LECCIONES DE AMOR


En mi primer día de labores como profesor adjunto de pedagogía en la Universidad del Sur de California, en Los Angeles, entré al aula sintiéndome presa de una terrible angustia. Un frío silencio fue la respuesta de la clase atestada a mi tímida sonrisa y breve saludo. Hojeé un momento mis anotaciones y di inicio, balbuciante, a mi disertación.

Nadie parecía hacerme el menor caso. En ese momento advertí la presencia, en la quinta fila, de una joven de porte tranquilo, vestida de blanco. De piel bronceada, ojos vivaces color castaño y cabellera dorada, su animado semblante y sonrisa cordial me alentaron a seguir adelante. Atenta a mi exposición, ella asentía con la cabeza o con un “sí”, y tomaba notas. Proyectaba la confortante sensación de que le interesaba cuanto trataba yo de transmitir de manera tan insegura. Empecé a dirigirme a ella, y recobré la confianza y el entusiasmo.

Minutos después, me atreví a pasar la mirada por toda el aula. Los demás estudiantes habían empezado a atender y tomaban notas. Aquella extraordinaria muchacha me había sacado del aprieto. Al terminar la lección revisé la lista en busca de su nombre: se llamaba Gladys. En las siguientes semanas leí sus trabajos. Redactaba con creatividad, sensibilidad y fino sentido del humor.

Yo había pedido a mis discípulos que pasaran a verme a mi oficina durante el semestre escolar, y aguardaba con especial interés a Gladys. Deseaba decirle cómo me había salvado aquel día y alentarla a que desarrollara sus cualidades de persona considerada y perspicaz. Pero jamás se presentó.

Unas cinco semanas después de iniciado el semestre, se ausentó durante dos semanas. Pregunté la causa de su ausencia a los estudiantes que se sentaban cerca de ella y me sorprendió enterarme que ni siquiera sabían su nombre. Recordé la aguda observación de Albert Schweitzer: “Estamos todos tan juntos, y sin embargo, todos estamos muriendo de soledad...”

Fui a ver a la jefa administrativa de la sección de mujeres. En cuanto mencioné el nombre de Gladys, la dama se sobresaltó y exclamó:

—¡Oh, lo siento mucho, Leo; supuse que usted estaba enterado...!

Gladys se había dirigido en su auto a los acantilados del Pacífico, encantadora población cercana a Los Angeles, donde los riscos caen a plomo sobre el mar. Allí, según declararon unos paseantes horrorizados, se arrojó hacia la muerte. ¡Gladys tenía apenas veintidós años...! El don divino de su individualidad se había perdido para siempre. Llamé por teléfono a sus padres. La ternura con que su madre se refirió a ella me indicó que la habían amado. Pero era obvio para mí que ella no se había sentido amada.

—¿Qué estamos haciendo? —pregunté a un colega—. Nos ocupamos demasiado en enseñar cosas. ¿De qué sirvió haber enseñado a Gladys a leer, escribir, hacer cuentas, si jamás le inculcamos lo que realmente necesitaba aprender: a vivir jubilosamente, a justipreciarse y a tener conciencia de su propia dignidad?


Quise ayudar a quienes necesitan sentirse amados. Daría un curso acerca del amor. Me pasé varios meses buscando en libros algo que pudiera servirme, pero fue poco lo que hallé. Casi todos los textos trataban el tema con un enfoque sexual o romántico. Era escaso lo que había sobre el amor en general. Sin embargo, consideré que si yo actuaba como mero facilitador, mis discípulos y yo podríamos enseñarnos mutuamente a aprender juntos.

Denominé al curso Lecciones de Amor. Bastó que lo anunciara una sola vez para que se llenara el aula de asistentes a esa materia extracurricular. Proporcioné a cada participante una lista bibliográfica, pero prescindimos de textos obligatorios, de requisitos de asistencia y de exámenes. Solo compartíamos nuestras lecturas, ideas y vivencias. Partía yo del supuesto de que el amor se aprende. Nuestros maestros son quienes aman y se relacionan con nosotros. De no encontrar modelos de amor, creceremos necesitados de amor y sin la capacidad de amar.

—La venturosa posibilidad —propuse a mis alumnos— es que se puede aprender a amar en cualquier momento de la vida, si estamos dispuestos a dedicarle el tiempo, la energía y la práctica necesarios.

Pocos faltaban a una sola sesión de Lecciones de Amor. Los participantes tenían que apretarse unos junto a otros a medida que llevaban consigo a sus padres, hermanos, amigos, cónyuges e incluso abuelos. Una de las primeras cosas que intenté aclarar fue la importancia del contacto físico.

—¿Cuántos de ustedes han abrazado fuertemente en la última semana a alguien que no fuera su novio, novia o cónyuge?

Pocos levantaban la mano. Una estudiante afirmó:

—Siempre temo que se interpreten mal mis intenciones.

La risa nerviosa que cundió me reveló que muchos compartían este punto de vista.

—El amor necesita expresarse físicamente —repuse—. Me siento afortunado de haber crecido en el seno de una familia italiana, efusiva, en que nos abrazábamos mucho. Asocio los abrazos con un género de amor más universal. Pero si ustedes temen que se les interprete mal, comuníquenle sus sentimientos a quien están abrazando. Para aquellos que realmente se sientan molestos si los abrazan, bastará un fuerte apretón de ambas manos para satisfacer su necesidad de caricias.

Iniciamos la costumbre de abrazarnos unos a otros al final de cada sesión. Con el tiempo, los abrazos se convirtieron en forma habitual de saludo en la universidad, entre los alumnos de mi curso. Jamas concluíamos una sesión sin un plan para compartir amor.

Cierta ocasión, decidimos expresar gratitud a nuestros padres, lo cual suscitó reacciones memorables. Para uno de los estudiantes, excelente jugador del equipo de fútbol americano de la universidad, la tarea resultó en especialmente incómoda. Sentía un gran amor, pero era incapaz de expresarlo. Tuvo que armarse de gran valor y determinación para ir a la sala de su hogar, hacer que su padre se pusiera de pie y darle un fuerte abrazo. Le dijo: —Te quiero, papá — y lo besó. Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y musitó: —Lo sé, hijo. Yo también te quiero.


Los años que he dedicado a mis Lecciones de Amor han sido los más estimulantes de mi existencia. Al proponerme abrirles las puertas del amor a otros, descubrí que también se han abierto para mí. No hace mucho, comí en una fonducha de Arizona. Al pedir chuletas de cerdo, alguien comentó:

—¡Está usted loco, nadie come tal cosa en un lugar como éste!

Sin embargo, me parecieron exquisitas.

—Me gustaría conocer al cocinero —indiqué al dueño.

Fuimos a la cocina, y allí estaba el hombre, corpulento, sudoroso.

—¿Qué sucede? ¿alguna queja? —vociferó.

—¡No, esas chuletas estaban de primera! — respondí.

Me miró como se mira a un loco. Se advertía a las claras que le resultaba difícil aceptar el cumplido. Luego, me propuso con gran cordialidad:

—¿Le cocino otra?

¿No es maravilloso? De no haber aprendido a amar habría pensado gratamente en
aquellas chuletas, pero quizá no le hubiese dicho nada al cocinero, así como dejé de
expresarle a Gladys lo mucho que me había ayudado en mi primer día como maestro. He
ahí una de las cosas en que consiste el amor: compartir nuestro gozo con la gente.


Otro secreto del amor radica en percatarse que uno mismo es un ser especial y que no hay en todo el mundo una persona igual a otra. Si tuviera una varita mágica y pudiera pedirle la realización de un deseo, tocaría a todo el mundo con ella y haría que cada persona dijera con convicción:

—En este instante me agrada como soy. Y me gusta lo que puedo ser. Soy lo máximo.


La búsqueda del amor ha hecho de mi vida algo maravilloso. Pero, ¿cómo habría sido mi existencia de no haber conocido a Gladys? Estaría aún balbuceando mi tema ante los estudiantes, ajeno a los vulnerables seres humanos que se ocultan detrás de las máscaras? ¡Gladys me arrojó el guante y yo lo recogí! Tal fue la motivación del cambio. ¡Cómo quisiera que Gladys estuviera hoy aquí, conmigo! La abrazaría fuerte y le diría:

—Mucha gente me ha ayudado a saber qué es el amor, pero tú me diste el primer impulso. ¡Gracias. Te quiero!

Mas estoy convencido de que, en alguna forma misteriosa, el amor que le tengo a Gladys ya ha viajado hasta ella.


Si te parece, responde a cada una de estas preguntas según sea el caso.

1. ¿Te es fácil manifestar tus sentimientos a los demás? ¿con quiénes te es más difícil hacerlo?
2. ¿Has pensado que al no expresar tus sentimientos y emociones a las personas que has mencionado, las estás hiriendo de alguna manera?
3.¿ Estás perdiendo la oportunidad de darte a conocer?
4.¿ Estás haciendo que no tengan la oportunidad de conocerte?
5. ¿Has experimentado alguna vez el “estamos todos tan juntos, y sin embargo, todos
estamos muriendo de soledad”?
6. ¿Hay alguna Gladys en tu vida, a quien ayudaría mucho saber que ella es importante
para tí? ¿Qué piensas hacer al respecto?


No tardes mucho: ¡dile a las gentes que las quieres y lo bien que te hacen sentir...!


Gracias por compartir este mensaje.

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