trata de una polémica póstuma, ya que Lafayette dejó asentada su postura en sus “Memorias”, publicadas luego de su muerte, ocurrida en 1834, Pueden consultarse los autores citados en la nota anterior.

[29] ) Carl Schmitt, op. cit. n. 3, p. 96

[30] ) Por cierto que, al hablar de “tradición norteamericana” nos referimos a la del sector ideológico que triunfó en la Convención de Filadelfia y la historia subsiguiente, inspirada principalmente por Alexander Hamilton y el partido Federalista. Resulta muy interesante, aunque ajeno a los límites de este trabajo, examinar el pensamiento “antifederalista”, opuesto al centralismo hamiltoniano, defensor de las autonomías estaduales y crítico del principio de supremacía de la constitución federal y al derecho absoluto y supremo de la Corte Suprema de interpretar la constitución. Ver Alberto Benegas Lynch (h) y Carlota Jackisch, “Límites al  Poder: los papeles antifederalistas”, ed.Lumiere, Buenos Aires, 2004. Téngase en cuenta que en los orígenes norteamericanos, los “federalistas”, antecesores de los republicanos actuales, eran los que defendían aumentar y concentrar las prerrogativas en el poder central –“federal”- mientras los “antifederalistas” afirmaban y pretendían ampliar las autonomías originarias de los estados federados. 

[31] ) Se estableció que bastaba la ratificación de 9 de los 13 estados originarios. Con las enmiendas que incorporaron los derechos y garantías se logró. Finalmente, la ratificación de Carolina del Norte, en 1789, y de Rhode Island en 1790.

[32] ) Hamilton toma a su vez este concepto de la judicial review de los antecedentes británicos, ya que las leyes coloniales eran revisadas por el juez inglés para comprobar si se conformaban con los principios superiores del common law.

[33] ) “Los Derechos del Hombre”, Ed. Perrot, Bs. As. 1959, p. 96.

[34] ) “Consideraciones sobre Francia”, Rialp, Madrid, 1955, p. 135

[35] ) “Teoría General del Estado”, 36C. p. 331.

[36] ) Op. cit. n. 3, p. 93

[37] ) “El Espíritu de las Leyes” (I,1,3)

[38] ) Con respecto a Nomos, recuérdese la definición expresada en la n. 9.

[39] ) Alain de Benoist,  “Obiettivo Decrescita”, en “Comunità e Decrescita”, Arianna, Casalecchio di Reno, 2005.

[40] ) En hebreo, literalmente, “desastre”

[41] ) Ver al respecto la obra de Danilo Zolo (profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Florencia), “La Giustizia dei Vincitori –da Norimberga a Baghdad”, Laterza, Roma, 2005. La idea de pasar de sanciones entre Estados a una jurisdicción global fue expresada por Hans Kelsen, en 1944, en su opúsculo “Peace Trough Law”, La Paz a través del Derecho. Sin embargo, el jurista de Praga fue luego muy crítico respecto de los tribunales de Nuremberg. .



[i] ) Luis María Bandieri: Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor titular Universidad Católica Argentina. El presente trabajo amplía la disertación pronunciada por el autor el 27 de octubre de 2006 en el Congreso de Derecho Constitucional –“Reforma de la Constitución y Jurisdicción Internacional”, celebrado en Arequipa, Perú, del 26 al 28 de octubre de 2006, con el auspicio de la Universidad Católica San Pablo y el Colegio de Abogados de Arequipa-

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