Adolfo
Bioy Casares, escritor
argentino, nacido en Buenos Aires. Autor de La invención de Morel
(1940), Plan de evasión (1945), La trama celeste (1948),
El sueño de
los héroes (1954), Historia
prodigiosa (1955), Guirnalda con amores (1959), El lado de la
sombra (1962).
Más
ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia.
Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los
pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables
la fundación, en pleno siglo xix;
algo después el cólera —un brote que felizmente no llegó a mayores— y el
peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en
jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la
tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto
tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré
esta breve lista con la fiesta del Centenario de la
Fundación, genuino
torneo de oratoria y homenajes.
Como
he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector.
De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería
de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott
y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta
es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras
temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el
movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas,
platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan
desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y
periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum
de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una
enormidad de correspondencia errónea, pues nos toman por tribuna cerealista),
ora de Nueva Patria.
El
tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo
ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida
entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un
hotel frente a la estación, al que acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo
con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si
prefieren, fue el corralón de don Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el
costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de
circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al
pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.
Las
Margaritas, el
petit-hotel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de
florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo
del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como
reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en
el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones
y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un
día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al
cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió
color y
brillo. Mientras
muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó
desde el
primer momento.
Ese uno
infestó a otros, y a la noche, en
el bar,
frente a la estación, la muchachada
bullía de
preguntas y
comentarios. De tal
modo, al
calor de
una comezón
ingenua, natural,
destapamos algo que tenía poco de natural y resultó una sorpresa. Bien sabíamos
que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un
verano seco. Por de pronto lo
reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de
nuestro cincuentón, elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en
dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los
interiores de la cadena del reloj. Otros detalles revelan al caballero chapado a
la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por
la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela
borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado
olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su
canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron
autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco
espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo
constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
Obligatorio
es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras
filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple
comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición.
Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.
Por
arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo
a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros,
no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no,
la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
Para
completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice
indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de
mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la
casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre
la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las
Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a
mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos,
por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente
lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado porque de envidioso no
peco.
El
domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro
de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los
golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré “No es otro”,
proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no
fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto.
Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera
servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí
solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de
primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
—¿Podrías
informar para qué?
—Pide
padrino —contestó.
En
el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas
después, cuando
me dirigía
a la
estación y alargaba el
camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la
falta del molinete. Lo comenté
en el
andén, mientras
esperábamos el
expreso de Plaza de las 19:30 que llegó a las 20:54, y lo comenté a la
noche, en el bar. No me referí al
pedido de textos ni menos aun vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya
dije, lo registré apenas en la memoria.
Supuse
que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la
hora de la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía
cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo.
Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta
pagará lágrimas de sangre", enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
—¿Ya
es una costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de
vuelta la pila de libros.
La
sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda contestación.
—Pide
padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré
articular:
—¿Para
qué?
—Pide
padrino —explicó don Tadeíto.
Entregué
los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo
hice, ruego que me crean, en el aire.
Luego,
camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto
y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica,
despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas
bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del
misterio.
Mirando
la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto,
entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por
favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:
—La
luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro
del artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco,
mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del
sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
—¿Por
qué no apestillas al respecto al taradito?
—¿A
quién? —interrogué por decoro.
—A
tu alumno —respondió.
Aprobé
el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de
marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al
vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
—¿Se
descompaginó el molinete?
—No.
—No
lo veo en el jardín.
—¿Cómo
lo va a ver?
—¿Por
qué cómo lo voy a ver?
—Porque
está regando el depósito.
Aclaro
que entre nosotros llamamos depósito "a la última barraca del corralón,
donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias
estufas y estatuas, monolitos y malacates.
Urgido
por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya
despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar
fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
—¿Qué
hace don Juan con los textos? —grité.
—Y...
—gritó de vuelta— los deposita en el depósito.
Alelado
corrí al hotel. Ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la
perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen
callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a
nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre
hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y
vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada
por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para
arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que
se partía en la boca, para inquirir:
—¿Por
qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?
El
sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y
lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:
—¿Por
qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y
don Juan? Después le aplicas la picana.
—¿Qué
picana?
—Tu
autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.
—¿Don
Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.
—Tiene
—afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
—Don
Juan —continuó Aldini— para todo se aconseja de doña Remedios.
—Ante
un testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera
libertad.
—Si
hay misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.
Chazarreta,
que trabaja de ayudante en la feria, gruñó:
—Si
no hay misterio ¿qué hay?
Como
el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a
los polemistas:
—Muchachos
—los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.
Para
tener la última palabra, Toledo repitió:
—Si
hay misterio, saldrá a relucir.
Salió
a relucir pero no sin que antes giraran días enteros.
A
la otra siesta cuando me hundía en el sueño resonaron, cómo no, los golpes. A
juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón.
Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año,
segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita,
hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la
puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de
que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer e! gallego preguntó:
—¿Qué mosca pico al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
—No
lo tome a la tremenda, gallego — le razoné con palmaditas— Por lo amargado
parece criollo.
Referí
los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en
cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender,
estaba perfectamente compenetrado. Con
los libracos de bajo del brazo, agregué:
—A
la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere
aportar su grano de arena, allá nos encuentra.
En
el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del
carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más
humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné
al discípulo para que me reportara verbatim las conversaciones entre don
Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa
misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto
escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más
insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía
cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de
la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan,
pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de
lo que era importante o no?
Por
descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución
para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan dijo don Tadeíto,
ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo,
en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré
de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
Después
hubo un
período en que
no ocurrió nada. El
alma no
tiene arreglo: eché de
menos los mismos golpes que antes
me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a
la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno,
tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas
en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que
preparara para un cambio de tema, recitó:
—Padrino
dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por
poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de
columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y
que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le
recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un
balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él
no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo
resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó
el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó
del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los
remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó.
A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le
cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato
con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita
era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá
y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para
instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los
primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió
todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después,
dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el
mundo.
Aventuré
la pregunta:
—¿La
conversación fue hoy?
—Y,
claro —contestó—, mientras
tomaban el
café.
—¿Dijo
algo más tu padrino?
—Y,
claro, pero no me acuerdo.
—¿Cómo
no me acuerdo? —protesté airadamente.
—Y,
usted me interrumpió —explicó el alumno.
-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argumenté—, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.
—Y,
usted me interrumpió.
—Ya
sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
—Toda
la culpa —repitió.
—Don
Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para
seguir mañana o nunca.
Con
honda pena repitió:
—O
nunca.
Yo
estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé
por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de
repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato
de don Tadeíto:
—Leyó
los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
—Dijo
padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este
mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias
cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la
bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su
arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que
si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio.
Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos
fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban
lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión
en cadena los envuelva.
La
increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a
interrogarlo con severidad:
—¿Estuviste
leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
Por
fortuna no oyó la interrupción y
prosiguió:
—Dijo
padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo
especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material
adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino
como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar
adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la
visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en
molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba
era la suya.
Como
la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
—Ah,
no sé —contestó.
—¿Cómo
ah no sé? —repetí enojado de nuevo.
—Los
dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no
llego tarde el maestro se pone contento.
Envanecida
la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo
reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo
a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé
hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
Mientras
tenga memoria no
olvidaré aquella noche.
—Señores
—grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—. Traigo
la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará
mentir Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi
fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás,
pared por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro
mundo. No se alarmen, señores aparentemente el viajero no dispone de constitución
robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía
resultaremos competidores de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera
del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente
del depósito. Es más, aparentemente el móvil del arribo del monstruo no
debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va
camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan
de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó
con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don
Tadeíto, como si fuera monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la
opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.
—Sabemos
—dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
Me
incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único
depositario Inquirí:
—¿Qué
sabemos?
—No
se amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como usted
dice aquello de que el viajero muere si le
quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De casa acá pasé frente a Las
Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba
el jardín como antes.
—Yo
también lo vi —confirmó Chazarreta.
—Con
la mano en el corazón —murmuró Aldini— les
digo que el viajero no mintió.
Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como
hablando solo preguntó Badaracco:
—No
me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
—Don
Juan no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego—.
Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted,
es una manera de amar a la humanidad.
—Asco
por lo desconocido —comenté—. Oscurantismo.
Afirman
que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar
aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
—Coraje,
muchachos, hagamos algo —exhortó Badaracco—. Por amor a la humanidad.
—¿Por
qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a
la humanidad?— preguntó el gallego.
Ruborizado,
Badaracco balbuceó:
—No
sé. Todos sabemos.
—¿Qué
sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra
admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos
—declaró Villarroel.
—Cuando
hay elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente
y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
—¿El
amor por la
humanidad es
una frase hueca?
—No,
señor maestro —respondió Villarroel— Llamamos amor a la humanidad, a la
compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros
grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de
Velázquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento
para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después
del fin del mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no
tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión,
sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a
la muerte ¡qué venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
—Perdemos
tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por
medio, muere nuestra última esperanza —dije con una elocuencia que fui el
primero en admirar.
—Hay
que obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.
—Si
le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di
Pinto.
Don
Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el
susto, propuso:
—¿Por
qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo
prudente.
—Bueno
—aprobó Toledo—. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y
que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En
tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando
rogaba Badaracco:
—Generosidad,
muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de
nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente
al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y
corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi
alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
—El
bagre se murió.
Nos
desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no
entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente
a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín,
exclamé:
—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la mirada absorta en las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
—Don
Juan —dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le
admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
—Es
tarde.
—Es
tarde —repitió.
Adolfo
Bioy Casases: El
lado de la sombra (1962).